Suele suceder al revés: casi todos conocemos a alguien que piensa que su vida y sus peripecias —o las de sus allegados— merecerían ser contadas, a alguien convencido de haber protagonizado suficientes episodios insólitos como para llenar varias novelas. Es una confusión habitual e inofensiva que revela cierta megalomanía o, para biografías verdaderamente espectaculares, el desconocimiento de los mecanismos —por completo independientes de esa presunta espectacularidad de los hechos— que articulan cualquier buen relato.
Así que casos como este, el de un escritor con oficio que aplaza durante años la escritura de una buena historia que, además, le toca muy de cerca, suponen una excepción (parecida a la que constituyó El dolor de los demás de Miguel Ángel Hernández). Resulta fácil imaginar a cualquier amigo conocedor de sus circunstancias —si lo hubo— animando a Franco Félix a escribir, por fin, sobre su madre, o preguntándole tras la publicación de Lengua dormida (Sexto Piso, 2023) por qué no lo hizo antes. También es fácil imaginar las dudas del escritor mexicano, los enormes problemas de enfoque a los que se enfrentó: cómo se puede examinar lo más íntimo, lo que siempre hemos tenido al alcance de la mano, un misterio casi invisible que durante años ha convivido con nuestra familia.
Lengua dormida es una novela breve que contiene varios desiertos. El más evidente: el vacío que deja en alguien todavía joven la muerte de su madre. Otro, también explícito, es el ardiente desierto de Sonora, estado mexicano en cuya capital (Hermosillo) creció y viven el autor y narrador (que, con toda la inexactitud que permite la autoficción, coinciden). Aparecen muchos otros paisajes desolados (qué otra cosa fue la vida de Ana María, tema de este libro, durante muchas de sus etapas) pero, gracias al humor, los lectores no llegamos a extraviarnos o abrasarnos en ellos. La muerte llega tras hacer malabarismos con un burrito.
Franco Félix nunca oculta los tornillos y remaches con los que va haciendo crecer su libro, o la falta de homogeneidad de los materiales con los que trabaja. Casi escuchamos los martillazos (a veces contra sí mismo) mediante los que trata de dar forma a tanta información sensible. El resultado es irregular y asimétrico y la novela va cuajando como funciona la memoria (a ráfagas) y a la vez que el propio autor va descubriendo, explicándose y sufriendo.
Ana María tuvo otra vida —otros hijos— en Ciudad de México, una vida que transcurrió años antes de que fundara la familia de la que el autor formó parte. Si en La encomienda de Margarita García Robayo aparece una misteriosa caja negra que guarda el fantasma de la madre de la protagonista, aquí la caja misteriosa contendría unos años a los que solo se puede acceder a través de las sombras que arrojaron, como pistas muy endebles y pesadillas, sobre los siguientes, ya bajo la mirada (al principio, infantil) del autor.
Lengua dormida no es una novela de detectives. El lector, como el autor, se acerca al enigma de manera indirecta, a través de decenas de anécdotas protagonizadas por Ana María en distintos momentos de su vida. Así, los saltos en el tiempo son constantes, aunque se entrelazan tres planos principales: un presente en el que Ana María acaba de morir y el narrador se enfrenta a la tristeza, pero también a todos los inconvenientes prácticos que una muerte genera y que describe con precisión: traslado del cuerpo, recogida de sus enseres, una casa que se deteriora y cede; un diario de la enfermedad de la madre, lleno de idas y venidas al hospital y, finalmente, como parte más sustancial del libro, unos capítulos dedicados a la memoria familiar, a distintos episodios de infancia (en los que es posible atisbar —o no— que algo no encaja).
Es recordando su niñez o la relación con sus padres cuando más brilla Franco Félix. En estos tramos despliega, salvando las distancias (9.700 kilómetros de Hermosillo a Turín), algo que recuerda a los pasajes más felices de Léxico familiar. La relación del autor con sus padres, con «las clepsidras» (unas vecinas combativas y maternales) y con las películas de terror de los ochenta contrastan con el horror de la enfermedad y la muerte.
Se ha escrito que Lengua dormida tiene algo de Rulfo (ante esto, un colega del autor comenta en su muro de Facebook: «ya eres canon»), y es que su comienzo puede despistar. Pero el lenguaje que enseguida usa Félix para comunicarse con la muerta es el de la memoria, y la novela apenas abandona el realismo. Cabría, entonces, mencionar además de al maestro, a otras referencias más recientes de la literatura mexicana, como Brenda Navarro (quien, desde la misma editorial, Sexto Piso, tampoco se aparta del realismo), o a Cristina Rivera Garza, experta en desentrañar los mitos que inundan el territorio de su país.
Lengua dormida está protagonizada por una madre que podría aparecer en Las abandonadoras, el reciente ensayo de Begoña Gómez Urzaiz sobre mujeres que se apartaron de sus hijos. Pero, en suma, es un libro que desborda ese suceso. Franco Félix disponía, desde que nació, de una gran historia que contar y la ha convertido en excusa para armar un libro sobre el amor de y hacia su madre.
LENGUA DORMIDA Franco Félix SEXTO PISO (Madrid, 2023) 252 páginas 19,90 € |