Entrevistas

Elisa Victoria: «No echo de menos, en absoluto, la juventud»

Blackie Books publica «El Evangelio», la nueva novela de la autora sevillana

La escritora Elisa Victoria, autora de «El Evangelio». / Foto (también en portada): Cecilia Díaz Betz

Si ya Vozdevieja (2019) nos agarró por sorpresa, pese a su sonada aparición en el panorama literario, y rompió nuestras expectativas con un relato narrado desde el punto de vista de una niña de nueve años, que resultó ser mucho menos amable y más agudo de lo que cabía esperar, con El Evangelio (2021), su nueva novela, la escritora Elisa Victoria (Sevilla, 1985) sigue indagando en la pérdida de la inocencia y el desencanto, a la Panero, de hacerse adulta. Una historia que transcurre en tres meses de los años 2006-2007 en la capital sevillana, donde Lali, una joven estudiante de Magisterio de Educación Infantil, se ve obligada por el destino y su propio descuido a hacer sus prácticas en una escuela religiosa y privada: la peor pesadilla de alguien que compara el cristianismo con «las sectas más espeluznantes de la Historia». La autora juega a provocar, pero sobre todo habla de una crisis de fe en el sistema educativo y también en sí misma.

Elisa Victoria admite su perfil de escritora antisistema, consciente de no gustarle a este modelo de sociedad, casi tan poco como algunas esencias de la infancia que la educación trata de arrancar de cuajo. Si en Vozdevieja concluía que en la inadaptación hay dolor, pero que a veces asoma cierto orgullo, la juventud que refleja en El Evangelio se decanta hacia el primero: «Tenemos veinte años y ya hay partes de nosotras que están muertas, perdidas para siempre, enterradas». La autora hispalense sigue en la senda del costumbrismo hardcore, pero aquí el contraste entre lo tierno y lo crudísimo es aún mayor, más bestia. Su nueva novela, lanzada oportunamente en la semana de Pasión, la semana grande de Sevilla, habla con honestidad descarnada de la presión social y de los miedos irreversibles que esta instala en nuestras cabezas cuando aún no estamos preparados para ello.

El Evangelio según Elisa Victoria es lo que todo el mundo te dice que es la vida, lo que se supone que es, lo que todos hacen y aprueban, lo que te marca desde joven por presencia o ausencia. Es el sistema y no queda otra que abrazarlo mientras sufrimos en silencio y alguien lo cuenta.

Dedicas tu libro «a todos los niños muertos». ¿Fue con tu propia experiencia en Magisterio cuando empezaste a pensar que la educación formal suponía la muerte de las mejores cualidades de la infancia?

Yo creo que eso ya lo intuía cuando era una alumna de primaria… incluso preescolar [ríe]. Me daba cuenta de que el intento de inclusión en el sistema que supone el sistema educativo, y que en cierto modo te prepara para integrarte después en el mundo, era tedioso, repetitivo, adoctrinador en algunos aspectos, para encajar en normas sociales a las que ya en aquel momento no les veía sentido. Era algo que me agobiaba desde niña, y me angustió a lo largo de toda la adolescencia también. Aunque era una muchacha con buenas notas y capaz de adaptarme, no estaba de acuerdo con muchos de los aspectos que se trataban allí ni de la forma en que se abordaban. Me parecía aburridísimo y creía que era una forma de transmitir la información muy poco elaborada, así que acabé en Magisterio con esas preocupaciones. En parte, creo que eso pasa a menudo con las carreras, que tienes grandes expectativas y luego resulta ser una realidad bastante más simple. También me hacía mucha ilusión ver esas bambalinas de la enseñanza desde dentro, que resultaron incluso menos interesantes de lo que había podido imaginar.

Entiendo entonces que la vocación de maestra la perdiste pronto por ese desencanto que refleja El Evangelio, ¿no?

Es que yo diría que nunca tuve vocación de maestra, la verdad. Nunca fue mi interés. Podría decirse que mi primera vocación fue la medicina [ríe], que no ha tenido absolutamente nada que ver con mi trayectoria, pero de niña yo me imaginaba siendo doctora de mayor, porque me gustaba muchísimo la materia y me parecía una profesión bonita en muchos aspectos. Magisterio no fue mi primera carrera, antes estuve en Filosofía, que quizá en aquella época era algo más vocacional, aunque tampoco fui capaz de adaptarme bien a sus estudios formales. A Magisterio llegué tratando de encontrar un lugar que sí tuviera sentido para mí, pero tampoco funcionó. Llegó un momento en que me di cuenta de que tampoco me sentía cómoda en ese entorno tal y como estaba concebido, aunque me encantaran los niños y me gustase su compañía a tantos niveles. Fue una mezcla de decepción y fracaso [ríe]. Sentí que no era mi camino aquel, tenía que seguir buscando a tientas durante un tiempo.

«El Evangelio» es la novela que sucede al éxito de «Vozdevieja». / Imagen: Blackie Books

¿Cuál dirías que es para ti un pecado imperdonable en un maestro o maestra infantil?

Llamarlo pecado ya es traicionero de entrada [ríe]. Hay muchas cosas que a cualquiera se le pueden ocurrir, como ser especialmente duro o represor con los niños. A mí me escuece especialmente cuando, con la intención de que cumplan con el cometido que tienen encomendado en ese momento, los deberes —cualesquiera que sean—, se les vaya castigando su espontaneidad o su instinto de comunicarse o de expresarse en ese momento. Me da pena que se reprima tanto lo que al niño le sale como para irlo conduciendo, ya de entrada, por el camino este del deber, de cumplir con la obligación. Lo de hablarles mal y cosas así son obviedades, creo que a nadie le sienta bien ver que se castiga a un niño o que se le trata con dureza. Pero que un niño haga un chiste fresco y gracioso y que no tiene maldad, y se le diga «fulanito, qué mal te estás portando, ¡acaba ya la tarea!», eso me duele en particular porque estás desvalorizando por completo su ingenio y su creatividad. Lo estás machacando haciéndole creer que lo único que vale en este mundo es que acabe a tiempo con una labor que muchas veces no es importantísima ni un gran deber en el que esté aprendiendo algo que le vaya a cambiar la vida. Me parece que hay que encontrar un equilibrio en el hecho de que cumplan con unas actividades propuestas y vayan avanzando en ese camino, pero sin la intención de irlos convirtiendo en robots que responden a órdenes.

En la novela hablas a menudo de un sistema (en principio educativo, pero en muchos casos aplicable a la sociedad en que vivimos) al que se califica de «necio y opresivo». ¿Te consideras a ti misma una escritora antisistema, aunque el término tenga tan mala prensa?

[Ríe] Y además es un poco ambiguo, porque ser anti-loquesea no te define demasiado. Pero sí que me considero antisistema, lo reconozco. Es verdad que en el libro se critica el sistema educativo pero también se critica la incomodidad en el sistema general, el hecho de que haya que cumplir con unos patrones que son muy limitados y, si no, quedas excluido con unas consecuencias fatales. Es muy difícil tomar la decisión de tener que adaptarse a estos pocos patrones que se me ofrecen, o de lo contrario voy a ser castigada con la pobreza y la exclusión. Estar fuera del sistema es durísimo, y me parece que el sistema nos ofrece demasiado poco y nos exige mucho. Tal y como está montado, lo asumimos desde pequeños porque nos lo explican así, incluso siendo a esa edad muy maleables y vulnerables a la nueva información. A los niños les suele extrañar el concepto de dinero, no es tan fácil de asimilar en realidad: ¿por qué este intercambio extraño? Necesito emplear mi tiempo a cambio de este dinero que me va a dar la capacidad de adquirir ciertos recursos básicos, ¿por qué? No se entiende bien. ¿Por qué cuesta papeles mi supervivencia? Esas cuestiones básicas me preocupan y me molestan. Estoy en contra.

«Estar fuera del sistema es durísimo, y me parece que el sistema nos ofrece demasiado poco y nos exige mucho»

En la novela el sistema es también la religión, o la educación religiosa, pero supongo que, como yo mismo, mucha gente podría pensar por su propia experiencia que en el fondo no está tan mal este tipo de educación aun cuando no seas creyente o practicante, aunque la realidad es que hay una carga ideológica inevitable.

Creo que es verdad que se puede sobrevolar ese aspecto y que no acabe teniendo un gran impacto en la persona, pero aun así me parece peliagudo, de entrada, transmitir una doctrina religiosa de esa manera porque los efectos sí que pueden ser enormes en otros casos y lo veo muy arriesgado. De hecho, en los colegios laicos y públicos también se da la asignatura de religión y me parece extrañísimo que exista esa hora semanal donde los contenidos son los mismos, solo que más resumidos o más escasos. No lo acabo de entender.

¿Crees que esta historia de conmoción y desencanto podría tener lugar en una escuela laica y/o pública, o la idea de que fuese un colegio católico y privado era básica desde que empezaste a concebirla?

Sin duda, la novela podría localizarse en una escuela laica y pública; la crítica abarca el sistema educativo al completo. Depende también mucho del maestro, los hay buenísimos que consiguen hacer malabares con los recursos que les dan, pero el sistema en sí sigue siendo pobre y rígido. También es cierto que la educación religiosa puede tener algunos valores positivos, que son bellos y dan lugar a mensajes de paz y de bondad, pero me resulta tramposo que tengan que venir transmitidos a través de todo este relato y esta imaginería que se da por verdadera. Si alguien en la adultez elige el camino de la religión, ya tiene la capacidad de discernir lo que prefiera, pero no me parece buena idea que a niños de estas edades se les dé cómo válida toda esta historia cuando es una cuestión de fe. La mente de los niños a esa edad lo absorbe todo: si les dices que los dinosaurios existieron, se lo creen, y si les dices que no existieron, pues se lo creen. Me parece que ese ámbito de lo religioso debería dejarse para una etapa donde haya más formación y en donde la persona elija, de forma independiente, lo que siente. Escogí este entorno para el libro porque le añadía complicación a la idea del sistema educativo y se hacía más intenso el choque de perspectivas.

Elisa Victoria (Sevilla, 1985), junto al último «Mercurio». / Foto: Alfonso Barragán

Me interesa también un asunto que aparece en El Evangelio, aunque sea de forma residual, y es aquello que se denomina aquí «mafia» de las editoriales cristianas. Es una realidad existente y que no solo afecta a la educación religiosa, ¿la conocías por tu experiencia directa?

Bueno, hubo una parte de descubrimiento en mi juventud. Hay gente que tiene mucho contacto con esa industria editorial de libros de texto y que está absolutamente familiarizada con esa realidad, pero cuando te enteras resulta sorprendente. Yo ya conocía el tema, aunque al escribir el libro investigué un poco más para reflejarlo de una forma más fidedigna. Y en fin, es… ¿no te choca a ti?

Sí, sí, muchísimo, por eso te preguntaba. Algunos profesores me han hablado de ello y lo que me llama la atención es que no sean muy conocidos (o no me lo parece) esos grandes intereses económicos, que a la vez serán ideológicos, depositados en los libros de texto que usan centros, en muchos casos, públicos, y ese enorme negocio que se hace con la educación.

Sí, también abarca la pública y, como otros grandes monopolios, desde dentro del sistema esa realidad está muy asumida, ni llama la atención. Pero cuando se recibe por primera vez esa información, resulta casi inverosímil, una se pregunta «¿esto qué es, una conspiranoia?». Pero no, qué va.

Precisamente pensando sobre tu trayectoria se me ocurrió que tu próxima novela bien podría hablar sobre la entrada en el mundo editorial, que igual es tan descorazonadora (y hasta cierto punto oscura) como otras etapas de la vida que ya has descrito.

[Ríe] No sé si tanto, tampoco yo he conocido la industria de los libros de texto tan de cerca, aunque estos datos sí que son bastante desconcertantes. Sobre la industria literaria que yo he conocido, quizá no he accedido a zonas donde sí que pueda ser chocante a ese nivel. Estoy todavía en un territorio más independiente, más familiar. Me encuentro en una editorial con grandes recursos, con una buena distribución, que se mueve y funciona muy bien, pero no he tenido la sensación de estar participando en ninguna industria oscura. No sé si en algunos de esos gigantes editoriales la sensación sería diferente, no lo he descubierto todavía.

«Esperabas que todo se fuese volviendo más cómodo al entrar en el mundo adulto, y es más incómodo que nunca»

Lo que parece claro es que te interesan las etapas de transición. En Vozdevieja hablabas de la infancia como un proceso de «adiestramiento». ¿Cómo definirías la juventud, o siendo más específicos, los años de formación y primeros empleos en los que se halla Lali en El Evangelio?

Claro, en El Evangelio trato otro periodo de tránsito, que es el de salir ya de esa adolescencia tardía y entrar en la primera juventud y en el mundo adulto por primera vez. Mi experiencia y lo que a mí me interesaba reflejar era esa decepción absoluta, esas expectativas rotas. A lo largo de la infancia y de la adolescencia se atraviesan varios hitos de este tipo y piensas que, de alguna manera, cuando sí que seas mayor todo se va a volver más cómodo; te dices «todavía no soy mayor de edad» o «todavía no estoy en mi lugar» o «cuando sea mayor voy a hacer lo que quiera»… Los niños y los adolescentes tienen la esperanza de pasarlo bien, de tener experiencias interesantes o de que la universidad sea un sitio lleno de aprendizaje y aventura. Creo que hay gente para la que esto es así, pero en mi caso no tuvo nada que ver y conozco a mucha gente para la que también fue decepcionante, así que mi retrato tenía que ir por ahí, el de las ilusiones rotas y un terror que incluso se ha magnificado: no solo no se han cumplido las promesas que fuiste labrando durante los años previos, sino que tienes más miedo todavía. Esperabas que todo se fuese volviendo más cómodo y es más incómodo que nunca, porque ahora estás en el mundo adulto, estás en el sistema oficialmente, la red de seguridad es cada vez más fina, tienes que empezar a buscarte la vida, tienes pocos recursos.

De hecho, las desigualdades de clase también están muy presentes en tu obra. En El Evangelio leemos: «No da tanto miedo ser pobre como la forma en que la gente trata a los pobres».

Escribo desde el punto de vista de una clase social con unos recursos limitados y desde cierta precariedad que condiciona también toda la historia. Quizá, con veinte años, si los recursos de tu familia son otros, aspiras a muchas más aventuras, pero mi recuerdo y mi concepción de la juventud es de un terror muy profundo que se suma a varias decepciones seguidas y que supone ya casi la definitiva. En la que ya ves que ninguno de tus sueños se ha cumplido, que no va a pasar, el mundo es hostil, la carrera no es tan interesante… un montón de aspectos que resultan difíciles. Creo que también adaptarse a las normas del mundo, y ver cómo llega el castigo del juicio social si no cumples con ellas, es muy duro. Además, la juventud tal como la vive este personaje, que se ve obligada a estudiar y trabajar, es una etapa de mucho cansancio y mucha incertidumbre. No echo de menos, en absoluto, la juventud. Hay gente que la recuerda como sus años dorados; en mi caso no quisiera volver. Siempre había sido una niña ansiosa pero en aquella época la ansiedad se volvió, buah, intensísima.

Elisa Victoria, en la librería Caótica de Sevilla, donde presentó «El Evangelio». / Foto: Alfonso Barragán

Ahí se incluye ese paso dentro del vía crucis de la adultez que es la entrada al mercado laboral; en el caso de Lali no solo en la enseñanza, sino en el Telepizza, como tú misma. Algo que se refleja muy bien en la novela es que ciertos trabajos precarios enseñan más sobre el mundo que cualquier escuela.

Claro, son trabajos de supervivencia y se aprende más de lo que esperas en un sitio como ese en el que de entrada crees que vas a llegar, cumplir con tu labor e irte. Pero te vas dando cuenta de que es un sitio donde tienes una capacidad de observación importante y aprendes mucho sobre el género humano, sobre cómo eres percibida desde ese punto de vista y cómo cambia la forma en que te perciben cuando te quitas el uniforme. Aprendes a interpretar miradas, aprendes cómo te sientes cuando eres despreciado de una manera tan bruta, porque hay clientes que te tratan directamente como basura, y estás viendo cómo a tu compañera la tratan como basura también. Y luego te haces consciente de que hay clientes que eligen darse cuenta de que tu situación no es la más amable para un sábado noche y son educadísimos, y te tratan con el mayor respeto, y cómo de repente ese detalle suelto te empapa de calidez y te inspira y dices «ah, yo soy capaz también de consolar a alguien que está en esta situación, tengo que ser más educada». Yo misma, siendo adolescente, en las tiendas de ropa no me preocupaba de ser tan amabilísima con las dependientas o de dejar el probador recogido, y después de pasar por aquel trabajo mis modales mejoraron mucho. Tu empatía se agudiza y no quieres darles más problemas a esa gente que está trabajando tanto y por muy poco dinero, además.

Ahora que mencionas la capacidad de observación, tras leer estas dos novelas tuyas diría que tienes una memoria portentosa, o quizá sea una gran capacidad de evocación. Incluso el relato de algo tan prosaico como tu primer porro (en la revista Cáñamo) tiene vividez, pero entiendo que es tanto fruto de tu capacidad de percepción como de tu técnica como escritora. No sé si te es fácil revivir las sensaciones de hace tantos años, porque aunque hablemos de ficción algo de eso sí que hay, ¿no?

Sí, sí lo hay, aunque sentirme lejos de las etapas es algo que me suele ayudar para ganar la perspectiva que necesito a la hora de representarlas, y haber abandonado la juventud, en el sentido más estricto de la palabra, me ha ayudado mucho para escribir El Evangelio. Luego hay una parte de investigación o de aplicar directamente ficción porque la historia lo requiere, pero para una narración de estas dimensiones me gusta que los cimientos tengan la solidez de mi propia experiencia, porque así puedo transmitir mucho mejor los sentimientos y la atmósfera. Creo que sí tengo buena memoria, pero también se puede potenciar. Todos podemos rodearnos de las cosas que nos interesaban en otro tiempo e invocar esa sensación. A cualquiera le pasa que si escucha una canción de hace veinte años, le brota una emoción, y si tiras de esos hilos, pues vienen más. También me gusta hablar del tema, mientras estoy construyendo la historia, con la gente que conozco, para que me transmitan su recuerdo. A veces te dan un dato en el que no habías pensado y eso te hace rememorar también un ambiente concreto o conceptos de la juventud que tenías un poco atrofiados. Y nada, así voy, entre invocar recuerdos, consultar a gente conocida e inventarme lo que falta [ríe] para la receta.

«Me gusta que los cimientos narrativos tengan la solidez de mi propia experiencia»

Lo que provoca tu estilo literario en el lector también tiene mucho que ver, creo, con lo sensorial y lo físico. En El Evangelio la protagonista se explota granos, se analiza el coño, se toca los coágulos de la regla, describe los horrores de la depilación… Por algún motivo he conectado eso con un curso literario que impartiste con la estética de la Nueva Carne de fondo. ¿Hasta qué punto te importa lo físico en la escritura?

Pues la intención es reflejar cómo esas pequeñas cosas son importantes para la psicología, porque la relación con el cuerpo es constante. No eres una especie de fantasma que no hace la digestión o que siempre tiene la piel perfecta; esas pequeñas cosas te van acompañando y condicionando el día. A mí me interesa un poco el costumbrismo y el realismo sucio, y me interesa el punto de vista de la Nueva Carne en cuanto a ser explícita y explorar ese comportamiento orgánico y sus relaciones con la psicología. Creo que todas esas pequeñas cosas que nos pasan son igual de importantes: lo que has comido, cómo lo estás digiriendo, en qué momento del ciclo menstrual te encuentras, que en este caso es también un condicionante. A cualquiera le importa cómo se está comportando su pelo cada día. En este caso, además, estaba elaborando un personaje que tiene muchas manías, con ápices de un síndrome obsesivo-compulsivo, y estas pequeñas cosas le preocupan mucho. Eso hace que sea muy intensa observándose a sí misma y sacando conclusiones, algo que le afecta profundamente.

¿Te interesa ese estilo en otras autoras o autores que hayas leído?

En este sentido, yo creo que destacaría a María Fernanda Ampuero, que tiene una escritura muy explícita, muy gráfica, muy expresiva. Me inspiran mucho las imágenes tan intensas que se desprenden de sus páginas y la importancia que tiene en su obra el comportamiento de los cuerpos y cómo ella lo describe. Cuando imparto el taller sobre la Nueva Carne trabajo sobre muchas referencias literarias, pero María Fernanda está entre ellas sin duda.

Qué bueno, porque justo cuando pensaba en este tema me acordé de Ampuero y también de otra autora, Mónica Ojeda, que comparten ese estilo, aunque quizás más tendentes al género de terror.

Yo es que siento una gran afinidad por el género de terror, por otra parte, así que me interesa muchísimo la escritura de esas autoras, sí.

De hecho, juraría que Carrie está mencionada tanto en Vozdevieja como en El Evangelio, ¿puede ser?

Sí, sí, en los dos hay un pequeño homenaje y, bueno, fue una referencia para mí, tanto la película como el libro. La película me impactó mucho cuando la vi de niña. Más tarde, cuando leí el libro, se abrió un gran abanico de posibilidades literarias para mí, porque yo ya había leído muchos libros infantiles o también para adultos, medio a escondidas, pero cuando leí Carrie se prendió de pronto una gran chispa de voracidad por la literatura. La adrenalina que provocaba el género de terror me enganchó muchísimo y me dio ganas de escribir, porque el libro de Stephen King es una historia juvenil que explora un montón de aspectos negativos. Yo la leí con doce años, en un momento de tránsito como los que comentábamos antes, cuando estaba un poco preocupada por el futuro y el entorno se me hacía difícil. Pensé que había un campo de posibilidades a explorar también por mí en la intimidad de mi habitación. Empecé a escribir por gusto y a leer por las noches hasta que se hacía de día, y tengo que reconocerle ese mérito a Carrie, el que me hiciera darme cuenta de que la literatura podía ser divertida y emocionante. Cosas que yo ya había sentido antes, pero no de una forma que me apelara tanto. Además, su iconografía me encanta: el baño de sangre, el paseo por la ciudad… todas esas imágenes me impactaron mucho y las he llevado siempre conmigo.

«Cuando leí Carrie se prendió de pronto en mí una gran chispa de voracidad por la literatura»

Ya que comentas esa referencia, en El Evangelio se cita la Pavane pour un enfant défunt, de Leopoldo María Panero, al que ya has mencionado en alguna ocasión. Hay algo en su obra con lo que conectas profundamente, ¿no?

Bueno, Panero me ayudó mucho también a reconectar con los sentimientos de la juventud, porque fue un poeta que exploré mucho en esa época y que, con algunos versos como los que aparecen en el libro, me traía la sensación de estar comprendida o acompañada, aunque fuera de una manera remota, porque hay en su obra una fascinación y una obsesión por la infancia. Es una constante, junto con esa constatación de cómo el sistema aniquila los instintos que los niños traen de entrada, y las ganas de jugar y de comunicarse de cierta manera, que al final en muchas ocasiones se acaba apagando para adaptarse a una especie de diálogo oficial que hay que mantener y del que, si sales, ya te consideran una persona rara y tienes que recibir miradas de rechazo, de extrañeza. Él estaba bastante obsesionado con Peter Pan que, claro, es una obra que se adentra mucho en el esplendor de la niñez; de hecho, le hizo una traducción muy interesante. Releer a Panero, después de muchos años, me trajo aquellas emociones de la preocupación por los niños y me ayudó a evocar y reconstruir esos sentimientos tan desgarrados que yo tenía por entonces. Muchos de sus versos me siguen pareciendo igual de bonitos, así que me parecía oportuno incluir esa influencia en el libro.

No hay muchos, pero he distinguido lo que al menos a mí me parecían sevillanismos (aunque igual son palabras que se usan en otros sitios): chorla, chícharo, cani, entacado, poyete, chaleco (en el sentido de jersey)… y tenía curiosidad por saber si eras consciente de esos giros locales al escribir —supongo que sí— y hasta qué punto te cortas a la hora de trasladar aún más las referencias a vocablos, lugares o realidades propias de Sevilla.

Sí que lo hago de forma consciente, porque me parece que estoy reproduciendo una forma rica de hablar y hay un montón de expresiones que pueden ser locales, pero no creo que sean difíciles de entender. A mí personalmente me gusta cuando las leo en textos de otras personas, cuando aprendo expresiones o cuando se están representando coloquialismos que son interesantes y a los que no hubiera llegado de otra manera. Por otro lado, me siento orgullosa del habla que he adquirido y supongo que no tendría la necesidad de reivindicarla si no se castigara tanto, porque también he sufrido que me miren despectivamente por mantener el acento andaluz en algunos ambientes. Así que es una forma de mostrar la riqueza que tiene y creo que mi intención, de todas formas, es hacerlo accesible. Pienso que es moderado porque podría transcribirlo fonéticamente, que sería un ejercicio más experimental y es una opción que me planteo a veces, pero bueno, de momento quiero mantener ese equilibrio y quizá me reserve esa opción para algo más pequeño.

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