Horas críticas

Libros de la semana #100

Recomendaciones literarias de colaboradores de Mercurio

Estamos de celebración. Se cumple la edición número 100 de esta serie que arrancamos hace más de dos años bajo el nombre de «Libros de la Semana», y en la que la redacción de Mercurio ha ido destacando cada viernes cuatro lanzamientos editoriales. Para esta ocasión especial con motivo del aniversario, hemos pedido a diez de nuestros más frecuentes colaboradores (amigas y amigos, cómplices) que recomendaran a nuestros lectores algún título, reciente o antiguo, contemporáneo o clásico, que estuviese entre sus favoritos y les apeteciese reseñar brevemente. Desde Mercurio les estamos mil veces agradecidos por su criterio y su fina prosa, y por contribuir a esta celebración que es, sobre todo, literaria.

 

Marta Caballero recomienda «Mi tío Oswald», de Roald Dahl (Anagrama, 2006)

Roald Dahl no fue un tipo guapo. Tres surcos en la frente precedieron desde bien joven a su prominente calva. Sus dedos eran desmedidamente largos; su gesto, un poco vinagre. Si él viviera y yo tuviera la enorme suerte de entrevistarlo, sería complicado aliñar mi pieza con esta prosopografía, pues levantarían sus antorchas quienes consideran que describir lo que se tiene delante con las palabras que nos ha dado la lengua puede ser amoral. Cuando Mercurio nos sugirió elegir un libro entre la vastedad de la literatura, encomienda que no pienso volver a aceptar, el autor —toda una vida juntos— fue uno de los primeros que me vino a la cabeza. Y eso que aún no había cundido la polémica del desbroce a sus cuentos infantiles, esa inquietud perversa de algunos editores que quieren ocultarle a los niños que existe gente fea, gorda, mezquina o traidora, que obvian contarles que la vida no solo va en serio sino que va totalmente en serio la muy cabrona. Me tomo la licencia de mostrarme así de deslenguada porque venía a hablar, precisamente, de una de las obras para adultos (o no) más incorrectas y desternillantes del maestro, Mi tío Oswald. El relato sigue la peripecia de un millonario, simpar fornicador y vivalavirgen que le pega a los afrodisíacos y que tiene una gran idea: fundar un banco de esperma de celebridades para vender su semen a precio de oro. Pican Freud, Einstein, Proust, Picasso… ¿Quién da más? Háganse con este librito si quieren recordar que lo grotesco forma parte de nosotros, tanto como los guapos, los calvos o los culos gordos.

Texto: Marta Caballero.


Martín Sacristán recomienda «La guerra de las salamandras», de Karel Čapek (Libros del Zorro Rojo, 2018)

Elijo un clásico que debería figurar junto a 1984 y a Un mundo feliz, y que vuelve a estar de actualidad. Mi edición favorita de La guerra de las salamandras es la de Libros del Zorro Rojo (2018), donde se respetan los collages, a modo de recreación periodística, que hizo el autor. Con una impecable traducción, además, y las ilustraciones del único artista pop de la RDA, Hans Ticha. La novela fue publicada en 1936 por el autor a quien debemos la invención de la palabra robot, y está de plena actualidad porque anticipa problemas como el cambio climático, nuestra relación con otras especies en este planeta, la contaminación, y el agotamiento de las fuentes de energía. Tiene además ese punto humorístico tan propio de la literatura checa, véanse Las aventuras del buen soldado Svejk, lo que hace de la lectura de esta distopía una delicia, y una advertencia para el presente, sin necesidad de ponerte una piedra en el corazón negando que exista un mejor futuro posible.

Texto: Martín Sacristán.


Andrea Calamari recomienda «Los sorrentinos», de Virginia Higa (Sigilo, 2018)

Con perdón de Tolstoi, no es cierto que todas las familias felices se parecen y solo las infelices lo son a su manera. Las familias son felices e infelices por momentos, luminosas y oscuras de a ratos, y una novela familiar puede ser capaz de mostrar esos matices ajustando el tono como quien afina un instrumento. En su primera novela, Virginia Higa cuenta parte de una historia propia y ajena a la vez, la de los Vespolini (la línea materna que llegó a Argentina desde Sorrento, Italia), pero no lo hace con las comodidades de la literatura del yo ni las del relato cronológico. En tercera persona, con humor, con escenas memorables, con detalles coloridos y con una mirada única, logra sacarle una música rítmica y melodiosa a la aparentemente insulsa cotidianidad familiar.

Con Los sorrentinos creó una bestia tricéfala y, aun así, ágil y danzarina. La primera cara, la más evidente, es la de Chiche Vespolini, el personaje central sobre el que gravitan todos los demás y la estructura narrativa de la novela. La segunda es la estrella de la cocina familiar devenida en negocio, sustento y orgullo compartido: los sorrentinos fueron un invento de los Vespolini. Una pasta rellena, redonda, que no se parecía a ninguna otra. «No tenía el borde de masa de los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como los cappelletti. Era una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de jamón y queso». El sorrentino no debe confundirse con ninguna otra pasta, mucho menos con un raviol, un cuadradito sin personalidad que no alcanza a tener la fuerza, la sustancia y el porte que un buen sorrentino logra. La creación se convirtió en la marca de identidad de la Trattoria Napolitana que la familia de inmigrantes montó en Mar del Plata y la autora intuyó que, entre la piecita del fondo del restaurante, la tabla para amasar, el fuego de la cocina y esas mesas servidas, había una historia para contar. La tercera cara apareció cuando Virginia Higa leyó Léxico familiar de Natalia Ginzburg. Las frases, el lenguaje, las palabras inventadas entre las que se crió —ese latín propio que todas las familias, felices e infelices a su manera, van amasando con los años— terminan de delinear una novela única y con tanta personalidad como un sorrentino.

La mejor manera de leer este libro es en voz alta, con una copa de vino tinto en la mano y el aroma de la salsa invadiendo de a poco la casa y el ambiente como una nube. Cada noche un capítulo y así hasta el final, porque preparar un plato y servirlo para alguien es un ritual tan antiguo y gratificante como contarnos historias: alguien cocina para nosotros y le devolvemos la gentileza.

Texto: Andrea Calamari.


Vidal Romero recomienda «Gritos de neón», de Kit Macintosh (Caja Negra, 2022)

Desde que cambiamos de milenio, se ha instalado en gran parte de la crítica musical la creencia de que vivimos en tiempo de descuento. De que hace años que la nostalgia le ha ganado el pulso a la inventiva, y eso nos aboca a un estado de suspensión continua, en el que las modas y los géneros se revisitan a una velocidad de vértigo, con el único objetivo de alimentar al algoritmo. A Kit Mackintosh, un londinense de apenas veinticinco años, esta idea no le convence. Su primer libro, Gritos de neón, arranca con una sentencia contundente y provocadora: «Te dijeron que el futuro había terminado… Te mintieron», para luego proclamar que en los barrios de grandes ciudades como Londres, Lagos, Kingston o Atlanta, se está gestando una revolución musical, que alguna vez tuvo puntos de apoyo en géneros como el dub o el hip hop, y que tiene en su centro al polémico auto-tune. El auto-tune es un efecto de sonido que permite manipular y afinar la voz, y que muchos músicos y aficionados desprecian por su falta de autenticidad; porque con su ayuda cualquiera puede hacer trampas a la hora de cantar. Para Mackintosh, sin embargo, se trata de una herramienta que libera a los artistas de la instrumentación tradicional (una tradición que no solo afecta al rock y el pop: también incluye los sintetizadores y cajas de ritmos habituales en la música electrónica), para concentrarse en una suerte de psicodelia vocal que funde medio y mensaje en un entorno vaporoso y de resonancias metálicas. A medio camino entre el manifiesto, el delirio alucinado y el exabrupto cinético, Gritos de neón se adentra en un laberinto de estilos con nombres crípticos (trap, drill, mumble rap, bashment, trinibad) y emerge de allí con varias claves que explican las razones de esta transformación: desde la relación de las generaciones más jóvenes con la tecnología e internet hasta factores demográficos, nuevos usos recreativos de las drogas y una confianza en el porvenir de la que carecen sus mayores. Un mapa de estilos, una reveladora entrevista y un prólogo de Simon Reynolds completan un libro que a ratos puede pecar de ingenuo, pero que supone todo un soplo de aire fresco en el panorama editorial.

Texto: Vidal Romero.


Ana Rosa Gómez Rosal recomienda «Bonsái», de Alejandro Zambra (Anagrama, 2022)

Más que de eso que llaman lecturas obligatorias o necesarias, me gusta hablar de libros que pueden considerarse absolutamente prescindibles en el currículum de cualquier lector/a, pero que son susceptibles de acompañarnos por mucho tiempo, echando raíces dentro de nosotros sin que apenas nos demos cuenta. Bonsái, de Alejandro Zambra, es un buen ejemplo de ello. Una novela a medio construir y que, sin embargo, es perfecta en sentido aristotélico: ni le falta ni le sobra nada, como señala Leila Guerriero en su epílogo; que tiene un fin, que lo es por completo. Lo sabemos desde el principio, desde que leemos en la primera línea que «Al final ella muere y él se queda solo». Y nos deja entrever, también, que la finalidad de la obra no es otra que la de contar una historia de la misma forma en que se le transmitiría a alguien cercano. De ahí los saltos temporales y temáticos, la cadencia que recuerda al habla viva, la ausencia de explicaciones demasiado profundas sobre lo que acontece, lo magnético del relato a pesar de todo lo anterior. Nos conmueve, aunque desconozcamos quiénes son realmente los personajes, porque esa brecha de información nos permite regar aquellas vidas con la nuestra; porque el tiempo que se tarda en leer la novela es inversamente proporcional al tiempo que se queda en nosotros, haciendo de algo pequeño una obra de arte. Exactamente como un bonsái.

Texto: Ana Rosa Gómez Rosal.


Enrique Rey recomienda «Las ciegas hormigas», de Ramiro Pinilla (Tusquets, 2010)

Más cerca de lo que parece —a menos de un siglo, entre acantilados— la costa no era la costa, sino una frontera cenagosa en la que algunos se veían obligados a aprovecharlo todo: la madera de deriva, la zaborra, los restos de cada naufragio. Las ciegas hormigas es una novela directa y descarnada, «frontal», que diría su autor. Es dura como Mientras agonizo, la obra maestra de Faulkner con la que coincide en estructura (una sucesión de monólogos interiores habilidosamente entrelazados) y con la que también comparte una escena (el carro que transporta penosamente un cadáver). Pero el tozudo Sabas añade varios rasgos específicos a ese catálogo de héroes que se resisten con entereza y brutalidad a la miseria y la fatalidad universales. Actuando casi como un personaje de Dostoievski, de Steinbeck o de Aldecoa (recuerda a los marineros de Gran Sol), Sabas es, además, patriarca de un caserío vasco. Así que en Las ciegas hormigas la maldición del trabajo (una condena que Pinilla, marino mercante y operario en la industria del gas, conoció muy bien) se extiende por un mundo casi anterior al lenguaje. La Modernidad (que representan el único hijo que trabaja en una fábrica y el teniente de la Guardia Civil) todavía no ha alcanzado a los Jáuregui. También huyen los sentimientos —tragedias dentro de la tragedia — que se enquistan y se convierten en balbuceos o monomanías.

De Ramiro Pinilla se puede decir que fue un escritor con boina. Favorito de Chirbes y admirado por Aramburu, Pinilla —que falleció en 2014 y, a falta de aniversarios que ahora llegan, atravesaba cierto olvido— aparece por sorpresa en YouTube y dice —voz de un pueblo muy antiguo—: «La persona tiene que ser irreductible». Las ciegas hormigas es la mejor manera de aproximarse a su mundo de irreductibles antes de abordar la monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas.

Texto: Enrique Rey.


Jose Valenzuela recomienda «Escribir contra los hombres. Cartas de H. P. Lovecraft», de Javier Calvo [ed.] (Aristas Martínez, 2023)

Cien mil cartas. H. P. Lovecraft dedicó cerca del 99% de su tiempo con la pluma a escribir epístolas de toda extensión e índole. En ellas capturó la idiosincrasia de su época, su propia personalidad y, como podemos suponer, los entresijos de su producción literaria. Un tesoro escondido hasta ahora para el lector en castellano que, gracias a la titánica labor de investigación, edición y traducción de Javier Calvo, llega por fin a nuestros hogares en este primer volumen titulado Cartas I. Escribir contra los hombres, de la mano de Aristas Martínez. A caballo entre la edición crítica y la selección popular (dicho esto como un halago hacia las decisiones que han llevado a la ordenación final), la lectura de estas misivas nos permitirá entender las inquietudes, inspiraciones o temáticas que movieron al escritor de Providence a crear una de las mitologías más influyentes de la literatura. Toda una oportunidad de empezar a vislumbrar esa parte oculta del autor que, como la energía y la materia oscura de nuestro universo, constituyen la mayor parte de su tejido y nos permiten comprenderlo en su totalidad a pesar de que, hasta ahora, poco o nada sabíamos de ellas. Labor de dimensiones cósmicas, la de Javier.

Texto: Jose Valenzuela.


María José Furió recomienda «Páginas de vuelta a casa», de Alexander Wolff (Crítica, 2022)

Es una crónica familiar, la de una familia germano judía-americana, con la particularidad de que a través de las trayectorias de sus miembros consigue relatar la historia de la Alemania en sus complejas relaciones con el nazismo, la Shoah y la desnazificación. No es cualquier familia: la abuela del autor era la propietaria del imperio farmacéutico Merck, que tanto aprovechó al régimen nazi; su padre, hombre cultísimo, fundó desde su exilio americano la editorial Pantheon Books, que publicó en inglés El gatopardo, de Lampedusa. Es una crónica de la clase privilegiada, donde al final de la guerra se cruzan cartas en la que los colaboracionistas, esto es, los que pudieron pasar por puros alemanes, se lamentan de la ruina posterior al ataque aliado. La respuesta desde Estados Unidos les reprocha no haberse dolido del dolor de los demás cuando ellos solo han conocido el hambre y el miedo con la derrota. Las cartas aquí reproducidas entre los miembros de la familia, en diferentes circunstancias, reflejan la profundidad de pensamiento y la riqueza de expresión que entonces cabía esperar de la clase alta, y que hoy es infrecuente en novelas que pretenden reflejar esa época. En mi opinión, Páginas de vuelta a casa es un libro imprescindible para conocer la historia del siglo XX.

Texto: María José Furió.


Marcos Pereda recomienda «Océano mar», de Alessandro Baricco (Anagrama, 1999)

«Arena hasta donde se pierde la vista, entre las últimas colinas y el mar —el mar— en el aire frío de una tarde a punto de acabar y bendecida por el viento que sopla siempre del norte». Yo siempre quise pintar la mar con el mar, y hacer un libro inmenso, inacabable, sobre las cosas inmensas, y dónde se acaban. Yo siempre quise tener un pasado oscuro, y que bellas mujeres de ojos color noche me mirasen como se mira aquello que no puedes no querer. Yo siempre quise alojarme en una posada frente a las aguas, y que hubiese niños apoyados sobre los alféizares, y que fueran sabios. Yo siempre quise habitar la última habitación, la de quien escribe, que es quien menos ha de vivir pero tiene responsabilidad de contarlo todo. Yo siempre, cómo no vas a querer. Así que leo Océano mar (Anagrama, 1999, traducción de Xavier González Rovira y Carlos Gumpert; Oceano mare, Rizzoli, 1993) y dejo que sea Alessandro Baricco quien me susurre todas estas historias. Al menos las que él sabe…

Texto: Marcos Pereda.


Alfredo Crespo Borrallo recomienda «Robinson Crusoe», de Daniel Defoe (Cátedra, 2003)

Sé que puede parecer extraño recomendar una novela del siglo XVIII, aunque se trate, quizá, de la gran novela de aventuras, y es que a veces los denominados clásicos son difíciles de recomendar. Sobre todo en los primeros compases de nuestra actividad lectora. No son pocas las quejas que se oyen durante la preadolescencia, en algunos casos con mucha razón, sobre la dificultad que entraña la lectura de algunas obras e, incluso, el rechazo que puede provocar en época temprana la lectura obligada de ciertos libros canónicos o de referencia. Y sin embargo, qué importante es dar con un buen libro que genere vocación lectora y pienso que, sin ninguna duda, La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe es un libro magnífico para dar nuestros primeros pasos por el mundo literario. Porque no podemos negar que hay ciertos libros que nos interpelan emocionalmente y nos fomentan el hábito, así como el gusto, por la lectura, como tampoco creo que se pueda negar que los libros de aventuras juegan un papel crucial al comienzo del mismo. Nos transportan a lugares exóticos y remotos, con la compañía de personajes que nos llevarán por caminos desconocidos, plagados de misterios y búsquedas. El gran punto de partida de una vida repleta de libros por leer, y quién sabe, también por escribir.

Texto: Alfredo Crespo Borrallo.

3 Comentarios

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