Es una broma recurrente que no le ofende: hay un hombre en Murcia que lo hace todo. Y en esta ciudad de más de un millón de limoneros (según las últimas estadísticas), de un tiempo a esta parte suceden muchas cosas: sus vecinos publican en Tusquets (Ginés Sánchez) o Anagrama (Manuel Moyano), montan grupos de música (Viva Suecia, Second), discuten sobre arte contemporáneo (Tatiana Abellán) o participan en seminarios en las instituciones académicas más prestigiosas del mundo. Miguel Ángel Hernández, con su aire de profesor, artista o escritor, hace todas esas cosas menos, por el momento, subirse a los escenarios con una guitarra al cuello. Imparte asignaturas como «Teoría de la Historia del Arte» o «Historia del arte contemporáneo» en la Universidad de Murcia y acaba de publicar su cuarta novela: Anoxia (por el camino, también ha escrito diarios y ensayos más o menos centrados en su especialidad).
Anoxia supone un cambio de rumbo tras el éxito de El dolor de los demás, que narraba la reconstrucción de un crimen inexplicable que el autor vivió de cerca al final de su adolescencia. Su nueva novela está escrita en tercera persona, y esta vez no se puede reconocer a Miguel Ángel en ninguno de sus personajes. El mundo del arte, además, aparece menos explícitamente que en sus dos primeras obras de ficción (Intento de escapada y El instante de peligro) pero, a cambio, profundiza en la protagonista y ofrece varios hilos simultáneos y un escenario (el Mar Menor durante la catástrofe ecológica de 2019) que también se ahoga. Además, sigue siendo una escenificación verosímil y llena de intriga de las obsesiones de su autor: la imagen, la memoria y cómo algunas experiencias alteran nuestra percepción del tiempo. Cargado de teoría, ha escrito una novela sobre la muerte que, finalmente, resulta ligera y luminosa. Tiene mérito: hay frases o escenas que se basan en las ideas de, por ejemplo, Roland Barthes o Susan Sontag sobre la fotografía pero, en 272 páginas, no se cita a ningún filósofo: nada rompe el ritmo o resulta ajeno a las peripecias de Dolores.
Nos citamos con él durante el primer día del breve invierno murciano.
En El instante de peligro la fotografía también era fundamental, pero había de por medio un proyecto expositivo y un campus universitario. Aquí rindes homenaje a un mundo casi extinto: el de los pequeños estudios, que presentas casi como un servicio público relacionado con la memoria y la comunidad. ¿Has tenido alguna experiencia con estos lugares?
No he tenido ninguna experiencia profesional, pero siempre me han interesado ese tipo de espacios que se quedan en ninguna parte. Vienen de la tradición de la fotografía y tienen que ver con el arte, pero se relacionan más con la función social de la imagen. Cuando se democratiza la fotografía y todo el mundo se hace fotógrafo parece que pierden su función y, sin embargo, resisten. Se están transformando y casi siguen como zombis. Son espacios que tienen un sentido testimonial, entre sitios y entre tiempos. Entrar a un estudio fotográfico es entrar al tiempo que arrastran. Dolores, además, es muy consciente de que su estudio está entre dos tiempos, porque para ella el tiempo se cierra y deja de avanzar cuando muere su marido. El espacio fotográfico, que ya había empezado a transformarse, se queda varado. Esa idea de espacio rezagado, que en la sociología ha desarrollado Ulf Hannerz, siempre me ha fascinado: sitios que caminan con el tiempo pero oponen resistencia.
Ya no guardamos álbumes, apenas revelamos o imprimimos fotografías, que han perdido su fisicidad, su tacto, el espacio que ocupan. Aquí son muy importantes, por ejemplo, la colección y su habitación. Cuando una imagen se convierte en datos, ¿estamos perdiendo una conexión con ella? De pronto se vuelven intercambiables, frente a la singularidad del papel.
Aunque sean planas, las fotografías son objetos que ocupan un espacio en un álbum o en una vitrina, con una tactilidad. Hay algo que se pierde ahora que la imagen se ha desmaterializado del todo. No soy tecnófobo, pero con lo que José Luis Brea llama la e-image, una imagen inmaterial, fantasmática y que se mueve, se pierde una relación íntima, la que se tiene con un cuerpo. En la novela hay mucha presencia de esa magia, ese anclaje que son los tiempos de demora en el proceso de revelado. Cuando haces una foto con un móvil hay una reconstrucción de datos: no hay ni luz, ni impresión, ni proceso químico. La imagen como dato es una reconstrucción del mundo, una transcripción a otro sistema; mientras que la imagen táctil es un reflejo que forma parte del mundo. Dolores está obsesionada con esos procesos: en ellos está la parte del mundo en que todavía vive.
Por cómo alumbra un mundo que desaparece, parece una novela nostálgica. Sin embargo, es optimista respecto a un sentimiento mucho más grave y paralizante: el duelo. Ahora que se debate tanto sobre ella, ¿es sano vivir con una cierta cuota de nostalgia?
Me gusta mucho lo que escribe Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia. Ella habla de dos tipos de nostalgia, empezando por la peligrosa, que paraliza y pretende reconstruir un pasado idílico. Nostalgia es dolor (algia) por el hogar perdido (nostos), y la que enfatiza ese hogar perdido es conservadora y está más en el pasado que en el presente. Hay otra nostalgia que pone el foco en el dolor y que consiste en la toma de conciencia constante de que el mundo del pasado no se puede reconstruir, así que solo podemos lidiar con ese dolor transformando el presente. Es la nostalgia benjaminiana: encuentra en el pasado la fuerza del cambio y camina hacia adelante, es productiva. Creo que la nostalgia tal y como se presenta en el libro no es paralizadora sino transformadora. Incluso el rescate que Dolores hace del daguerrotipo sirve para dar cuenta del presente y avanzar. Ella es consciente de que hay una parte de pérdida que tiene que llevarse consigo. Los que enfatizan el hogar, obsesionados con volver, paradójicamente acaban forcluyendo la pérdida.
Después de exponerte tanto en El dolor de los demás, ¿ha sido un alivio volver a la ficción, inventar nombres, poner a andar a los personajes sin que tengas que hacer ese camino tú mismo?
Ha sido un alivio y un desafío, porque los dos libros anteriores a El dolor de los demás no eran autoficción pero estaban llenos de experiencias propias y de personajes parecidos a mí. El dolor de los demás culmina eso, aunque ya ensayé sus posibles secuelas en los epílogos de los Diarios, para quitármelas de encima. Lo que más me costó fue volver a creer en la ficción, volver a leerla. Si la novela no es buena, no te la crees, y a mí me costó mucho meterme en personajes inexistentes o hacer que tuvieran cuerpo después de estar obsesionado con mi vida. Pero no sabe uno cómo, hay un momento en que de repente te ves habitando un mundo que no es el tuyo, en la cabeza de un personaje, poseído por la ficción… Al final ha sido una delicia escribirlo usando la ficción como herramienta para contar la realidad, como una palanca que permite contar experiencias íntimas o sociales.
¿Cuándo surge el interés por la fotografía mortuoria? ¿Conoces algún lugar en el que, como hace Clemente, se siga practicando?
La primera vez que vi una foto mortuoria fue en Los otros. Entonces empecé a coleccionar libros y textos sin saber muy bien para qué: un ensayo, un artículo o una novela. Cuando terminé El dolor de los demás, aunque quería escribir una novela de ciencia ficción, seguía con esto en la cabeza. Y en un viaje a Harleem (Holanda), encuentro una pintura de una niña muerta en un museo. La fotografía post mortem viene de la tradición del retrato mortuorio, desde los inicios de la pintura. Y fue como si el cuadro me hubiera indicado la novela que tenía que escribir. Así que compré un cuaderno y, a lo loco, esbocé una historia de unas cuarenta páginas. Me di cuenta de que aquella novela que había imaginado en el siglo XIX tenía que funcionar hoy, porque no sé escribir novela histórica. Quise imaginar que la tradición continuaba. Tras investigar, comprobé que es algo muy residual, y que lo único que queda como memoria de lo que fue la práctica de la fotografía post mortem es la fotografía perinatal: la pulsión de fotografiar fetos o recién nacidos muertos. También, durante la pandemia, se hicieron fotos a difuntos para que los familiares constataran que habían muerto, pero fue algo puntual. Ahora parece una costumbre macabra, pero eran actos de amor, tenían un sentido íntimo.
Toda la reflexión sobre la fotografía forma parte de una más amplia sobre el tiempo y la memoria. Es algo que recorre todas tus obras.
Escribo novelas en las que reverbera lo que estoy leyendo como académico. Las ideas de la materialidad, de la experiencia ralentizada, del tiempo lento, que es el que recupera Dolores con la práctica del daguerrotipo, me interesan mucho. Cómo el tiempo de la tecnología transforma nuestra experiencia es algo que aparece en la novela y que es una tendencia en el arte contemporáneo. El rescate de medios antiguos y obsoletos es traer el modo de ver del pasado al presente, o viceversa, es como tirar del presente hacia atrás. Si ves un daguerrotipo del presente, parece que el presente lo has enviado hacia atrás y tú te sitúas en un futuro. Ver tu presente como una ruina te coloca en un tiempo trastornado. Hay muchísimos artistas que trabajan con eso. Sin embargo, lo que hace Dolores no es arte. Ella documenta el tiempo, o lo que ve, pero no pretende hacer arte. Trabaja con imágenes dándoles una función, y eso me fascina. Que las imágenes sirvan para transformar el presente, hagan una función social, algo más que estar en los museos.
De fondo aparecen las inundaciones en los municipios ribereños y la catástrofe ecológica del Mar Menor. ¿Pueden dar lugar estos procesos a un duelo colectivo o a un duelo ecológico?
Uno de los peligros era que se leyera como una novela social o de denuncia sobre la catástrofe, cuando eso es un fondo. Siempre me ha gustado imaginar cómo se quedan en invierno esos pueblos que se llenan en verano pero tienen algo de población todo el año. Hay una superposición. La estaba imaginando en un pueblo de la costa del Mar Menor y, justo cuando estaba escribiendo, sucedieron las inundaciones. Aunque yo lo viví con cierta distancia, creo que es algo que forma parte de nuestra memoria en Murcia. Eso se impuso a la ficción, no podía escribir sobre algo allí sin que apareciera. Y cuando se publicaron las fotos del episodio de anoxia, en octubre de 2019, me parecieron obscenas y a la vez casi fotografía de duelo o de difuntos. También se mencionan los últimos días de Louis Daguerre, que intuía, intoxicado por el mercurio, que el mundo estaba acabando. Y hay algo de eso en la percepción de Dolores; inundación tras inundación, se convierte en una especie de fotógrafa o daguerrotipista del fin del mundo.
Supongo que el título que estuviste barajando hasta el final fue La imagen última. ¿Cuándo y por qué te decidiste por Anoxia?
Creo que Muñoz Molina dijo que el título puede ser un horizonte hacia el que caminar o lo que termina pegando todo. En este caso, es lo que ha acabado de darle sentido. El primer título posible era Una superficie quieta, una frase tomada de La cámara lúcida de Roland Barthes, pero me parecía demasiado fotográfica. También barajaba El final de casi todo o La imagen última, que quedó como título del primer capítulo. Pero a todos les faltaba algo, hasta que di con el término «anoxia», tan conocido en Murcia, por desgracia. Funciona para nombrar lo que ocurre en el entorno, pero también como metáfora de lo que le sucede a Dolores desde el principio: la falta de aire. Cuando alguien se va, queda un tabique que debes derribar para poder reconstruirte.
Además de los temas que desarrollas y la evolución de Dolores, hay un misterio respecto a Clemente. ¿Se te ocurrió desde el principio? Parece que tira de la estructura y del lector.
Me interesa la novela de ideas, pero también me gusta que se mueva. Quiero darle al lector algo más que reflexión pura, una cierta intriga. En todas mis novelas hay un enigma que debe investigarse. Aquí el enigma llega en la segunda parte, pero ya en la primera aparece una foto extraña con un secreto que desvelar. Como escritor esto te obliga a generar una tensión y a plantearte que tu libro también tiene que disfrutarse. Es el mecanismo que expone Patricia Highsmith en Cómo escribir una novela de suspense. Debes idear un enigma que intrigue al lector y que también a ti, como escritor, te anime a seguir. Yo investigo a la vez que el personaje y lo disfruto.
La pregunta inevitable: ¿escritor de mapa o de brújula?
De mapa móvil. Pero, aunque lo inicie todo con una idea, después esa idea se desplaza. En el fondo, creo que el escritor de brújula siempre sabe bastante más, tiene algo además de una frase o un tono; y el escritor de mapa sabe que no puede estar rellenando casillas. Yo tiendo al mapa y uso tarjetas con escenas, pero muchas veces no sé cómo llegar a ellas. La experiencia de escribir es la de descubrir caminos y hay lugares a los que solo llegas una vez estás escribiendo. Mis mapas tienen que ser raquíticos para que no me resulten disuasorios. Eso sí, cuando he terminado, siempre paso el borrador a un escritor y a varios lectores, para que uno me haga comentarios más técnicos y los otros más subjetivos. Esta novela ha pasado por muchas manos que la han hecho crecer, y un lector no te habla de una elipsis concreta, pero su visión sí que ayuda a equilibrar los personajes, por ejemplo.
Tu especialidad académica es el arte contemporáneo. ¿Qué diferencias encuentras entre ese campo y el de la literatura?
Son maneras de pensar el mundo, procesos comunicativos. Yo entiendo las dos como comunicación: piensas el mundo de un modo determinado y lo expones en un libro o en un museo. El alcance es lo radicalmente diferente, y ahí está uno de los grandes debes del arte. El alcance de la literatura desborda el ámbito de su propia crítica, mientras que el arte contemporáneo queda en el círculo de los iniciados. Tal vez porque el arte tiene un lugar mientras que la literatura es deslocalizada: te llevas un libro a casa, pero no puedes llevarte una obra. Así que el arte está anclado a un lugar y tiene un modo de economía diferente: la economía de pertenencia. Esa diferencia hace que la literatura resulte más transformadora que el arte que está en los museos. La literatura tiene un potencial mayor por su lógica económica; ambas prácticas tienen que ver con la pulsión de contar historias, pero por un lado está la tradición de compartirlas y, por otro, la propiedad. Al final, y ahora con los NFT hemos vuelto a comprobarlo, pesa mucho que el arte siga funcionando mediante la pertenencia.
Das clase en la universidad y en talleres literarios, participas en seminarios, charlas y encuentros, en ocasiones se te avista de madrugada… y encima escribes. ¿Cómo lo consigues?
Algo que explico en los talleres literarios es que escribir es robar tiempo. Uno no puede imaginar que va a encontrarse con el tiempo preciso durante una excedencia o unas vacaciones, porque el tiempo ideal nunca llega. Hay que sacarlo de donde se pueda y es muy importante la constancia. Esta novela la escribí en dos años a base de levantarme a las seis de la mañana, dos horas al día, antes de irme a trabajar. Para mí era importante irme a la universidad, a mi trabajo más burocrático o a dar clase ya escrito y satisfecho. Al revés, los problemas del día te van quitando las fuerzas. Lo imposible es escribir una novela a empujones. Se puede corregir, o acabar de darle forma durante un verano pero, en general, la novela se piensa en un tiempo lento y dilatado. A arreones nunca funciona y, si tienes la actitud, sacas tiempo de donde sea.
Tus alumnos te adoran. Todo el mundo habla maravillas de ti, respecto a lo académico y respecto a lo humano. Te invitan a todas las fiestas. Cuarta novela en Anagrama. Acho, puedes estar contento y orgulloso. ¿Estás contento?
No puedo estar más contento. Más feliz que un pijo. Para mí publicar en Anagrama es como un sueño, todavía tengo algo de fan. Yo admiro a muchos escritores con los que me relaciono o a los que presento. No va de suyo que yo publique en Anagrama, es un privilegio absoluto, igual que no va de suyo que un payo de Murcia vaya a tantas fiestas literarias. Lo estoy viviendo como un crío grande.
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