Esta reseña ha sido publicada en papel en el número 215, «La Gran Familia», de la Revista Mercurio.
Cuando hace unas semanas falleció Alberto Corazón, casi todos los obituarios lo señalaron como el gran diseñador de la democracia; el responsable, gracias a sus logotipos y grafismos, de que España saliera de las tinieblas del franquismo para entrar en una nueva era, luminosa y colorista. Parecía, en fin, que los cuarenta años de dictadura habían sido un páramo grisáceo, en los que la censura y la represión no actuaban solo sobre las personas, los libros y las películas, sino también sobre cuestiones como el mobiliario, la arquitectura y el diseño gráfico. Sin embargo, y como sucede con muchos aspectos del franquismo, esta es solo una verdad a medias: si el diseño español sufrió una regresión en los primeros tiempos del régimen, fue en parte por cuestiones ideológicas, pero sobre todo por las carencias que sufría el tejido industrial después de la guerra.
En este sentido, el historiador Alexandre Cirici sostiene que «sería ridículo emprender un estudio científico sobre el pensamiento y la estética del franquismo puesto que no hubo tal pensamiento. Solo unos castillos de fuego verbales». Y es que, a diferencia de regímenes monolíticos como el italiano o el alemán, que abogaban por «poner la producción artística al servicio del Estado», el franquismo era una amalgama de grupúsculos, en la que cohabitaban las visiones utópicas de la Falange con el tradicionalismo católico y el sentido del orden castrense. Lo único que estas facciones tenían en común era el desprecio por los aires de modernidad que había traído la Segunda República. Una política de control negativa que se tradujo, durante los años cuarenta, en un neopopulismo que reivindicaba la vida rural sobre la urbana, la fabricación artesanal sobre la producción industrial y el diseño academicista sobre el imaginario racionalista que triunfaba en las democracias occidentales.
A partir de los años cincuenta, sin embargo, el régimen descubrió que su supervivencia dependía de romper el bloqueo económico que existía a su alrededor, y que esa ruptura pasaba necesariamente por aceptar algunas de las corrientes culturales que se estaban gestando en Europa y Estados Unidos. La participación de España en la Trienal de Milán de 1951, con un espacio vanguardista diseñado por José Antonio Coderch, en el que convivían piezas cerámicas vernáculas con obras de Miró, Oteiza y varios grabados de Josep Guinovart, que ilustraban poemas de Federico García Lorca, es un perfecto ejemplo de estos intentos aperturistas que no se producían en contra del régimen, sino desde su interior. Una voluntad que se hizo más evidente tras la firma de los Pactos de Madrid en 1953 y la llegada de miembros del Opus Dei al gobierno franquista en 1957, antecedentes directos del desarrollismo de la década de los sesenta y de la apuesta por el turismo internacional.
«El auténtico valor de este libro colectivo reside en cómo desmonta la idea simplista de que el diseño durante el franquismo fue cosa de figuras heroicas, que habían trabajado en solitario y en contra del régimen»
Estas tensiones recorren las páginas de Diseño y franquismo, un libro colectivo, impulsado por la Fundación Historia del Diseño con un objetivo doble: descubrir por qué el mundo del diseño español ha decidido prescindir del franquismo a la hora de escribir su historia (a diferencia de otras disciplinas, como la arquitectura, la pintura o la literatura) y rastrear las semillas de ese diseño durante los cuarenta años de dictadura. En cuanto al primer objetivo, es interesante descubrir que el propio Corazón tuvo parte de culpa cuando montó, junto a Valeriano Bozal y Tomás Llorens, la exposición España. Vanguardia artística y realidad social: 1936-1976 para la Bienal de Venecia de 1976. Allí, la necesaria reivindicación de los carteles y obra gráfica producida por la Segunda República provocó un oscurecimiento de todo lo sucedido en años posteriores, que quedó reducido a una serie de piezas desgajadas de contexto, provocando la idea de que el diseño durante el franquismo fue cosa de figuras «heroicas», que habían trabajado en solitario y en contra del régimen.
Así que el auténtico valor del libro reside en cómo desmonta esa idea simplista al narrar varios episodios clave, que permiten hilvanar una historia continua. Desde el papel catalizador de Gio Ponti en los años cincuenta, que abrió a los arquitectos españoles las ventanas de la modernidad, hasta la explosión pop que supusieron la Gauche Divine y Tuset Street en la Barcelona de finales de los sesenta. Y entre medias, la creación de la Sociedad de Estudios de Diseño Industrial en Madrid y la Associació de Disseny Industrial del FAD en Barcelona; la labor de difusión que hicieron publicaciones como la Revista Nacional de Arquitectura, Serra D’Or o Cuadernos de Arquitectura; los diseños industriales de Miguel Milá, Luis M. Feduchi o Jesús Bosch, que hoy tienen estatus de clásicos; las portadas de Daniel Gil para Alianza Editorial y de Oriol Maspons para Seix Barral, que se exhibían como distintivos del sentir antifranquista; las propuestas para un mobiliario asequible de Antoni de Moragas y de un mobiliario para la nueva burguesía por parte de Jordi Vilanova. Incluso la alta costura tiene cabida, gracias a los diseños vanguardistas de Pedro Rodríguez. Fragmentos de un puzle mucho más complejo y variado de lo que nos habían contado hasta ahora, y que resulta imprescindible para entender la evolución del diseño español en los últimos cincuenta años.
Diseño y franquismo. Dificultades y paradojas de la modernización en España Edición de Oriol Pibernat EXPERIMENTA (Madrid, 2020) 300 páginas 25 € |