Tempus fugit

Tres cumpleañeros

Tempus fugit: XXIII septimana

6 de junio de 1599 — Velázquez

Autorretrato de Velázquez en «Las meninas» (1656). Museo del Prado.

El día 1 de enero de 1871 entraron en vigor en España las leyes de matrimonio y Registro Civil que pretendían poner orden y control sobre la filiación de los hijos y su número, quién estaba casado con quién, así como el nombre y apellidos (paterno y materno) de los recién nacidos. Eran las nuevas cositas del estado liberal: había que censar a la población para facilitar las listas de los que tendrían derecho a votar, pagar impuestos, ir a la guerra, etc. La implantación de la obligatoriedad no consiguió sus objetivos de inmediato, pero fue el inicio de un sistema que, con ligeras modificaciones, nos rige todavía. Hasta ese momento, los registros no estaban unificados o eran poco fiables, y los más veraces eran los de las parroquias que anotaban los bautizos y funerales que celebraban (y los estipendios percibidos).

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez nació en Sevilla el 6 de junio de 1599, o eso deducimos de los datos de su acristianamiento que, siguiendo la costumbre de la época, debió llevarse a cabo un día después de su nacimiento por si fallecía morito, dado el altísimo índice de mortalidad infantil de lo que se conoce como Régimen Demográfico Antiguo. Su padre, de ascendencia portuguesa, se casó con la madre en la ciudad del Guadalquivir que en aquellos tiempos era la capital económica del sur de Europa por su actividad comercial y su gentío, como Londres y su City o Singapur en la actualidad.

Fue el primero de una familia numerosa, y Jerónima, que no quería para sus hijos trabajos duros, lo condujo hacia el oficio en los talleres de los artistas que proliferaban en la ciudad; tenía unos 12 años cuando entró como aprendiz en el de Francisco Pacheco, que acabaría convirtiéndose en su suegro y que reconoció muy pronto las dotes de su pupilo para la composición y el dibujo: era listo, ambicioso y aprendía muy rápidamente.

Gracias a las relaciones de Pacheco en la Corte, acabó mudándose a Madrid para trabajar como aposentador real con Felipe IV, un rey flojo para la gobernación, pero muy aficionado a las artes y las letras y, una vez convertido en pintor de cámara, pintó al rey, a la reina, a los infantes, a los criados y a otros habitantes de aquel entorno palaciego. Viajó a Italia un par de veces, pintó a personajes escogidos y realizó algún encargo que raramente firmó, tan seguro estaba de ser reconocido en sus pinceladas y tan pagado de su arte e ingenio.

De su vida se sabe casi todo y esta semana está más presente porque la obra de la que hablé la semana pasada, La rendición de Breda, ha sido desmontada de su marco y colocada en un lugar diferente: de vez en cuando, las cambian de sitio, excepción hecha de Las meninas (1656), la más conocida, que permanece en la sala 12 desde finales del siglo XIX.

Ayer pensaba en La familia de Felipe IV al ver las imágenes de Isabel II tomando el té con el osito Paddington en uno de esos guiños jocosos con los que se da carácter terrenal a una institución que se mueve por el espacio sideral. Algo parecido hizo Velázquez en Las meninas, que es un cuadro especular, al revés, porque la escena representa lo que veían los reyes, que eran los que posaban para ser pintados.

Dejando de lado las sesudas teorías sobre su significado, cabe pensar que Velázquez quiso mostrar lo cotidiano de la familia más importante del país al tiempo que nos obligaba a tomar la posición del rey o de la reina para observarla, convirtiéndonos así, por unos instantes, en reyes. Es un juego psicológico que habla del intercambio de roles: los simples mortales elevados a categoría real; los reyes en un gabinete, con su familia, lejos de la pompa del trono. Como la reina de Inglaterra, desvelando, por fin, qué contiene su eterno bolso ante un muñeco para contarnos que son, como eran, de carne y hueso.

7 de junio de 1965 — Damien Hirst

«The immaculate heart-sacred» (2008), de Damien Hirst. Moco Museum Barcelona.

El ARTE es el lenguaje de la emoción como las ciencias son el lenguaje de la inteligencia racional.

Esta separación, ahora dinamitada por las teorías de la «inteligencia emocional», ha servido durante siglos para clasificar lo que los humanos tenemos dentro del cráneo: si el estómago produce jugos gástricos, la vesícula biliar produce bilis y los intestinos heces, el cerebro produce ideas porque es una de sus funciones además de la de ser el centro de control de todo el sistema. ¿Pueden entonces separarse las emociones de los pensamientos, si todo parte del mismo engranaje?

El ARTE es la expresión de su tiempo, de su época: nos cuenta cómo pensaban y cómo sentían las gentes que habitaron el planeta antes que nosotros. Sabemos cuál era la idea de belleza de los griegos, de los italianos del siglo XV y sabemos cómo se han utilizado las obras de arte para provocar compasión, sorpresa, miedo o perplejidad.

Provocar, escandalizar, mover una emoción, aunque sea considerada negativa, para que la otra parte del cerebro se haga preguntas como ¿es esto ARTE? y devuelva la pelota jugando un partido de tenis cerebral, eso hace. Los entendidos todavía pueden teorizar y hacer clasificaciones, pero, en el fondo, hemos llegado a un estadio en el que, cuando nos enfrentamos a una «obra de arte», lo que vemos nos agrada o no nos agrada, que es el punto simple y final de un proceso que nos ocurre a todos, entendamos o no lo que tenemos delante.

El 7 de junio de 1965 nació en Bristol (Reino Unido) el artista Damien Hirst bajo la estrella de sus tiempos, es decir, en el sitio adecuado y en el momento adecuado para ser quien es. Fue un adolescente en la era Thatcher que creció en la rebelión y en el desafío al establishment, insuflados ambos por un sistema que, al rechazar el modelo social, instauraba el individualismo del «sálvese quien pueda» o el «porque yo lo valgo» que tanto narcisismo ha hecho florecer.

La provocación que ejercieron las generaciones inmediatamente anteriores se basó en el sexo (explícito en Jeff Koons) o en la violencia sangrienta de los hermanos Chapman; el punk, los alucinógenos, la cocaína y el alcohol embastaban unas personalidades que carecían de complejos para aprovecharse de todo lo que el sistema ofrecía, porque esa fue la orden real que dio el thatcherismo, le pese a quien le pese.

La gran quiebra económica de los 90 llevó a las fortunas a refugiarse en el arte como inversión, justificado, además, en la sensibilidad de la creación, en lo sublime de la expresión artística, aquello que parece patrimonio de unos pocos solamente. La alianza, en fin, de lo material y lo espiritual.

Si aceptamos que es la expresión de su tiempo, hay que reconocer también como arte La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo (un tiburón en formol dentro de una gran vitrina, de 1992), su obra más conocida pero no la más escatológica. Es interesante bucear en otras: sugiero visitar el Moco Museum de Barcelona —o Ámsterdam— y elaborar una opinión propia sobre lo que se muestra de Hirst y de otros artistas.

Nos está permitido opinar sin cortapisas.

7 de junio de 1848 — Paul Gauguin

«Mata mua» (1892), de Paul Gauguin. Museo Thyssen-Bornemisza.

Una de las dos razones por las que Málaga se ha convertido en la ciudad de los museos tiene que ver, lejanamente, con Paul Gauguin, aunque hay que tirar del hilo para entenderlo.

La primera razón es que Picasso nació en Málaga y la segunda es que Carmen Cervera y su tercer marido, el barón Thyssen, se construyeron una casa en el Arroyo de las Piedras (Marbella) que se llama Mata Mua [Érase una vez], título del cuadro-talismán para esta mujer tan denostada por su aspecto social y tan importante para el mundo del arte en España.

Ella se enamoró de esta pintura de Gauguin que, según declaró a Vanity Fair, ha comprado tres veces (en una subasta con un socio, al socio y a los herederos del barón),  y hoy es una de las joyas de su colección. También es la pintura del fondo de la piscina de la casa de Marbella, algo que escandalizaba por hortera a los aristócratas de raza marbellíes que eran capaces, sin embargo, de admirar los mosaicos de las villas romanas, como si no fueran lo mismo. Cuánta tontería a veces: los barones fueron muy felices allí y acabaron patrocinando el Museo de Málaga, pequeñito, que es un bombón, y que ha servido para atraer a otros como el Pompidou y el Hermitage.

Paul Gauguin fue un pintor, escultor, ceramista, vividor, viajero y unas cuantas cosas más, que nació el 7 de junio de 1848 en París y que hizo lo que le dio la gana toda su vida. Como persona tuvo muchos detractores porque el ejercicio de la libertad siempre los tiene, pero como pintor, tan reconocible, tan impactante todavía, se le considera un clásico dentro del mundo de las vanguardias.

Fue hijo de uno de los primeros y más activos socialistas franceses y nieto de Flora Tristán, una feminista peruana a la que Mario Vargas Llosa ha dedicado algunos de sus escritos. Vivió en Lima los primeros años de su infancia (su idioma materno siempre fue el español) y volvió a París donde trabajó como agente de bolsa gracias a la influencia de su padrastro. Se casó con una danesa y vivió en Copenhague donde nacieron cinco de sus múltiples hijos. Cuando la Bolsa quebró y él se arruinó, decidió dedicarse exclusivamente a la pintura (grabado, cerámica, etc.) e inició una vida —errante— que le llevó a Arlés (con Van Gogh), al Caribe (La Martinica), a París y, finalmente, a la Polinesia francesa donde dio unos tumbos, se casó por los ritos lugareños con un par de adolescentes, tuvo varios hijos, se construyó unas casas, se aproximó muchísimo al catolicismo y acabó falleciendo, víctima de la sífilis y de su adicción al láudano y la morfina, en 1903.

Su obra, al principio academicista, cambió radicalmente de sentido cuando conoció a los impresionistas, especialmente a su maestro Pisarro, pero en poco tiempo renegó de la afición de ese grupo de pintores por captar la luz y la naturaleza, y se fue aproximando al primitivismo y al japonismo que se habían puesto de moda.

Como otros artistas, tenía la costumbre de escribir sobre su obra y su pensamiento; en sus primeras anotaciones ya establecía la idea de que el arte es una abstracción sobre lo que se ve, porque no entendía que hubiera que copiar la naturaleza sino interpretarla, superarla y, a veces, obviarla.

Practicó una técnica francesa medieval de vidriado que se llamaba cloisoné que consiste en extender una mancha de color y perfilarla con tonos negros para contenerla, y esa técnica la llevó a sus lienzos, algunos de los cuales, aun siendo figurativos, muestran una disociación entre el color y la forma, como si cada cosa anduviera por su lado.

El color tiene gran protagonismo en la obra de Gauguin, suele ser puro, casi sin matices, y totalmente extravagante (Cristos amarillos) mientras que las formas, siendo reconocibles, no se adaptan a la realidad real, aunque compongan figuras de mujer, de hombre o de animal cuyas piernas o brazos no hacen juego con el resto del cuerpo ni en formas ni en tamaños (juego realístico).

Como a todo hay que ponerle nombre, un crítico inglés, Robert Fry, llamó «postimpresionistas» a cuatro pintores a los que no sabía cómo agrupar: Van Gogh, Gauguin, Seurat y Cézanne, y con eso se han quedado solo porque parecían representar una evolución a partir del impresionismo, aunque sus obras se parezcan entre sí como los huevos y las castañas, que se dice vulgarmente.

El mes de junio debería ser declarado «mes de pintores importantes», y estos son solo tres ejemplos. Hay más cumpleañeros.

3 Comentarios

  1. Muy interesante. Con todo lo que se conoce de estos artistas, siempre se descubre alguna anécdota, información o matiz relevante. Muchas gracias, Laura Mínguez.

  2. José Antonio n Lozano

    Bravo Laura, eres genial

  3. Pingback: Realismo mágico: de Faulkner a García Márquez sin clichés - Jot Down Cultural Magazine

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