Horas críticas

Turín, capital del miedo

A propósito de Los veinte días de Turín

Nunca he pasado tanto miedo como en Turín. Más que miedo era angustia. Una tensión permanente, el afán de huida, la sensación de que la muerte estaba muy cerca y venía a por mí. Pasear era lo único que tenía cierto efecto sedante. Andaba y andaba, histérico perdido. Pero eso también acabó convirtiéndose en una trampa porque luego no había forma de parar.

Pocos días después, dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas —el apocalipsis en versión 2001—. Aunque eso no tuvo nada que ver con lo mío: no es que yo de pronto hubiera desarrollado algún tipo de poder que me permitiera intuir el futuro. Para entonces, además, ya había conseguido huir a Venecia, y eso templó bastante mis nervios.

La culpa fue de Turín. Como un síndrome de Stendhal pero en versión desquiciada. El síndrome de Nietzsche, podríamos llamarlo, ya que fue allí, en la piazza Carignano, donde el filósofo perdió definitivamente la cabeza. Salió de su casa el 3 de enero de 1889, caminó unos metros y se encontró la famosa escena: un cochero golpeaba furioso a su caballo que no quería andar, ante lo que el Anticristo —como le gustaba llamarse a sí mismo—, la gran bestia que aspiraba a partir en dos la historia de la humanidad —y en cierto sentido lo consiguió—, se echó a llorar, corrió a abrazar al animal, y dijo esa frase aterradora que suponía el reconocimiento de su más absoluto fracaso: «Mamá, soy tonto».

Hay mil leyendas sobre Turín, muchas de ellas relacionadas con el diablo y el satanismo. Y hay también todas esas historias trágicas sobre el destino de algunos de sus escritores más destacados: el suicidio de Pavese en la habitación 346 del hotel Roma —«Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más»—; el harakiri de Salgari y la nota que dejó a sus editores pidiéndoles que, al menos, pagaran el entierro —«Os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria»—; o el salto por el hueco de la escalera de Primo Levi, esta vez sin carta de despedida y cuarenta y dos años después de su salida de Auschwitz.

Quien quiera saber más puede recurrir a La inmensa soledad (Errata Naturae),de Frédéric Pajak, un libro ilustrado o un «ensayo gráfico», como lo llama la editorial, una auténtica maravilla que sigue los pasos por la ciudad, sobre todo, de Nietzsche y Pavese, aunque con alguna breve aparición de los otros autores.

De quien no habla Pajak es de Giorgio de Maria (1924-2009), tan vinculado a Turín como el resto; también interesante, a pesar de ser mucho menos conocido; y puede que un poco más desgraciado —¿aunque cómo podríamos medir eso?—. Su vida estuvo llena de tragedias y bandazos. Pasó de pianista a escritor, después de sufrir una extraña lesión en la mano, cuyas causas nunca llegaron a conocerse, según Ramon Glazov, su traductor al inglés y nuestra fuente en todo lo que tiene que ver con la peripecia vital de De Maria.

Más compleja aún fue su evolución espiritual. La primera mitad de su existencia estuvo marcada por el comunismo, las canciones sacrílegas que le gustaba componer para cantar con sus amigos y la relación con algunos miembros de la comunidad satánica, como el pintor Lorenzo Alessandri, apodado el Papa Negro. Hasta que en la década de los ochenta De Maria recuperó la fe —o quizá la descubrió— y se convirtió al catolicismo en su versión más tradi y, en su caso, también chifladísima. No es ya que viera ángeles por las calles de Turín, es que él mismo llegó a creerse uno, y no en sentido figurado: salió al balcón de su casa, y a pesar de todos los intentos de su familia, la policía y los bomberos para evitar que lo hiciera, se lanzó al vacío con la idea de volar directo hacia el cielo. La caída desde un cuarto piso se saldó solo con una torcedura de tobillo. Dios, en efecto, le amaba.

Pero antes de eso, y de un horrible final marcado por el alcohol, la locura y el aislamiento, De Maria nos dejó Los veinte días de Turín, su novela más conocida, que acaba de publicar Hermida Editores en España, traducida por Óscar Mariscal.

En ella, un anónimo investigador pretende desentrañar el misterio de lo que ocurrió en Turín diez años antes, cuando una epidemia de insomnio azotó la ciudad y llenó sus calles de multitudes que vagaban sin rumbo ni demasiada conciencia, casi zombis, incapaces de dormir pero tampoco despiertos del todo, mientras a su alrededor se sucedían los más espantosos crímenes. Se habló en su momento de alguna nueva forma de terrorismo, también de una psicosis colectiva, pero una década después nadie quiere recordar aquello…

En 1977, cuando se publicó el libro, se leyó como una alegoría política de los años de plomo que entonces vivía Italia, los atentados fascistas y de extrema izquierda, las fuerzas oscuras que amenazaban el orden social… Pero no, esto es otra cosa. De la misma forma que no podemos reducir El proceso de Kafka, por poner un ejemplo, a una mera crítica a la burocracia del Estado moderno.

Los veinte días de Turín apela a estratos mucho más profundos de la realidad y de nuestra conciencia, maneja otros símbolos y arquetipos: criaturas que de forma inevitable remiten a Lovecraft, guiños a la escatología más primaria —esto es, a la mierda—, temores que se remontan al origen de los tiempos y que nunca jamás podremos superar —ahí están la piedra y la sangre, lo muerto y lo vivo—, monstruos que sin darnos cuenta podrían arrebatarnos el alma, enemigos que están junto a nosotros y que ni siquiera podemos ver…

Como tampoco podemos nombrar ni describir muchas de estas cosas. Carecemos de las palabras necesarias, y es ahí donde De Maria muestra su enorme capacidad para crear imágenes perturbadoras y sugerir con ellas, incomodarnos e inquietarnos, establecer mediante unos pocos trazos e infinidad de elipsis un relato que conecta con nuestras pesadillas y las alimenta.

Y si a finales de los setenta la lectura más obvia de Los veinte días de Turín era la que hablaba de la turbulenta situación política de entonces, la paradoja es que ahora resulta muy difícil acabar la novela sin pensar en las redes sociales. Una de las piezas fundamentales de la historia, y la que quizá ponga toda la trama en marcha, es la llamada biblioteca. Una institución donde los turineses acuden para dejar sus diarios y manuscritos más íntimos —dejar los suyos y llevarse los de otras personas—, textos en los que recogen sus deseos y miedos, sus frustraciones, sus odios más salvajes. La excusa, ya se sabe, es sentirse comprendidos y calmar la soledad. El resultado, sin embargo, podría ser muy distinto, porque como bien explica uno de los personajes de De Maria:

Se pasó a un subsuelo fangoso, a una fosa séptica donde cada cual podía verter cuanto se le antojara, toda la porquería que acumulaba en su interior. ¿Alguna vez ha visto crecer algo sano o hermoso en una cloaca?

Es discutible, claro. Yo además no pensé tanto en las redes sociales como en esos libros que ahora nos empeñamos en escribir todos: autoficción, literatura del yo, novela autobiográfica… La cantidad de demonios que estamos dejando sueltos ahí fuera o la forma tan estúpida en la que secamos nuestras almas. Pobre De Maria, sentí un escalofrío al leerle. Lo que no tengo claro es si lo sentí por él o por mí.

 

Un comentario

  1. ¡Me encanta lo que escribe Juan Vilá!

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