Dacia Maraini (Florencia, 1936) es probablemente la única superviviente del grupo de intelectuales y artistas más cercano a Pier Paolo Pasolini (1922-1974), por lo que el encargo de escribir unos recuerdos destinados a publicarse en el año del centenario del poeta, novelista y cineasta resulta un oportuno intento de obtener un retrato que no incurra en la pura arqueología o en la especulación más o menos teórica, más o menos mitómana. Lo seguro es que Maraini, autora que ha cultivado prácticamente todos los géneros, incluido el guion de cine, no va a traicionar sus recuerdos para apoyar oportunismos de última hora. Por eso Querido Pier Paolo no va a defraudar a los habituales de ambos autores ni tampoco a los lectores que se acerquen por primera vez a la obra de cualquiera de ellos.
En 1997, Maraini publicaba Dulce de por sí (Dolce per sè), una novela breve en forma de cartas que Vera, una escritora en la cincuentena, dirigía a la pequeña Flavia, sobrina de Eduardo, el joven violinista con el que Vera mantenía una relación amorosa. Abarca un periodo de siete años, de 1988 a 1995, así que, considerando la edad de Flavia, no puede hablarse de correspondencia y sí de interlocutora potencial o incluso del desdoblamiento que Maraini crea mediante un juego de espejos: la destinataria de las cartas es la sobrina de ese Eduardo que termina dejando a la mujer pero también ella misma, al prestarle de forma más o menos consciente rasgos de su propia niñez. En 2011 publicó La grande festa, donde evocaba a sus seres más queridos ya muertos a través de diálogos; entre ellas dos figuras fundamentales, Alberto Moravia, su compañero entre 1962 y 1978, y Pasolini, gran amigo de la pareja.
En Querido Pier Paolo recupera elementos de estas obras: el género epistolar dirigido de nuevo a quien no puede responderle, y un diálogo que evoca la figura del cineasta asesinado desde la perspectiva de la amistad y la colaboración intelectual. En cierto momento Maraini recuerda el retrato que la periodista Oriana Fallaci publicó de su amigo durante la estancia de este en Nueva York y afirma que el retrato de la Fallaci se parecía más a ella que a Pasolini. Algo parecido puede decirse de estas páginas, donde el retrato que el lector se formará a través de las reflexiones, recuerdos e interpretaciones que Maraini elabora de las poesías, escritos y diálogos que mantuvo con el propio Pasolini, o con personas más cercanas, está distorsionado por su visión del mundo, lo cual no quiere decir que el resultado sea rígido, sin matices o poco interesante. Pero es inevitable que haya una refracción: este Pasolini es el de Maraini, que a veces no entendía a su amigo y continúa preguntándole y cavilando por qué actuaba de tal o cual manera y dándose respuestas de mucho calado.
El lector sentirá que la lectura de estas cartas activa el conjunto de imágenes e ideas que se haya formado de él, ya sea como poeta, como polemista, como director de cine o como personaje famoso, e irá contrastándolo con el perfil que la escritora italiana dibuja.
Y desde la primera carta tenemos a un Pasolini vivo, «esta noche he soñado contigo. Tenías tu sonrisa dulce de siempre y me decías: ¡Estoy aquí!», que la impulsa desde el mundo de los sueños a abordar diferentes temas, empezando por el ineludible: su muerte y el misterio en torno a la identidad de los responsables. Cuenta la escritora que fue a visitar en la cárcel a Pino la Rana Pelosi, el asesino confeso, pero tan poco creíble, y que accedió a escribir el posfacio de su libro, Io, angelo nero (1995), no por ingenuidad o por la típica blandura izquierdista, seguramente fue una voluntad de mantener vivo el caso pese a, o precisamente por, los muchos interrogantes y silencios que en esas fechas todavía lo rodeaban.
Como sabemos, Maraini reclamaba el año pasado reabrir la investigación, por lo que sorprende que no considere definitivas las conclusiones recientes establecidas a partir de pruebas y confesiones de diferentes implicados. Para ella, la novela Petróleo, que quedó inacabada, es sobre todo un texto que habla de sentimientos y no sabemos si conoce la interpretación que publicó el magistrado Calia, de la que se han hecho eco ya varias monografías. Tampoco ha de importar, ya que en ningún momento pretende utilizarla, su amistad, ni la cercanía que el poeta mantenía con ella y con Moravia, para erigirse en guardiana de una verdad definitiva. Ella no es Laura Betti, que administraba una parte del legado con estilo posesivo de ogresa maníaca. Su Pasolini está vivo porque aparece y habla a través de sueños y porque conserva en la memoria un sinfín de anécdotas y de momentos que nos lo muestran en acción.
Se encerraban en la casa alquilada de Saubadia —una localidad de playa no lejos de Roma— para escribir el guion de Las mil y una noches (1974), una casa que la pareja y el poeta compraron y dividieron pero que no tuvo tiempo de disfrutar. Al recordar ella cómo se organizaban para trabajar por separado en el guion y compartir y discutir al final del día los resultados, entramos en la cocina del cine y en la cultura clásica que compartían; lo mismo cuando relata que el cineasta se encargó de editar «la versión italiana de la película de vanguardia de Dusân Makavejev, un director de origen serbio». Maraini, a petición de Pasolini, se ocupaba de la moviola. Da que pensar que trabajaran también en la versión italiana de films como Trash, de Paul Morrisey, y por eso no tienen desperdicio los comentarios de ella sobre su argumento o sobre las críticas de algunos colegas a la preferencia de PPP por el doblaje en sus películas, en un momento en que lo moderno era recurrir a la toma de sonido directa. Pasolini dio una respuesta práctica: a menudo recurría a actores extranjeros que hablaban idiomas diferentes; y otra de signo cultural: el cine es artificio y el doblaje corrobora este hecho; además, también el italiano es una construcción artificial de los tiempos del ventenio fascista y sus actores, en su mayoría no profesionales, acostumbran a hablar en dialecto. La defensa de una literatura dialectal de calidad es uno de los ejes de toda la escritura pasoliniana. Vemos entonces a los dos talentos trabajando codo con codo porque el cine, o la literatura, también es oficio, y en su caso cultura literaria, pictórica, antropológica, una verdad que demostraban ignorar casi siempre los ciento y un fachas que buscaron censurarle y callarle por la vía de la denuncia al juez, en vano pero a un precio muy alto, se lamenta la amiga, testigo de las decenas de denuncias de las que tuvo que defenderse.
La tarea del director de cine es múltiple y así tocaba encontrar localizaciones y actores no-actores, lo cual propició muchos viajes, a África (Apuntes para una Orestiada africana), a Rumanía, a Yemen, donde rodaría Los muros de Sanà. El trío se repartía las funciones —Maraini tomaba fotos— y sus personalidades se demostraban complementarias, aunque los tres amigos no cesaban de discutir acerca de la pobreza y del bienestar proporcionado por el capitalismo moderno, de su condición de privilegiados, situación más flagrante en África que en Italia. Maraini le discutía su defensa de la pobreza —que Pasolini distinguía de miseria— porque se contradecía con el disfrute de ventajas y de comodidades —el plato en la mesa, el agua corriente, la cama cómoda—, de privilegios —el dinero que les permitía pagar un Land Rover con chófer, hoteles caros o, aunque a regañadientes, una enormidad por servicios que los sacaban de apuros—; tampoco vacila en subrayar algunas de las trampas dialécticas con que Pasolini sorteaba el cul de sac al que lo precipitaban sus críticas a los movimientos universitarios, especialmente el de Mayo del 68, y feministas. Intentar comprender la posición radical contra el aborto de Pasolini no significa para la Maraini ceder en sus convicciones feministas, que a lo largo de su vida ha expuesto tanto en narrativa como en teatro. La escritora que debe su fama a libros como Voces, sobre abusos sexuales, o Diálogo de una prostituta con su cliente o Historia de Piera, sobre la locura femenina, que Ferreri adaptó al cine, no abdicaba de sus convicciones ni en su feminismo activo, y precisamente durante un multitudinario encuentro militante fuera de Roma recibió el aviso del asesinato de PPP.
También cavila sobre las «escapadas» de Pasolini en busca de sexo con chaperos y de su amor por el fútbol. Descubrimos que los amigos del poeta, como Bertolucci, criticaban más o menos veladamente la relación con la madre, Susanna, de la que Dacia Maraini deja momentos muy italianos, no por el desgarro sino por una quietud como de pintura religiosa antigua. Si como lectores modernos nos extraña la continua pesquisa sobre su preferencia por los jovencitos —y ahí cita la magnífica nouvelle Amado mío— o por qué no podía separarse por mucho tiempo de la madre, también es cierto que no busca ni se contenta con respuestas fáciles o vulgares: «¿No se podría plantear la hipótesis de que el amor por la persona del mismo sexo nace de una raíz profunda y espiritual de la búsqueda de sí en el otro?». Es admirable esa manera tan suya de ser radical y lúcidamente feminista sin buscar la frase de impacto ni un estilo ampuloso ni copiar el hermetismo del primer periodo poético de PPP, como demuestra cuando le da la vuelta al cuento de la supuesta libertad sexual de las chicas de las borgate, que Pasolini relataba transmitiendo sin mayor análisis lo que le contaban sus ragazzi.
Maraini es una superviviente también de la gran cultura italiana, con su gusto por la investigación histórica, que le insuflaron el padre etnógrafo, la madre pintora, y por esa cultura sedimentada resulta tan atractivo el estilo de sus reflexiones ya para interpretar el erotismo de Pasolini, el amor con mujeres como la Callas, platónico a pesar de la diva, o los afectos de Elsa Morante, Laura Betti, la madre, y las complejidades de su pensamiento político y poético.
Es el Pasolini humano y transhumano el que encontramos en estas cartas. Esos recuerdos recurrentes de los viajes por África, donde los viajeros tropezaron con formas de vida primitivas y también rituales asombrosos —como el del gurú tribal que hace ciertas preguntas al cadáver e interpreta imperceptibles movimientos del cuerpo como síes o noes antes de determinar si fue muerte natural—, sitúan la figura y el pensamiento de Pasolini en un radio cultural mucho más amplio del que suele adjudicársele, ya que por haberlo ceñido siempre a las estructuras filosóficas y culturales occidentales y cristianas no se ha visto con la intensidad precisa el sentido verdadero de su filosofía.
El talento de Dacia Maraini es su forma de abordar temas no solo importantes sino trascendentes mediante imágenes, gestos y símbolos plásticos y con sentido —como cuando, Pietà imprevista, mientras llega la ambulancia acoge en su regazo a Pasolini, derrumbado en el suelo al salir del excusado del restaurante vomitando sangre por la úlcera que lo atormentaba—.
En Querido Pier Paolo edita recuerdos suyos y retratos conservados en documentales —Città Pasolini, por ejemplo—, poemas, fotografías, y ha conseguido decir y hacerle decir cosas nuevas.
Querido Pier Paolo Dacia Maraini Editorial Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2022) 155 páginas 19,50 € |
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