Analógica

Gotas fílmicas

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

El agua es una sustancia esencial tanto para la vida como para el arte. Cuando aparece en la gran pantalla, somos capaces de sumergimos con los personajes hasta sentir la humedad, el frío si hay hielo o el calor de las aguas tropicales. Aguantamos la respiración con los oídos llenos de líquido, escuchamos las voces distorsionadas a través del elemento, vemos los rayos de luz descompuestos entre las ondas.

El lenguaje cinematográfico ha utilizado el agua como símbolo de un sinfín de emociones, tan inabarcables como el líquido mismo. Desde la angustiosa y oscura profundidad de los océanos hasta la cristalina e inofensiva agua clorificada de una piscina veraniega, salpicada de risas infantiles; el mar, los ríos, las piscinas o las playas han ejercido como elemento narrativo, telón de fondo y hasta personaje en sí mismo en multitud de historias. Las siguientes no tienen más nexo de unión entre ellas que el agua, esas gotas fílmicas que viajan de un tema a otro como riachuelos, reflejando un sentimiento u otro, con más o menos importancia pero siempre ahí, turbia o cristalina, rompiendo contra las rocas o tan en calma como la línea del horizonte.

Aguas cristalinas

Baz Luhrmann utilizó el agua como nexo de unión en su clásico Romeo + Juliet (1996). A pesar de utilizar el texto original, el director australiano decidió darle una nueva vida en una sangrienta y contemporánea Verona Beach. Ahí la tenemos, la playa, ocupando el lugar de la ciudad italiana original. Entre las balas, las drogas y las luces de neón que contribuyen a actualizar este relato, el agua se introduce como símbolo para el amor, apasionado y peligroso, entre los adolescentes.

La primera vez que vemos a Julieta (Claire Danes) es desde el fondo de su bañera, con la cara sumergida, ignorando el mundo exterior. Unas cuantas horas después, Romeo (Leonardo DiCaprio) mete la cabeza en el lavabo para intentar sacudirse el efecto de las drogas de Mercutio en la fiesta organizada por los Capuleto, eternos enemigos. Todavía con gotas de agua rodándole por la cara y los mechones frontales humedecidos y pegados a su cabeza, nuestro protagonista divisa a Julieta al otro lado de un enorme acuario. Los separa un mar artificial pero transparente, que permite esas primeras miradas, curiosas. Ninguno sabe quién es el otro, pero ya no se quitan ojo entre los pececillos y los corales. Esas aguas están en calma y no son peligrosas, pero sí suponen una barrera. La misma barrera transparente que ejercen sus apellidos, Capuleto y Montesco. Están tan cerca que pueden verse, pero no acercarse.

Además de este primer encuentro a través de la pecera, Luhrmann transforma la clásica escena del balcón en una escena acuática. No solo elimina distancias y los baja al suelo, sino que los sumerge de lleno. La distancia que los separaba en el texto clásico se elimina en esta versión: como el líquido que les pega los ropajes al cuerpo, añadiendo sensualidad, los enamorados caen juntos a la piscina, se besan por primera vez y se tocan, vulnerables pero impulsivos en su juventud. El agua ya no los separa sino que los une, es una piscina cristalina a la que se lanzan dos veces. Es inevitable, necesitan hacerlo. Se ahogarían, si pudiesen, solo por tocarse. Y lo harán, aunque todavía no lo saben.

Aguas soñadas

En Y tu mamá también (2001), una de las primeras películas de Alfonso Cuarón, los amigos mexicanos Julio Zapata y Tenoch Iturbide (Gael García Bernal y Diego Luna) convencen a la española Luisa Cortés (Maribel Verdú) para ir en coche a Boca del Cielo, una playa tan paradisíaca como inexistente: no es más que una excusa para viajar con ella con la esperanza de seducirla. El agua salada es el destino.

En esta road movie, el mar es la excusa para un despreocupado viaje a ninguna parte que supone el paso a la adultez. Los adolescentes esperan unas vacaciones diferentes, mientras que la española huye de su matrimonio fallido. El nombre de la playa que quieren alcanzar se les ocurre en ese mismo momento, improvisado entre risas. Para su sorpresa, ella acepta. Y allá van los tres en el viejo Dodge Dart Guayin color marrón rumbo a Boca del Cielo, donde sea que esté eso, en algún lugar de la costa mexicana. Siguen mapas que no llevan a ninguna parte. Ellos hacia un futuro incierto. Ella, a deshacerse de su pasado.

Julio y Tenoch tienen por costumbre ir a unas piscinas públicas en las que trabaja el padre de uno de ellos, el día que están cerradas al público. Allí juegan a ver quién bucea más lejos, una semana tras otra. Bromean en los vestuarios. Comparten sus fantasías sexuales. Compiten entre ellos. Siempre compiten entre ellos. La piscina es inmensa: cristalina, azul y blanca. Cuando se sumergen, el mundo exterior desaparece, pero pueden verse el uno al otro perfectamente. Ven el fondo de azulejos. El cielo. Las paredes. Es un entorno conocido, controlado, seguro. El agua, durante esas horas, es para ellos solos y nadie más.

Pero durante el viaje se abren grietas en la amistad de Tenoch y Julio. Por esas grietas se cuela el agua, se crean humedades, se van pudriendo los cimientos. A pesar de su manifiesto Charolastra de la amistad, y de toda una vida juntos. En una de las primeras paradas, en un motel de carretera de mala muerte, algo se resquebraja. Alí hay una piscina, pero ya no es cristalina: es tan turbia como su amistad en ese momento. La superficie, cubierta de hojas, no deja ver el fondo. Aun así, se zambullen para hacer una de sus habituales carreras. Una vez que atraviesan la suciedad, el agua todavía mantiene vestigios de su azul verdoso original pero en el fondo, muy en el fondo. Cuando sus cabezas alcanzan de nuevo la superficie, vuelve la oscuridad. El día está revuelto, quizás haya una tormenta de verano. El agua está sucia por mucho que intenten limpiarla.

El viaje avanza hasta que al coger un desvío, cuando la relación entre los tres está en su peor momento, el coche encalla en arena. Está oscuro y no se ve nada de los alrededores, por lo que deciden dormir ahí mismo. Cuando Luisa despierta, la primera de los tres, sale del coche y avanza hacia el horizonte por la arena. Han alcanzado la playa. Puede que no sea la que buscaban inicialmente, pero ahí está el mar, extendiéndose. Apenas sin hablarse, se van directos al agua. Se encuentran con una familia de pescadores locales que se ofrecen a darles un paseo en su barca. Les hablan de un lugar paradisíaco que está allí mismo: Boca del Cielo. Los dos amigos se miran y sonríen, incrédulos ante ese nombre que acaban de escuchar y que creían haber inventado ellos. Aunque ya nada volverá a ser lo mismo, han alcanzado su utopía.

Aguas tempestuosas

Hemos hablado de playas paradisíacas y de aguas controladas en piscinas, pero el mar, la lluvia, también son símbolo de catástrofe. Las primeras escenas de The Piano (1993), de Jane Campion, muestran un embravecido Mar de Tasmania —¿o quizás sea el Océano Pacífico?— que escupe a tierra a Ada (Holly Hunter) y su hija Flora (Anna Paquin). Esta llegada es tan violenta como las olas, pues Ada, escocesa, llega desde el otro lado del mundo para cumplir con el matrimonio que se ha concertado para ella. Y junto a ese mar se tiene que quedar su piano, imposible de transportar hasta su nuevo hogar. Su instrumento. Su única voz en su mutismo.

Ada logra convencer a George Banes (Harvey Keitel), empleado de su nuevo marido, de que la lleve de vuelta hasta la playa. Necesita volver a tocar, aunque sea introduciendo las manos a través de la gran caja del piano que todavía no ha sido desembalado. Mientras ella reconecta con la música, Flora juega. George pasea por la arena, inicialmente intrigado por aquella mujer, pero pronto cautivado por el sonido que logra al piano. El mar, todavía imponente, se va amansando a medida que ellas se van haciendo a su nueva vida. Más adelante, cuando Ada más sufre y la tragedia acecha, ya no es mar sino lluvia el agua que azota. El barro y la sangre se mezclan con la tormenta, que empapa su enorme vestido, volviéndolo más pesado de lo que ya es.

La película termina con un último acto de vuelta en la playa, cerrando el círculo. La misma orilla que las vio llegar ahora despide a Ada y a Flora, ya acompañadas de George y, por supuesto, del piano. En una atestada barca, Ada decide lanzar el piano por la borda y, en el último momento, deja que las cuerdas que lo ataban la arrastren para que el agua salada se convierta en su tumba. No obstante, en ese momento es el propio mar el que le muestra su salvación. A medida que se hunde, lastrada por su propio piano, se da cuenta de que quiere vivir. El océano se traga su instrumento, pero no a ella. Y el silencio se queda en el fondo del mar, atado a ese piano que ya no sonará jamás.

Nos hemos sumergido con todos estos personajes, hemos aguantado la respiración cuando ha sido necesario, y ahora escurrimos nuestras ropas mojadas. Es hora de volver a la orilla.

 


Marina RF (Pontevedra, 1990) es periodista. Comenzó su trayectoria como redactora freelance en diversas revistas musicales. Actualmente trabaja en comunicación y marketing, mientras sigue colaborando con artículos para publicaciones culturales como Jot Down.

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