Imagínese a David Foster Wallace escribiendo una segunda novela total casi tres décadas después de haber publicado La broma infinita, esta vez articulándola, por supuesto, en torno a las neoderivas del capitalismo. Luego imagínese a David Lynch trasladando la obra a la gran pantalla y urdiendo inquietantes retazos cinematográficos, donde los quejidos nocturnos de un planeta agónico adquieren la cualidad onírica de las peores pesadillas. Imagínese, por último, una historia que pone contra las cuerdas la archiconocida cita de Tolstoi, porque narra los avatares de una familia infeliz que es, como en un cuento de Borges, un compendio de todas o casi todas las familias, con sus neurosis y sus disfuncionalidades, con sus chavales extraviados y sus ancianos a umbrales de la muerte. Imagínese que todo lo anterior carece de importancia, porque ni las penurias familiares ni los infortunios del medioambiente pueden opacar lo realmente perentorio y primordial: el crecimiento de la economía, la competitividad, la maximización a ultranza del beneficio. ¿Le cuesta imaginárselo?
Si es así, si le resulta imposible articular —siquiera a modo de hipótesis— esta prolijidad de variables, debe ser porque usted aún no ha leído Los que escuchan, la última novela del murciano Diego Sánchez Aguilar, por cuyas páginas pululan una retahíla de miserables traumas infantiles, y una mujer acosada por el insomnio, y una hermana antisistema que padece un trastorno agudo de ecoansiedad, y un profeta enajenado y sabio, y una niña ciega que hace las veces de trasunto de Greta Thunberg, y automóviles que conducen sin remedio a un destino que ha sido calculado por un navegador vía satélite, y ciudades que tienen forma de estanterías de bibliotecas y se pierden en líneas de fuga trazadas por artistas de la perspectiva y la profundidad y la geometría, y ojos abiertos hasta el límite de sus posibilidades anatómicas, y un murmullo lynchiano brotando de las entradas de la Tierra, y una tanda de políticos hipócritas a quienes, como a todo político, solo les preocupa la reelección, el voto útil, el poder, ay, pese a que finjan regirse por una miríada de buenas intenciones, empezando por el empeño en atajar nuestro desdén ante lo ineludible (y horripilante) del cambio climático. Todo esto y mucho más figura, como digo, en las páginas de Los que escuchan.
El problema de las novelas totales es que resultan totalmente irreseñables. Uno se ve abocado a rendirse ante la exuberancia argumental y reconocer que la única forma de apreciar esa riqueza es, precisamente, zambulléndose entre sus páginas. Yo podría, dado que iniciamos estas líneas con un burdo recurso a la fantasía, pedirle que imagine ahora una Cumbre del Futuro sin futuro, celebrada precisamente en la ciudad en la que vive esa mujer asediada por el estrés laboral, y su madre moribunda, y su hermana antisistema, y su hijo extraviado. Podría pedirle que conciba un guion en el que las diversas historias se entrelazan con precisión orfebrística, obsequiándonos así una imagen cuasi completa de la extraña realidad que nos rodea, esa que habitamos, usted y los suyos, claro, pero también yo, y los míos, y los otros. Podría pedirle todo esto, digo, pero me quedaría en el mero umbral de las inefabilidades que buscan dejar de serlo, sin haber esbozado siquiera ese punto ciego con que Sánchez Aguilar entreteje su obra, colocándose no solo del lado de quienes escuchan, sino también de quienes ven.
Y de quienes huelen.
Y de quienes catan y tocan, sí, porque en esta novela, recién editada por Candaya, incluso el hiperrealismo más desmesurado cobra dimensiones poéticas. Pareciera que, no contento con escribir una novela total, Sánchez Aguilar albergase el empeño de regalarnos, además, experiencias totales, acercando su mirada clínica a imágenes de una extraña hermosura, como unos tubos fluorescentes que parpadean y emiten zumbidos insoportables, o un viento helado que levanta servilletas de papel y bolsas de plástico que quedan atrapadas en la valla metálica del instituto y se agitan como peces en una red dando desesperados coletazos por salir de la trampa, o sabores metálicos y olores a goma, dulces y pegajosos y alquitranados.
Todo es poco. Todo es nada. Los libros que nos cautivan son a veces indescriptibles. A estas alturas tan solo me queda pedirle un último favor: imagínese usted dando un paseo hasta su librería predilecta y llevándose a casa una copia de Los que escuchan. Luego imagínese leyéndola y disfrutándola y comprendiendo que no exagero. Yo, por mi parte, le imaginaré —con su permiso— dándome las gracias.
No hay de qué.