Slavoj Žižek se pasea por el mundo con una camiseta negra que tiene una leyenda en letras blancas: I would prefer not to. Y no es solo una camiseta; Žižek dice que en esas palabras hay una toma de posición con bases éticas y políticas, que son el punto de partida para una filosofía, porque la filosofía comienza en el momento en que nos negamos a aceptar lo que existe como dado.
Es que la famosa frase que Herman Melville puso en boca de su personaje Bartleby tiene tanta potencia y es tan indeterminada que puede ser usada casi para cualquier cosa. ¿Qué tiene Bartleby que ha obsesionado a tanta gente? No solo el histriónico eslavo usa su frase como lema. Gilles Deleuze y Giorgio Agamben han escrito ensayos para intentar desentrañar la naturaleza de su comportamiento, Derrida y Rancière eran sus fans, algunos ven en él a un héroe de la insubordinación anticapitalista, su repetitiva respuesta devino cartel de protesta durante el Occupy Wall Street Movement de la izquierda contra la desigualdad y hasta el filósofo de moda Byung-Chul Han le dedica un capítulo en su famosísimo La sociedad del cansancio. Y sin embargo Bartleby no es más que un personaje de ficción de una aparente obra menor de un género menor: Bartleby, The Scrivener: A Story of Wall-Street.
La historia que se cuenta es simple. El narrador, un abogado de Wall Street, tiene un grupo de empleados que copian documentos para él. Necesita un refuerzo y, tras un anuncio, se presenta Bartleby, un hombre tan singular en su comportamiento que amerita ser retratado; no es uno más. A lo largo del relato no sabremos demasiado sobre él; aunque lo intenta, tampoco el narrador es capaz de dar con información alguna sobre su pasado. El escribiente es puro presente. Apenas vemos lo que hace o, mejor, lo que dice, porque estamos frente a un héroe (¿podemos llamarlo así?) literario, hecho de palabras. Su frase es su arma, todo lo que tiene para enfrentar al mundo (pero, ¿es eso lo que busca?, ¿un enfrentamiento?, ¿acaso busca algo?).
Expliquémonos: el nuevo empleado copia y copia todo el día «como si hubiese padecido hambre de copiar», se atiborra de documentos, no hace pausas para comer, copia con la luz del día y sigue de noche a la luz de las velas, escribe en silencio, mecánica y cálidamente. No parece tener dificultades para cumplir con su deber hasta que es convocado por su jefe a verificar las copias y se niega. ¿Se niega? No, esto es lo que dice:
—I would prefer not to.
En la respuesta escueta y efectiva, en la reiteración, en el desconcierto de sus interlocutores, se cifra la potencia del personaje. Y de la historia, que no es mucho más que eso.
¿Quién es Bartleby? Un total extraño, aun para quienes trabajan día a día con él. ¿Cómo es? Educado, inmóvil, pasivo, pálido, cadavérico, incomprensible, aislado, insondable. Llega cada mañana a una oficina rodeada de muros para hacer su trabajo siempre idéntico y repetitivo. ¿Es que hay sentido en hacer cada día lo mismo o en hacer, siquiera, algo? ¿Para qué?
Herman Melville escribió su nouvelle —o cuento largo o novela corta— y la publicó por primera vez de forma anónima y en dos partes en los números de noviembre y diciembre de 1853 de la revista Putnam’s Magazine. Para entonces ya había trabajado en un banco, había sido profesor de escuela, se había embarcado hacia los mares del sur, había vivido como vagabundo en Hawái, se había unido a la marina, había vuelto a Nueva York, se había casado, había publicado varios libros, entre ellos la majestuosa Moby Dick, pero había conseguido muchos menos lectores que los que él necesitaba. Tenía, además, una familia que mantener.
Bartleby es la creación de un escritor en retirada. Alguien que siente el peso del fracaso sobre sí, de un novelista atormentado por la incapacidad de escribir la gran novela americana o, por lo menos, una que los americanos quieran leer. Preferiría hacerlo, tal vez, pero no lo hace. Elige, en cambio, la forma breve de una story. El XIX fue el gran siglo de la novela, el género que buscaban los lectores, al que aspiraban los autores, el que era capaz de elevar a un escribiente a la deseada e indiscutible categoría de escritor.
Precursor de Kafka, Bartleby el escribiente ha corrido la suerte de las sobreinterpretaciones, los simbolismos, la búsqueda de moralejas, de señalamientos. ¿De qué es metáfora? De nada, dice Deleuze: «Bartleby no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. Se trata de un texto de una violenta comicidad, y lo cómico es siempre literal».
I would prefer not to es todo lo que dice el personaje y es todo lo que dice esta historia, esa es la fórmula de su gloria (la del protagonista y la del cuento) y lo que lleva a cada lector a repetirla.
Si creemos a Deleuze, tendremos que aceptar que la traducción le hace perder fuerza. Preferiría no hacerlo es una frase más anclada con el mundo, más completa y situada que aquella que parece interrumpirse en la abrupta terminación not to, que deja como indeterminado lo que se rechaza. Eso, más la insistente repetición, vuelven radical la fórmula. No su ideología. ¿Por qué habríamos de implantar una ideología —la nuestra, cualquiera— en el personaje?
Lo más impresionante de esta historia es que, aunque sobre el final se apresuran las peripecias —comienzan a pasar cosas—, los lectores nos quedamos con la gris y burocrática repetición de sus palabras. No es el final del relato lo que ha pervivido a lo largo del tiempo sino una frase. Como sus interlocutores de oficina, los lectores no podemos más que escuchar sus palabras y repetirlas internamente, quedamos indefensos y sin reacción frente a algo que nos lleva por delante y que no es más que ese modo suyo de (casi) negarse. Mansamente.
No nos arrastran los hechos, nos arrastran las palabras.
Y como las palabras son importantes —siempre lo son en la literatura—, intuyo que hay algo del espíritu de Bartleby que se encarna de manera diferente según quién, cuándo y cómo nos lo hace llegar. Además del original, consulté dos traducciones al español: la del argentino Jorge Luis Borges y la del español José Luis Pardo.
Siempre es interesante, si uno dispone de tiempo, detenerse en las traducciones literarias, repasar las versiones, sorprenderse con los giros y las expresiones. A modo de ejemplo, la insensatez del personaje: en Bartleby anida una locura particular, una que contagia a cuantos lo rodean y que es capaz de llevarlo hasta la muerte. ¿Cómo definirla?
«I think, sir, he’s a little luny», escribe Melville.
—Creo, señor, que está un poco chiflado, traduce Borges.
—Me parece, señor, que a ese le falta un tornillo, traduce Pardo.
La traducción de Borges es de 1944 y fue publicada en la colección de lecturas fantásticas «La biblioteca de Babel», dirigida por el autor. La inscripción de Bartleby el escribiente en el género fantástico ya debería decirnos algo. Todavía no había escrito Kafka y sus precursores (1951) pero, a poco de iniciar el prólogo, descubrimos que su idea central ya estaba plantada, como una semilla. Cada autor crea a sus precursores, dijo Borges en su genial ensayo breve, existían personajes kafkianos desde los inicios de la literatura y uno de ellos, definitivamente, es el copista de Wall Street. Así lo había anticipado en su prólogo al cuento:
«En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no solo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices».
Mientras Borges resalta el espíritu veladamente fantástico del relato, Pardo lo lee en clave filosófica. Su traducción es del año 2000 y su publicación española (Editorial Pre-Textos), además del cuento, incluye tres ensayos: el del propio traductor Bartleby o de la humanidad, el de Gilles Deleuze Bartleby o la fórmula y el de Giorgio Agamben Bartleby o de la contingencia.
Aunque las lecturas filosóficas son interesantes —los muros como símbolos, la imposibilidad del relato, las teleologías—, me gusta pensar a Bartleby en su literalidad, cómico y triste a la vez. Como lo hace el atormentado abogado devenido en narrador, podemos decir: «Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato».
Cómo he disfrutado el artículo, me ha parecido muy bien condensada y explicada la esencia de ese personaje y ese librazo. Y me ha encantado por su pertinencia la alusión a las traducciones y cómo ha empezado el artículo a través de la camiste de Zizek. Por aportar algo a la cadena de influencias de este personaje (me parece brutal, como se hace referencia en el artículo, la influencia de un personaje de ficción que acaba transcendiendo por encima de la realidad, más allá de las páginas de un libro), Enrique Bunbury, en su disco de 2017 Las expectativas, le dedica una canción: Bartelby-Mis dominios. Muy recomendable.
Enhorabuena de nuevo por el artículo