Horas críticas

«Laberintos», de Jeff Lemire: la memoria dibujada (y desdibujada)

«Yo tenía un jersey viejo y ella se lo ponía siempre que podía. Su madre no lo soportaba. Olía a naftalina y, sinceramente, ya ni me acuerdo de dónde lo había sacado. / […] Pero ahora, cuando pienso en ella, siempre lo lleva puesto. / […] ¿Por qué coño recuerdo hasta el último hilo de ese jersey viejo y ya no recuerdo claramente su cara?». Desde su primera viñeta, Laberintos (Planeta Cómic, 2024) emplea unos hilos de color rojo, el color de aquel jersey, como motivo gráfico recurrente: el hilo de la memoria, la delgada línea roja —que diría Terrence Malick— separando la cordura de la locura, la línea existencial que discurre como en un monitor de constantes vitales y que en este caso es indicio del rastro de una muerte, la de su hija, que ha dejado asolado y sin respuestas al padre, Will, inspector municipal de obras. Y sin palabras, apenas, como muchas de las escenas de este cómic. Lo único que está en un color vivo al inicio del relato es ese rojo sangre, rojo corazón. A veces la propia figura de Will, vaciada de contenido —y sentido— es recorrida por esos trazos bermejos, finos y ovillados que brotan de una madeja infinita: su propia obsesión. Solo el recuerdo, el pasado, ampliará los tonos de la cuatricomía desvaída que domina este tomo.

Se trata de la recopilación de los cincos números de una obra maestra —digámoslo ya— a la que Jeff Lemire (Essex County, Ontario, 1976), aparcando sus trabajos para Marvel y DC, se lanzó sin un mapa muy definido; apenas con un escueto argumento que, no obstante, le susurraba fascinantes imágenes como las que plasmaría en estas 264 páginas, tan emocionantes y liberadoras para el lector como, según él, fue el proceso creativo. Por cierto que, al final de la magnífica edición española, se incluyen una serie de bocetos junto con unas interesantes notas del autor, que aportan claves sobre su concepción formal y su arquitectura narrativa, junto con un grupo de cubiertas alternativas a cargo de otros autores que reinterpretan el rico universo concebido por el autor canadiense, mostrando las múltiples caras y capas de esta historia, su capacidad de dar rienda suelta a la pura abstracción de ciertos elementos que componen su particular poética.

A cualquiera que conozca la obra previa del dibujante y guionista de la serie Black Hammer, ganador de sendos Premios Eisner en 2017 y 2019, no le sorprenderá el despliegue de recursos del que somos testigos en este cómic originalmente publicado por Dark Horse Books que ahora nos llega con traducción de Diego de los Santos, pero sin duda representa un paso decisivo en su consolidación como voz irrepetible en esta disciplina. Lo demuestra su dominio del lenguaje en Laberintos, que evoca gráficamente la —a priori— invisible elocuencia de la memoria: los recuerdos se desdibujan de forma literal. Su estilo abocetado y anguloso, la expresividad que logra a través de las sombras contrastadas y los fondos acuarelados, el uso puntual de planos muy abiertos que ubican y a la vez aíslan a sus personajes en el entorno, inciden en la soledad y la alienación del protagonista, su desconexión de los escenarios cotidianos, que le resultan casi irreales: «No soy nada. / Solo rutina. / Tengo demasiado miedo para ser otra cosa», se dice.

Los rasgos del propio Will, ya en la cubierta, son los de alguien deformado por el duelo, consumido, irreconocible: un espectro de mirada perdida, un rostro que es como una cicatriz. Su cara es en sí misma un laberinto, un enigma; algo a resolver, como su identidad, porque ¿quién es él, más allá de un expadre? Horrible título de parentesco, por cierto. Por eso afronta el mensaje que recibe de su hija muerta como un acertijo, o como una prueba —de fe—. Su fijación empieza entonces a ocuparlo todo, a expandirse por la doble página del libro, como una retícula en la que queda trágicamente atrapado. En ese punto comenzarán las visiones, magistralmente recreadas por Lemire, quien dice haberse inspirado en los diseños recursivos del artista visual Greg Ruth y el uso del color de su compatriota ilustrador Michael Cho. «Es muy fácil perderse ahí dentro», le suelta un vagabundo que se parece a Will más de lo que querríamos, justo antes de que este último se sitúe ante el abismo.

La primera vez en que Lemire dibuja el laberinto de uno de esos pasatiempos que hacía la hija de Will —cuadrado, pero de irregulares líneas— parece estar recreando la morfología de un cerebro humano. También podría ser otra corteza que no la cerebral: la de un árbol y sus líneas del tiempo, otra metáfora de la memoria, de sus estragos. La propia ciudad (inspirada en las calles de Toronto), a la que Will se dedica y a cuyo mapa se entrega, es un laberinto en el que muchos se han extraviado mientras trataban de encontrar la salida; buscando, acaso, respuestas a su soledad y a su dolor en medio de una asfixiante rutina de tráfico y transeúntes. Un paisaje urbano que cambia, aparentemente, a golpe de construcción, pero que oculta, según descubre nuestro protagonista, ese abismo inabarcable como si fuera un decorado de cartón piedra. Las viñetas se convierten en un itinerario, como casillas de un juego de mesa por el interior de Will, y el sentido de la lectura deambula, ateniéndose a una lógica distinta. En esa subversión Lemire ha reconocido la influencia de las novelas de Haruki Murakami y sus elementos sobrenaturales, no adscritos al género fantástico pero de gran impacto y presencia en sus historias.

Esa sensación de irrealidad y de fugas del mundo lógico, también propia de una película de Charlie Kaufman, o de la maravillosa serie Undone de Raphael Bob-Waksberg y Kate Purdy, se cimentan, antes que en la ansiedad, en el hastío y la muerte en vida de Will que representan las secuencias repetitivas desde los primeros compases del cómic. Aunque también pronto se nos avisa («Está pasando algo. Y eso me da miedo») del quebramiento de lo racional: el contorno de esa viñeta, y de otras a continuación, se rompe casi inadvertidamente, hay un pequeño escape de la hoja por arriba, el dibujo rebosa los márgenes —de lo que tiene explicación— como uno de esos caminos laberínticos que pueden no conducir a ningún sitio, colocarnos ante un callejón sin salida. Y todo lo que necesita este hombre desesperado y desesperanzado es una salida, o quizá antes de eso, una motivación para buscarla, un propósito.

Con la irrupción en el relato de Lisa, su vecina, una nueva vía parece abrirse en la página. De hecho, es ella quien alude al mito del laberinto del Minotauro. Ella, además, trabaja en conservación del patrimonio arquitectónico, es decir: memoria (el hilo de Ariadna). Y, por eso mismo, sabe que, pese a todo lo que pueda parecerle a Will, «las paredes no duran eternamente». Tampoco el duelo, aunque el que fuera padre de Wendy se resista a eso que denominamos pasar página; como si cada página pasada, en cualquier libro significativo, se olvidase fácilmente, como si no cambiara nuestro modo de ver las cosas. Quizá por eso, el protagonista labrará su recuerdo en piel. Ya lo sabemos por Nadal Suau: el tatuaje es memoria; física, tangible, real. La declaración de Will es de amor hacia su hija muerta y de intenciones: «Quiero recordarlo todo». Una voluntad que le hace atravesar muros, pues parafraseándolo, cuando nada es real, todo es posible.

Resulta tentador despachar Laberintos como una historia onírica, pero como leemos en la obra de Lemire, los sueños no son más que «recuerdos disfrazados», mientras que lo que sugiere esta conmovedora narración y su asombrosa plasmación plástica es una versión diferente de la realidad. En un momento dado, percibimos un viraje hacia el terreno del terror psicológico. Al fin y al cabo, ya lo habíamos dicho, hay algo aquí de historia de fantasmas contemporánea, de gente sin rostro. De descenso a la penumbra absoluta del inframundo urbano. De los flashes de una memoria subterránea, enterrada, y de los monstruos que acechan en esa noche oscura del alma, si pensamos en la desolación descrita por Juan de la Cruz. Tirando de ese hilo patrio, los dibujos de Lemire en este segmento enfebrecido podrían remitir a Goya, a sus pinturas mitológicas y negras y violentas. Un viaje a la insania, a los recovecos sombríos de la propia psique.

Más que onírico, Laberintos es un relato poético que habla (o al menos nos habla a quienes desde esta condición lo leemos) de la paternidad como un estado que no se pierde; siempre y cuando no se pierda la cabeza, ni el corazón. Por miedo que dé pensarlo, somos padres aun cuando sobrevivimos a nuestros hijos. Esa experiencia nos transforma para siempre y nos hace ser quienes somos, si es que algún día nos atrevemos a saberlo, a descubrirlo, a internarnos en nuestros propios laberintos, armados de valor y, más nos vale, de amor.

 


LABERINTOS
Jeff Lemire
Traducción de Diego de los Santos
Ilustraciones de Andrea Sorrentino, Dustin Nguyen, Dean Ormston, Matt Kindt y Gabriel Hernández Walta
PLANETA CÓMIC
(Barcelona, 2024)
264 páginas
30 €

Un comentario

  1. Pedro gonzález

    Si es tan solo la mitad de lo que nos cuenta, este puede ser el cómic de año. Gracias por esta reseña

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