Marc Torices no tiene página de Wikipedia. Podría haber sido el titular de esta reseña, aunque no sabemos cómo lo valoraría un experto en clickbait. Suponemos que mal, pero bueno, en anzuelos peores habremos picado, y seguramente el truco estaría en la imagen que lo acompañara. Si la dibujara el propio Torices, ya les decimos nosotros que harían clic. Por supuesto, no estamos hablando de un autor para todos los públicos, aun habiendo leído que en algún momento fue considerado «una de las grandes promesas del cómic nacional». Bueno, pues si esto fuera una reseña como Dios manda, diríamos que con La alegre vida del triste perro Cornelius (Apa Apa Cómics, 2023) ha pasado de promesa a realidad indiscutible. Aunque seguiríamos sin estar diciendo nada de él. Probemos de nuevo.
Marc Torices (Barcelona, 1989) es conocido como artista gráfico y visual, ilustrador y animador, escritor y editor de Zángano Comix, cofundador del Gutter Fest. Sus dibujos e historias han aparecido publicados en multitud de fanzines, revistas y exquisitas editoriales como Autsaider Cómics y Nørdica. Su personaje por excelencia, nacido en el año 2011, es el perro Cornelius, al que ha sacado a pasear desde entonces por todos esos formatos, sin necesidad de recoger sus mierdecitas con una bolsa de plástico. O quizá sí, en realidad nunca lo sabremos. Sí sabemos lo que en este hermosísimo y lujoso tocho ha plasmado acerca de sus desventuras, recopilando su existencia gráfica en estilos de lo más diverso.
Bien, ya sabemos —más o menos— quién es Marc Torices, su hacedor, pero ¿quién es este legendario personaje suyo que responde al nombre de Cornelius? El marciano prólogo ya lo presenta como un «adorable perdedor» (las comillas son del original), lo que define a grandes rasgos a este tipo al que constantemente toman el pelo en situaciones de lo más incómodas —también para el lector— y corrigen su actitud ante convenciones que no entiende. Alguien que, al mirarse al espejo, se dice: «Lo siento, pero… si te tuviera respeto no me estaría respetando a mí mismo». Un personaje que no solo se cree muy idiota, sino que a veces se plantea si más bien no será demasiado inteligente; aunque acabe decantándose por lo primero. Lo que ahonda en la herida, claro. Cada piedra en su camino, cada pensamiento en voz alta lo lleva a lugares mentales peores, en una especie de antiterapia o anticoaching autoinfligidos. Cobarde, apocado, miserable… Cornelius Cardio es todo corazón: el lugar donde también residen, dicho sea de paso, el miedo, la vergüenza, la soledad y la incomprensión. O sea, lo que nos hace humanos. O perros.
Para agravar sus limitaciones, a lo largo de estas páginas se enfrentará a más de una relación tóxica. Empezando por Marius, su tiránico jefe, auténtico bully y maltratador psicológico. Más adelante su abusadora pasará a ser Avalutsa, una antigua amiga (que le sale) rana, quien lo humilla y le hace ver lo mierda que es durante las 24 horas del día, pedazo de chula, niñata, perra —ya nos entienden—. Incluso el narrador humilla a Cornelius, lo pone en su sitio, como cuando el perro exclama «¡Puedo volaaar!» y la narración nos aclara en off «No puede volar». Una crueldad que llega a ser salvaje en algunas escenas y que solo remedia, a ratos, la calidez de Alspacka, sobrina de Marius, la única que lo trata bien. Un personaje casi de Nouvelle Vague, poéticamente subversiva: «Nuestras conversaciones eran rebuscadas, desmanteladoras y obscenas. Nada de cotilleos, ni chismes envenenados. Hablábamos de un modo terriblemente urgente».
Y pese a todo lo que pueda inferirse de esta reseña, el cómic del que hablamos es también —créannos al menos en esto— muy divertido.
Arte y genio del sinsentido (existencial)
«Ostras… Ya… Ya, ya, pero… que ahora ya es tarde…
A ver, me refiero: ya has nacido, ¿no?».
Los amigos de Apa Apa Cómics emparentan La alegre vida del triste perro Cornelius con la obra de algunos de los creadores más importantes del género, como Chris Ware, Hergé o Winsor McCay, y no podemos sino secundar esa moción. El estilo de Marc Torices combina el punch(line) de la tira gráfica con la profundidad introspectiva, la trascendencia irónica con el humor minimalista o el slapstick existencial. A veces su esquematismo impone una distancia desarmante, y otras veces el acercamiento y alejamiento de los planos, el zoom que no necesariamente aplica a quienes hablan o protagonizan las viñetas sino que también juega con el fuera de campo, nos sumerge en el vacío de esas vidas. En ese punto evoca a otros pesos pesados del cómic de autor —si nos permiten la grosera etiqueta— como el canadiense Seth o el noruego Jason y sus animales conscientes.
También podría pensarse en los animales antropomórficos de Raphael Bob-Waksberg y Lisa Hanawalt en Bojack Horseman, perfecta a ratos en su cóctel de acidez y melancolía. Pero no todos los personajes de Cornelius, aunque hablen nuestra lengua y sigan nuestras costumbres, adquieren forma humana: hay un pez —de pecera— que fuma y se mete rayas… con ayuda. En realidad, Torices transgrede continuamente las reglas no escritas de la narración, el famoso pacto con el lector, haciendo por ejemplo que los personajes transmuten su aspecto mientras mantienen sus personalidades y situaciones. Pese a la maniobra de desidentificación surrealista, o precisamente por ella, el autor logra que nos siga interesando e importando lo que se cuenta.
También funcionan las tiras no narrativas y ni siquiera demasiado expresivas, haciendo literal la idea de que en un día cualquiera no pasa casi nada. En ocasiones la secuencia amenaza con un giro de guion, pero la expectativa se desinfla. Finalmente lo habrá, no en una escena concreta sino en el desarrollo del argumento, que existe pese a la aparente sucesión de sketches. Pareciera que no ayuda a situarla como obra conceptual ese juego de encapsular cada uno de los diferentes formatos estilísticos en títulos banales (los de las supuestas publicaciones donde habría aparecido este «antihéroe milenario»), como aquel que anuncia «Aventuras infantiles para el mayor número de gente» como toda aspiración. Y, sin embargo, las frases lapidariamente nonsense y los eslóganes verosímiles por ridículos son los que acaban dando todo el sentido —valga la paradoja— a la propuesta de Torices. «La imaginación tiene un valor ortopédico», reza uno de ellos.
Algunas páginas mudas dedicadas a expandir el paisaje, o bien a zambullirnos en la acción (real o soñada), resultan muy sugerentes por su plasticidad, con una nebulosa cromática que deviene rojo cuando la violencia comparece —en forma de «neo-secuestro»— y con focos de luz parcial sobre los rostros, como en el cine clásico. Si nos ponemos estetas, se pueden apreciar en Cornelius ilustraciones de un marcado carácter pictórico y con referencias más o menos explícitas al arte expresionista, naíf, abstracto (geométrico), pop, feísta, urbano (muralista) o incluso brut con sus aires enajenados. Aunque debajo de toda esa realidad gráfica subyace, agazapada en la penumbra, la escritura: esa rara, grotesca vocación con la que continuamente tratamos de entendernos y hacernos entender.
Un libro abierto y su reverso
«No desesperes… Piensa que hay poquísima gente que tenga el instrumental necesario para tratar con lo obvio».
Ya hemos dicho que La alegre vida del triste perro Cornelius abate cualquier falsa impresión de hallarnos ante una colección de —brillantes— gags, lo que tampoco estaría nada mal, con un hilo argumental que las conecta; en realidad, una doble trama. Por un lado, lo que de hecho comienza (¿y acaba?) como broma o sueño: la aspiración del perro a convertirse en escritor. «¿Nunca te has planteado hacer tu propio libro y así pertenecer a este valioso grupo de intelectuales?», oye voces Cornelius antes de emprender la vía de la «Literatura» (de nuevo las comillas son del original) como redención y expiación de sus torpezas. No es la única vez en estas páginas que se le hinca el colmillo al arte de la palabra, incluso por el lado meta: «La vida era, de repente, un libro abierto; avanzaba según mi ritmo de lectura».
En este y otros aspectos, el tono de Cornelius también podría remitir a los guiones de Charlie Kaufman, con sus personajes existencialistas siempre al límite de la (ir)realidad, hondamente desencantados con las (im)posibilidades de la vida adulta, siempre lidiando con el hecho de no saber gestionar sus (re)caídas. También como en Kaufman (pensamos sobre todo en Estoy pensando en dejarlo, película en la que adapta una novela de Iain Reid), hay un reverso inquietante en forma de intriga psicológica, casi de terror abstracto. Esta es la otra trama —de hecho, la principal— que sujeta toda la narración. Con el rapto de Alspacka, el cómic empieza a oscurecerse, virando por momentos hacia la condición de thriller alucinado + viaje introspectivo + descenso a los infiernos. Como contrapunto desopilante, también se convierte en una cat buddy movie formada por Investigadora («por primera vez en la mitología detectivesca es una heroína sobria») y Fringüelo («un borracho egoísta y altanero»).
Siguiendo con lo literario, no podemos dejar de comentar brevemente las extensísimas notas finales —36 en número— que incluye el autor, ayudado por Pau Anglada y otros colaboradores, como aparato crítico/paródico a la altura de una obra recopilatoria magna como la que aquí se presenta (aunque sea irónicamente). Un apéndice que habla de la complejidad a lo David Foster Wallace propia del imaginario y el discurso de Torices, desmedido y genial, que ha concebido toda una historiografía, mitología y anecdotología alrededor del personaje de Cornelius y de las obras que recogen sus perrunas andanzas. Lo bizarro de la creatividad y del humor, pasado de vueltas, del artista barcelonés trascienden la incorrección para dialogar con otras dimensiones de la perplejidad y la inconveniencia de existir.
Lo que nos ha conquistado, en fin, de La alegre vida del triste perro Cornelius es justamente esa poética del extrañamiento, de la que ya hemos hablado en Mercurio a propósito de autores enmarcados dentro de lo (más o menos) cómico: Juan Cavestany, Alberto González Vázquez, Julián Génisson, Riki Blanco o Miguel Noguera, quien por cierto es uno de los que dedica —merecidos— elogios a Torices por este libro. Nosotros llegamos tarde, pero quizá con la suficiente perspectiva como para declarar que Cornelius es uno de los cómics del año. Así en general, y por subjetiva, arbitraria o convencional que pueda resultar la calificación. A quien esto firma, que no es ningún experto en el género pero sí asiduo lector —también en general—, le parece, digámoslo de una vez, una «condenada obra maestra». Por su riqueza formal, gráfica y narrativa; por su paleta anímica que se acaba metiendo en los huesos y (aunque esté feo decirlo) el intelecto.
Acabaremos, por tanto, esta reseña haciendo un llamamiento que de alguna forma estaba implícito en su primera línea. Ya en una entrevista en Jot Down a Carlo Padial mencionábamos su deficiente página de Wikipedia; el responsable se autoinculpó luego, y finalmente hubo cambios reales en aquel perfil público. Que Marc Torices ni siquiera esté en Wikipedia nos deja fatal como nación, si nos lo permiten. Peor incluso que otras cosas horribles que sin duda hemos hecho, por acción u omisión. Solo pedimos que alguien lo remedie, y que lo haga bien. O tal vez sea mejor que nadie haga nada, porque ningún perfil podría contener los matices de su obra, su trayectoria. Es lo mismo que pasa con la vida de Cornelius: en qué cita apoyarse para describirla como alegre sabiendo que es un triste perro triste.
LA ALEGRE VIDA DEL TRISTE PERRO CORNELIUS Marc Torices APA APA CÓMICS (Barcelona, 2023) 392 páginas 32,90 € |