Tempus fugit

Adiós agosto, hola septiembre

Tempus fugit: XXXV septimana

31 de agosto — Lady Di

Lady Di en su retrato oficial de boda, julio de 1981. Imagen: Joe Haupt.

La palabra tragedia procede del griego tragodia y hacía referencia en su origen a la llamada «canción del chivo», unos cánticos que los griegos le dedicaban al dios del vino, Dionisos, en la vendimia. Es de suponer que, conforme les iban subiendo los vapores alcohólicos, muchos de ellos acababan llorando y gimiendo por sus problemas, como suele pasar, porque con el tiempo, y ya sin relación con esos cánticos, los literatos comenzaron a escribir tragedias que son, según el DRAE, obras dramáticas de asunto serio en el que intervienen personajes ilustres y en las que el/la protagonista se ve conducido por una pasión o por una fatalidad, a un desenlace funesto.

Y dice también nuestro diccionario que tenían como objeto un efecto purificador en el espectador. ¿Habrá algo más catártico que ver que los demás también sufren y tienen graves problemas, como nos ocurre a nosotros mismos? El sufrimiento ajeno, y más si es por amor, es la purga que nos reconcilia con nuestros semejantes y así lo han entendido los escritores desde la antigüedad.

En las épocas que vivimos no es necesario ir al teatro para hacer esa limpieza de meninges y lacrimales. Basta, a veces, con estar pendiente de las noticias para que se desencadene el proceso: el 31 de agosto de 1997 amanecimos con la noticia de la muerte de Lady Di, la chica cuya desgracia amorosa seguíamos todos y cuyo final, imprevisible, superó con creces la más trágica de las tragedias colectivas por amor. El sueño de Eurípides o Shakespeare.

A Medea también la engañó el marido, Jasón, que pretendía abandonarla y casarse con Glauce después de todo lo que había hecho por él (ayudarle a conseguir el vellocino de oro, parirle unos hijos…), pero ella reaccionó muy activamente envenenando a la nueva novia y a sus propios hijos, y dejando así a Jasón desolado.

Las reacciones pasivas son, sin embargo, mucho más empáticas porque, por alguna razón, la víctima arrastra un sentimiento de apoyo universal, como ocurrió en los años precedentes a la muerte de «la Princesa del Pueblo», cuando se destapó la tragedia real que estaba viviendo.

El fatum actuó implacable y la chica, bajo la mirada del mundo occidental (no creo que los orientales se interesaran mucho por sus problemas), contó y publicó a los cuatro vientos el drama en que se había convertido su existencia como consecuencia de los amoríos de su marido y la otra y, una vez aireados, intentó vivir otra vida con alguien que le lamía las heridas. Si fue accidente o fueron los del MI5 —mucha peli de James Bond tienen los británicos a sus espaldas— los que provocaron su muerte no nos quedó nunca claro, pero lo que es seguro es que provocó el mismo efecto que las representaciones teatrales y la subió a los altares civiles como corresponde a una heroína de la actualidad. Solo hay que ir a Harrods para comprobarlo.

Parece una casualidad, pero conociendo el mercado audiovisual no debe serlo, que se haya estrenado una docuserie bautizada como Cristina de Borbón. Rota de amor, que cuenta la tragedia del amor desaforado y traicionado de nuestra propia princesa, justo cuando vemos a Piqué con la nueva mientras Shakira lanza mensajes desde Twitter contra su particular Jasón.

¿Se prestarán los últimos días de agosto a las tragodias cuando ya están en marcha las vendimias?

1 de septiembre – II Guerra Mundial

El actor Thomas Kretschmann, en un fotograma de «El pianista» (2002). © R.P. Productions

El día de hoy va de música. En los anales de la Historia se conmemora el 1 de septiembre como el día en que comenzó la II Guerra Mundial: de madrugada, el ejército alemán llevó a cabo un ataque mortífero por tierra, mar y aire sobre su vecina Polonia.

La llamada «guerra relámpago» se inició a las 04:26 horas con el bombardeo de la Luftwaffe sobre puntos estratégicos de defensa de la frontera que separaba Alemania de Polonia, siguiendo estrictamente el llamado Fall Weiss, el plan que los nazis habían trazado para invadir a sus vecinos del este.

Los polacos no estaban preparados para resistir el poderío del ejército alemán y tampoco recibieron la ayuda de los aliados, Reino Unido y Francia, que en ese momento miraron para otro lado. Días más tarde, el 17 de septiembre, la poderosa URSS invadió también Polonia desde el este. La capital, Varsovia, sufrió el asedio de unos y otros entre el 8 y el 28 de septiembre. El 6 de octubre, sin fuerzas ni ejército capaz de resistir la presión de sus vecinos, Polonia se rindió. Fue el comienzo no solo de los movimientos y estrategias bélicas diseñadas por unos y otros, sino también del horror que tanta memoria nos ha dejado.

Los judíos polacos se vieron confinados en el gueto de Varsovia, del que muy pocos salieron vivos. Los que pudieron sobrevivir nos han relatado, como han podido, el sufrimiento personal y colectivo de un sinsentido que ha marcado a varias generaciones. El músico Wladyslaw Szpilman escribió unas memorias que el director Roman Polanski, afectado personalmente también por las atrocidades sufridas, convirtió en la película El Pianista en el año 2002.

Ha tenido tantos galardones que debe de ser una de las más premiadas de la historia del cine, no solo por lo que cuenta, también por la interpretación de sus personajes, por los escenarios escogidos y, sin duda, por la banda sonora, especialmente la música de piano de otro polaco ilustre, Chopin.

La Academia de Hollywood premió con un Óscar a Adrien Brody, el protagonista, seguramente con toda la razón, pero el personaje del oficial alemán Wilm Hosenfeld, interpretado por el actor de la antigua RDA Thomas Krestchmann, se hubiera merecido, a mi entender, otro Óscar, solamente por la expresión de su rostro mientras escucha la maravillosa Balada en sol menor, op. 23, que Chopin estrenó en Leipzig en 1836 y que había compuesto, roto por la nostalgia de su familia, en Viena, a donde había llegado para completar su formación.

Inmersos en el mismo horror, esta vez retransmitido en directo, ¿qué música compondrán aquellos cuya sensibilidad se expresa a través del pentagrama? Ojalá lo sepamos muy pronto, porque significará que se ha escrito desde la memoria.

1 de septiembre — Principio del curso escolar en España

Tablilla cuneiforme sumeria de arcilla (2100-2000 a. C.). Imagen: Rowanwindwhistler.

Los vuelos que unen Asia y Europa suelen hacer escala en Qatar (Doha) o en los Emiratos Árabes (Abu Dhabi), y lo describo al revés porque el viaje, si se hace de día, nos ofrece la extraordinaria posibilidad de contemplar las tierras de Mesopotamia y el Creciente Fértil —que tantas veces hemos estudiado—. Los aviones entran por el Golfo Pérsico y remontan las llanuras aluviales de los ríos Tigris y Eúfrates que, a día de hoy, desembocan juntos.

Cuando no lo hacían, es decir, cuando cada uno desembocaba por su cuenta porque todavía no habían arrastrado los sedimentos que los han unido, los habitantes de las riberas de esos ríos crearon lo que ahora llamamos una civilización: aprendieron a cultivar alimentos y a domesticar animales pequeños y, como consecuencia de ello, se establecieron de manera fija en un territorio al que se llamó Sumeria.

Aprendieron a construir casas (ja), templos con sus torres-zigurats (la de Babel fue muy famosa), murallas y otras edificaciones. La gente se fue organizando en lo que se denomina estructura social, o sea, unos mandaban sobre otros, y también estructuras religiosas, o sea, unos sabían cómo explicar el más allá a otros.

En los templos vivían los sumos sacerdotes, que se dedicaban a mirar al cielo —fueron los descubridores de la astrología, creo— y a gobernar a los que hacían casas, cultivaban, pastoreaban, tejían, etc., que les alimentaban, y todo ocurría en una simbiosis muy bien estructurada.

Se dice que para poder llevar las cuentas de lo que traía cada uno, los sacerdotes se inventaron una forma de escritura que solo conocían ellos, y que les servía para no tener que echar mano de la memoria. Era un conjunto de unos cinco mil signos —que se redujeron a tres mil, pasados unos lustros— y cuyo aprendizaje debía ser muy laborioso; por supuesto, reservado a unos pocos privilegiados y que, una vez dominado, podrían situarles en la escala superior de la sociedad y hacerles vivir de ello.

Se escribía sobre unas tablillas de arcilla blandurria —que luego se cocía— con una cuñita, en un lenguaje que se conoce como jeroglíficos pictóricos y escritura cuneiforme. Se han encontrado muchas, pero hoy, día del comienzo del curso escolar, quiero hacer mención de un conjunto de diecisiete que data de hace unos 4.000 años y que recoge la bronca entre un padre y su hijo adolescente, porque el chico se queda en los jardines dando patadas a las piedras o jugando con sus amigos en vez de ir al templo a aprender para hacerse un hombre de provecho.

El texto es delicioso y se puede leer en un libro de Samuel N. Kramer que se llama La Historia empieza en Sumer o en Internet, donde aparece con el nombre de El primer gamberro. Nada nuevo bajo el sol, como se puede comprobar.

¡Hala, valientes, a torear! ¡Feliz Año Nuevo!

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