Entrevistas

Eloy Tizón entre el estornudo y el infinito: perplejidades de un maestro


Eloy Tizón, autor de «Plegaria para pirómanos» (2023). / Foto: Fundación Telefónica — Ricardo Domingo

Es una de las teorías más osadas de los ya de por sí osados filósofos franceses: el lenguaje no solo recogería las asperezas y la aridez de la vida, sino que también podría estar produciéndolas. En sus conferencias y seminarios, aquellos semiólogos afirmaron que la lengua es un instrumento de dominación y que, por tanto, cualquier texto que logre escapar o alejarse de las convenciones del idioma será un texto contra el poder. Así, también los cuentos de Eloy Tizón, llenos de palabras que realizan acrobacias insólitas, serían actos transgresores. Eso sí: en ellos no se denuncia ni se propone, sino que la protesta va mucho más allá y la lucha es más amplia. Armado con su estilo, Eloy Tizón combate —y con frecuencia vence— contra la crueldad de lo cotidiano y contra el pasmo de los días que pasan.

Además, Eloy Tizón no debe tanto a los teóricos como a los magos. Exóticos maestros como Felisberto Hernández, José Lezama Lima o Alejo Carpentier, anfitriones de los más espléndidos banquetes literarios, marcaron su experiencia como lector (recogida en Herido leve). Así que para reunir todas las piezas que forman el estilo de Tizón habría que bucear en los mares tropicales. Ese buceador daría, primero, con enumeraciones inesperadas (sicomoros, oropéndolas y mercromina, pongamos por caso), temblaría de emoción y no de frío, y, finalmente, a más profundidad detectaría algunas corrientes inquietantes: brumas metafísicas.

Tizón se ocupa de la perplejidad cotidiana porque, como nos dirá, considera que la literatura debe señalar y asediar un misterio. En el centro de la literatura (en el centro del arte) hay un abismo (muerte, amor y música, resumiría Steiner) y los autores lo examinan, tratan de vadearlo, saltan y se estrellan. Afortunadamente, como Super Mario, la literatura y los autores valientes siempre reaparecen a la izquierda de la página (o de la pantalla), dispuestos a saltar de nuevo.

Hablamos con Eloy Tizón después de muchas otras entrevistas promocionales. El autor del influyente Velocidad de los jardines es un mito, pero también un hombre bienhumorado y amable que, parafraseando a sus personajes, tiene poca disciplina para la pose, la soberbia o el malditismo. Él mismo quita peso a sus obligaciones: «Cada conversación tiene su ritmo y su materia, y siempre son distintas». En esta trataremos de ir de lo particular (Plegaria para pirómanos, el libro con nueve cuentos recién publicado por Páginas de Espuma) a lo general (sus ideas sobre la literatura y el oficio de escritor).

En tus cuentos no hay ideas, sino objetos (que terminan siendo conceptos, sensaciones o atmósferas). Me interesa mucho esa dimensión material de tu escritura. ¿Tiene que ver con que un relato debe levantar enseguida un mundo?

El objeto es un gran generador de energía narrativa. En las historias donde hay objetos siempre circula bien la narratividad. La literatura construye la emoción a través de objetos que se cargan de connotaciones positivas o negativas y que despiertan imágenes en la mente del lector gracias a su materialidad o solidez. Para mí es una necesidad trabajar apoyándome en cosas, en elementos tangibles, en sustantivos que se puedan tocar, que se puedan oler, que dañan. Es algo que contribuye a que sienta que el texto es sólido, que tiene suelo firme y no está basado únicamente en conceptos abstractos.

Es algo que se nota especialmente en “El fango que suspira”, cuando se narra cómo se vacía la casa de alguien que acaba de morir: los objetos de la difunta, sin ella, se vuelven inverosímiles.

El momento de vaciar una casa es un momento delicado y, en este caso, los objetos funcionan un poco a la inversa: desalojando una casa, eliminando objetos, el lugar se va cargando de un vacío que no es neutro, sino que está preñado de otras cosas; se llena de un vacío cargado de lenguaje.

En cuanto al primer relato, dedicado a un escritor de ciencia ficción o de nicho, ¿quiénes son los Xavier Serios que te han inspirado? ¿A qué autores recónditos eres aficionado?

Hay muchos Xavier Serio en mi biografía como lector, aunque no tienen que ser necesariamente recónditos. A mí me han abierto camino, me han enseñado a mirar o a vivir el hecho literario escritores que son reconocidos como John Cheever, a quien menciono a menudo, o como Clarice Lispector y Djuna Barnes. Aunque es verdad que el halo de desconocimiento añade un punto a la obra. Aparece una mayor fascinación porque ya no solo nos fascina la obra, sino también la propia figura del escritor o de la escritora que desprende ese halo.

Pero ese cuento sugiere que una biblioteca demasiado bien armada y basada en el canon es, en el fondo, una biblioteca de mal lector.

No sé si de mal lector, pero sería la biblioteca de un lector obediente, y la literatura invita a la desobediencia y a la infracción de las normas. A mí me gusta que haya determinadas baldas en nuestras estanterías con placeres culpables. Esas maravillosas noveluchas de ciencia ficción, del oeste o negras que también pueden producirnos emociones que no debemos desdeñar. Y no del todo fuera del canon, en su periferia, en la zona en penumbra, también se pueden descubrir joyas.

“Agudeza” es un relato doble en el que uno de los protagonistas, el narrador, es un tímido que escapa de su cita. Para mi sorpresa, esa figura del tímido me pareció anacrónica, ¿ha perdido vigencia el tímido en este mundo de exhibicionismo y autopromoción?

A lo mejor habría que hacer una apología del tímido como especie en peligro de extinción. Yo soy nacido en los sesenta y te aseguro que en los años setenta y ochenta todavía abundábamos los tímidos. Es un rasgo generacional que luego hemos tenido que superar, nos hemos tenido que abrir y creo que es bueno salir de ese encierro que es la timidez, aunque dé juego. Un personaje que no es lanzado, al que cualquier cosa le impone respeto y que ante situaciones amorosas sufre un cortocircuito resulta muy apetecible de explorar literariamente.

Me recordaba al protagonista de “La escala de los mapas”, de Belén Gopegui.

Ella y yo somos de edades parecidas y posiblemente haya un elemento común generacional que nos une. En este caso, la introversión, timidez o vergüenza con la que crecimos y que fue nuestro domicilio durante algún tiempo. Un virus que, por cierto, tampoco creo que esté erradicado del todo. Todavía hay esperanza para los tímidos.

Foto: Isabel Wagemann

¿Tiene “Dichosos los ojos” algo de gozne? ¿La secuenciación es tan importante como en aquellos discos con el orden de las canciones cuidadosamente elegido?

Ese cuento está muy premeditadamente colocado en medio. Es un no cuento. No es una pieza narrativa, sino que es una pieza celebratoria, más cercana al poema en prosa que al relato clásico. Me parecía bien tener justo en medio ese agujero negro, ese espacio ausente de narrativa. Y sí, creo que Plegaria para pirómanos se parece a un disco conceptual como los que hacían las bandas sinfónicas de los años setenta. Está concebido como un todo y el orden tiene una importancia muy determinante. El lector lo puede leer como prefiera, pero yo hago una propuesta de lectura: empezar por “Grafía” y terminar en “Confirmación del susurro”. Hay una lógica interna y una coherencia en cómo se van desgranando los relatos; no está dejado al azar ni es cuestión de casualidad. En definitiva, hay una voluntad compositiva en el orden de estas piezas.

En la segunda mitad aparecen varios personajes atrapados, que se encuentran donde no querrían estar, en lugares oscuros o inquietantes. ¿Ha tenido algo que ver el confinamiento en la construcción de esos escenarios?

Es algo de lo que no fui del todo consciente cuando escribía el libro, pero sí que lo noté al releerlo y prepararlo para la edición. Hay bastantes personajes que esperan y bastantes que están metidos en una construcción extraña, en una vivienda o en una especie de búnker, y es indudable que los meses de confinamiento se han filtrado. Inevitablemente aquello nos traspasó a todos y no hemos salido indemnes. El confinamiento paralizó el mundo y, paradójicamente, lo puso patas arriba.

Cuando escribes relato, ¿ese iceberg en el que todo lo que no se cuenta queda sumergido está detallado en tu imaginación o en tus esquemas privados, o es intuitivo y a veces ni lo conoces? Es decir, ¿cómo trabajas la elipsis: partes de un todo que luego recortas (como un jardinero frente a un seto) o surge de manera natural?

Los relatos crecen lentamente y ese crecimiento tan vegetal a veces se prolonga meses o incluso años. Voy descubriendo los cuentos poco a poco, haciendo una primera versión breve y esquemática de ellos, porque no sé más, y tirando de los hilos que considero que tienen posibilidades de desarrollo narrativo. No es que el cuento esté completo y yo le quite piezas o elementos, sino que la elipsis y el silencio ya son elementos constitutivos desde el principio. Esto no es casual porque esas zonas desiertas, eso que no se dice, es muy importante para el género. A través de esos huecos el lector puede entrar en el cuento y participar en la construcción del sentido. Si yo lo dijera todo, no permitiría al lector participar. Así que en esas ausencias o lugares despoblados es donde el lector tiene la capacidad de imaginar posibilidades para el cuento y de llevarlo al terreno que le convenga (que quizá no coincida con el mío). Pienso que la literatura no es un monólogo, sino un diálogo entre el libro y el lector. Yo intento hacer mi parte lo mejor que puedo, pero la otra parte está en manos del lector.

Entonces, ¿el relato es el género en el que lector tiene más responsabilidades? Un poema se puede recibir como un fogonazo, en la novela los propios personajes se hacen cargo de lo que pasa, pero al terminar un relato el lector tiene mucha tarea pendiente.

Una vez leí a un ensayista argentino que decía que el final del cuento es la parte en la que el escritor debe estar menos presente para dejar que el lector culmine el texto. Me pareció interesante, porque si el lector tiene tanto peso es por la importancia de las elipsis. Dado que el relato es un género particularmente apto para los silencios o para los huecos, es lógico que el lector tenga más presencia.

¿Y tiene también la responsabilidad de no interrumpir la lectura?

Esa es la teoría de la unidad de sentido, que viene de Poe: un relato tendría una duración determinada que no conviene dañar o romper para no fracturar ese sentido. Ahora bien: desde el siglo XIX hemos caminado hacia una literatura más fragmentaria, más rota, donde cabe la posibilidad de que el cuento no esté tan armado o tan cerrado, de que no sea tan unitario desde el punto de vista del sentido, así que los relatos actuales podrían admitir una lectura más fragmentaria o episódica.

Esta es una pregunta para escritores primerizos, absurda cuando se dirige a un maestro. Pero vamos con ella: ¿Usas alguna fórmula, alguno de esas recetas de otros famosos escritores como Piglia?

Soy muy devoto de la teoría literaria. Y creo que la teoría literaria de un autor ayuda mucho a entender o iluminar la obra de ese autor, pero no siempre ilumina tan bien la obra de otros. Intento conocer toda la teoría posible pero cuando escribo trato de, entre comillas, olvidarla para trabajar con cierta espontaneidad o dejando espacio para la intuición. Si lo tuviéramos todo planificado, perderíamos buena parte del placer de la escritura. Yo me inclino por una teoría que permea de manera inconsciente lo que uno escribe.

¿Tiene o no tiene que haber efecto o sorpresa final? O, dicho de otro modo, ¿era necesario que en el famoso cuento de Maupassant el collar fuera falso?

En el cuento a veces aparece esa tendencia al efectismo. Cuanto más breve, el riesgo es mayor. ¿Cómo se puede combatir el efectismo? Se han encontrado caminos como los finales abiertos y no tan apoteósicos, que rebajan esa presión sobre cómo rematar el texto que sobrevuela a todo el que escribe una historia. Yo mismo, en “Grafía”, planteo el enigma de dónde termina un cuento. Hay una serie de finales sucesivos sin que sepamos del todo cuál es el definitivo. Es una pregunta importante porque un cuento depende, más que una novela, de su final. Y es una pregunta que debe quedar respondida en el relato: dejándolo suspendido, a la manera de los americanos, o alejándolo de otra forma del efecto sorpresa, que es lo más fácil y lo que trato de evitar.

Entrando en cuestiones casi metafísicas, tengo la impresión de que tus cuentos son dispositivos que transportan con ligereza pesadas cargas existenciales.

Intento que en la lectura haya un punto de levedad, que no sean cuentos farragosos, pero que también contengan una profundidad humana o que apunten hacia algo de naturaleza existencial. Ese juego entre lo ligero y lo pesado, que aprendimos en las Seis lecciones para el próximo milenio de Italo Calvino, es algo que se debe trabajar con seriedad, serenidad y aplomo. Esa frase podría ser una buena síntesis de mi manera de entender la literatura.

Foto: Isabel Wagemann

Sé que te gusta mucho Felisberto Hernández, que usó la frase «entre el infinito y el estornudo» y ese podría ser el espacio de la literatura. Por seguir con uruguayos, Mario Levrero hablaba de «angustia difusa». ¿Si tiene alguna tarea la literatura es la de apresar ese algo más que desborda lo cotidiano?

Para mí Felisberto Hernández es un escritor esencial. Él propone un modelo de cuento no determinista en el que la tensión del argumento se ha relajado, y eso le da capacidad para mirar de otra manera: con una cierta inocencia, con conciencia de extraterritorialidad, introduciendo la poesía y el humor… La utilidad del cuento no es una utilidad práctica, pero sí que nos ayuda a perfilar o a nombrar esas perplejidades o esos estados de ánimo muy difíciles de envasar o de poner en palabras. Gracias a la literatura los traducimos, y no es poco.

Ya desde el título, “Técnicas de iluminación” puede aludir a dar luz a lo insondable. Aquí el título con la palabra plegaria quizá se refiera a la grieta entre el lenguaje y las cosas. En “Anisópteros” los hechos quedan anegados por el lenguaje y el interlocutor se acaba diluyendo.

Hay un conflicto entre la plegaria que es susurro, que es lenguaje, que está en la esfera humana, y la piromanía que se desarrolla sin palabras y que es caos y confusión. Esa distancia entre las palabras y las cosas es un terreno que todos los que escribimos tenemos que hollar con mayor o menor inquietud porque en ese abismo hay un punto insalvable. En el cuento existe una lucha por comunicar algo incomunicable o por tratar de establecer un lazo con un interlocutor que no sabemos si está o no está.

Y la literatura, aunque consuele (otro de tus títulos es Herido leve), genera una herida adicional.

La literatura (y el arte en general) tiene esa doble faceta: por un lado, nos acompaña, nos arropa, nos ayuda en nuestro vivir diario, pero, por otro, también nos produce incomodidad y desazón. Ni es una nana tranquilizadora, ni nos sirve de ansiolítico. Es una sanación que también quema, que también duele. En el corazón de la literatura hay un misterio que nunca podremos resolver. Por suerte podemos acercarnos, rodearlo o asediarlo, pero ese misterio que podemos llamar temblor es lo que da sentido a la literatura. No escribimos para adornar la estantería, ni por motivos materialistas, sino, en la medida de lo posible, para rozar o intuir ese temblor.

Hay quien te imagina en un faro, avisando de los peligros invisibles a los cuentistas españoles; o alentándolos a través de la emisora. ¿También detectas tendencias preocupantes? ¿Alguna moda que no te guste? ¿Qué autores recientes prefieres?

En general, no siento excesiva afinidad por la autoficción. Creo que ha tenido algo de moda o de corriente a la que se han apuntado muchos autores y me parece que el punto de originalidad que pudo tener al principio tal vez ya se ha agotado. He sintonizado poco con ella. En cuanto a lo que sí que me ha gustado, intento estar atento a lo que se escribe y he disfrutado mucho, por ejemplo, con Daniel Monedero, con Emma Prieto, Marta Jiménez Serrano, Valeria Correa Fiz

Como maestro, no solo en el trono del cuento español, sino también en la lucha diaria del taller literario, ¿qué convierte a un escritor en escritor?

Un escritor ha de tener una mirada propia, una forma de enfocar el mundo y a los seres humanos con una cierta originalidad; tiene que tener también una voz que no sea un mero calco de las voces de los grandes autores, no debe ser un imitador de voces, como decía Thomas Bernhard, sino que debe ser alguien capaz de jugar con el lenguaje, generar nuevas sinergias o sinapsis entre neuronas. Y es muy importante la voluntad de persistir, de sacar adelante un proyecto literario. A veces hay tropiezos, obstáculos, las circunstancias nunca son las más favorables… pero escribir pese a todo es muy importante. Para mí, lo que diferencia a un escritor de un aficionado a la literatura es ese pese a todo: pase lo que pase, el escritor está decidido a seguir escribiendo.

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