Horas críticas

Libros de la semana #43

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Las hogueras azules, de Juan F. Rivero (Candaya)

«Imaginemos, ahora que la nieve del papel en blanco está reciente aún, una gota de lluvia en la mitad de su caída. Imaginémosla precisamente en su imposible: detenida y redonda como una diminuta esfera de cristal que reflejase al mismo tiempo la tierra y el cielo. Un poema puede parecerse mucho a esa gota de agua, inteligencia condensada que por pura gravedad se aleja de la mente y queda suspendida en la pantalla o en la hoja de un libro, entre quien lo compone y quien lo lee». Estas palabras abren un sorprendente poemario que es capaz, como en el citado ejemplo, de hacer que lenguaje y pensamiento converjan en imágenes de asombrosa ultraconciencia. El joven escritor, traductor y editor Juan F. Rivero (Sevilla, 1991) emprende aquí un ejercicio formal que va poco a poco soltándose de ataduras para experimentar, interpretar, jugar, pulsando teclas —nunca al azar— para lograr determinados efectos literarios simbólicos que esclarecen caminos pocas veces explorados en nuestras letras: «Tierna frialdad. / Sobre el rostro del año / gasas azules. / Los colores del cielo / no se dejan decir». Es la suya una singular poética meditativa que parte de las tradiciones orientales (aunque también de autores contemporáneos) y de su abrazo a unas formas que van más allá de la lógica consciente, donde lo personal se diluye en el entorno de lo natural, como si ambas realidades salvaran la distancia que les hemos impuesto: «No puedo predecir cuándo caerán los higos, / pero escucho el impacto / de su cuerpo en la yerba». Basándose en estilos métricos como el tanka, el haiku o el senryu, la escritura experiencial de Las hogueras azules transita de lo minúsculo a lo ensanchador del alma y la mirada, como en la cita de Lu Ji con que se abre el volumen: «Lo inmenso en un mínimo pliego de seda». Poemas que abarcan la vulnerabilidad y también la mayor prerrogativa de nuestra condición humana: la reflexión que posibilita apresar realidades que, de tan cotidianas, se nos escapan : «Amanecer, / sobre la piel del mundo / una esfera incendiada». Como señala Ana Gorría en su prólogo, aquí «el poema, como la naturaleza y como el pensamiento, está a punto de suceder», alzándose también —o sobre todo— como una celebración del presente y de lo presencial, en estos tiempos de forzada virtualidad. Una obra en cuatro partes que invoca igual la sabiduría de Bashō que la de Carson, la de Lorca que la de Kerouac, la de Ashbery que la de Darío, con sutilezas lingüísticas radicales que inciden sobre la particular visión de la memoria del autor. Rivero, que con este libro se sitúa en ese mapa de grandes poetas como María Sánchez, Vicente Monroy o Berta García Faet, debuta revelando su impronta y renovando el género lírico con una serie de composiciones «cuya esencia reside en advertir vida en el aire y ofrecerle un espacio en que nacer, […] en prepararse para lo espontáneo». Cometido que se nos antoja arduo y para el que muestra una inusual madurez: «He descubierto al fin que la alegría / consiste en no creer: / la vida basta». Quizá todo el proceso, complejísimo pero resuelto desde la depuración estilística, se resuma a la perfección en Haibun: «La vida me ha enseñado a ser paciente, a contemplar las cosas con la altitud del tiempo, su sintaxis madura, su razón, y a trabajar la lengua como un ala, acostumbrarla a desplegarse y a batir. Por eso quise siempre hablar de lo difícil, de lo oscuro, lo bello, de las luces que escapan y los gestos que hieren». Misión cumplida, entonces.


Nosotras ya no estaremos, de Lola Mascarell (Tusquets)

Los espacios que habitamos, por más que no dejen de ser viviendas con cuatro paredes como cualesquiera otras, a menudo conllevan valores que no alcanza a calcular el ojo inmobiliario. Solo cuando ya no estamos allí somos conscientes de lo que han llegado a significar para nuestra existencia. Algo parecido le ocurre a la protagonista de esta novela, quien trata por todos los medios de detener la venta del chalet familiar de verano junto al mar —Mediterráneo, para más señas— y decide instalarse allí entretanto para hacer memoria (física) de aquel mundo que conoció, o que al menos intuyó, siendo niña creciente: «Las casas tienen muchos secretos que solo conoce quien las habita. Interruptores que no encienden nada, cables que no van a ningún sitio, manchas en la pared». Con su primera novela, la periodista, docente y hasta ahora poeta Lola Mascarell (Valencia, 1979), cuya escritura ya había saludada con encomios por nada menos que Carlos Marzal o Pablo García Baena, teje una fascinante crónica evocadora de la infancia, de la imaginación desbordada y de la adquisición inadvertida de conciencia sobre las zonas umbrátiles y las incoherencias del mundo adulto. También de cómo realidades y temporalidades distintas de nuestra trayectoria vital llegan a superponerse o yuxtaponerse: «Comprender que, entre las distintas vidas que se suceden cronológicamente, se van trazando una serie de vasos comunicantes, de extraños corredores que enlazan lo presente y lo pasado, y que a la vez rompen esa línea y la diluyen en un solo espacio, en un solo tiempo. Incluso en una sola persona». En medio de esa remembranza surgen también escenas familiares que tienen que ver con lo no dicho, lo oculto; con la culpa, la vergüenza y los secretos inconfesables, un oxímoron en toda regla ya que «es el propio secreto el que empieza, en el preciso momento de decirse, su azaroso camino al infinito, es él el que acaba cumpliendo su deseo de contarse a sí mismo, de proclamarse a los cuatro vientos, de convertirse en lo que todo secreto aspira a ser alguna vez en su vida: un auténtico y flamante y sideral secreto a voces». Igualmente, la escritura de Mascarell se antoja casi inevitable, parece naturalísimo ese contarse y esa forma de meterse en la piel o en las sábanas de la joven. Su novela, para la que ya hay prevista una adaptación al cine por parte de Violeta Salama, habla también sobre la propia capacidad de fabulación, sobre las narraciones espontáneas que nos dan forma, que nos ofrecen una cierta versión y visión de las cosas cotidianas (y no tanto). Es esta una suerte de literatura memorial, casi los fulgúreos apuntes de un diario que reivindica los tiempos muertos —que son los más vivos— y las horas suspendidas —que son las más trepidantes—, así como a la propia familia como clan y raro territorio de lo inefable: el milagro de cuidarnos. Con ecos de Elisa Victoria en su capacidad de observación desde la infancia, aunque con una mirada más lírica que ácida, Mascarell logra una prosa límpida y una narración que exhibe la precisión descriptiva y la potencia emocional de los mejores relatos. Escrita en primera y tercera persona, pues da igual de dónde surjan sus materiales, y así lo reconoce la autora cuando cita a Luis Landero al describir el pasado como «la mina donde puedes ir a buscar los diamantes». «Alguien se acordará de nosotras», se cita también a Safo en el arranque de este libro, como poniendo a dialogar las palabras de la poeta griega con el título que tenemos entre manos. Por si acaso, parece añadir Mascarell, conservemos también nosotras el recuerdo y el relato de aquellos días, aquellos afectos.


La casa en el árbol y otros poemas, de Kathleen Jamie (La Fertilidad de la Tierra)

«Y aunque estoy envenenado / asfixiado en el pequeño cambio / de la esperanza humana, / que diariamente me golpea / mirad: aún sigo vivo; en realidad, soy brote». Se publica por primera vez en castellano la obra poética de Kathleen Jamie (Currie, 1962), autora de gran prestigio y amplio reconocimiento en el panorama de la lírica y el ensayo en lengua inglesa, que no en vano acaba de ser nombrada makar —poeta nacional escocesa— por la primera ministra Nicola Sturgeon. Nos llega aquí en antología bilingüe que, traducida por Antonio Rivero Taravillo, recoge sus poemas en inglés y también en escocés, lengua natal hacia la que ha ido tendiendo su producción en los últimos años, incluyendo The Tree House (2004, Scottish Book of the Year Award) y parte de la colección Selected Poems (2018). Como señala el propio Taravillo en el prólogo, su obra «entra por la vista y el oído, y montes, ríos, playas, aves, ciervos se apoderan de los versos, no dejándolos caer en abstracciones». En efecto, los versos aquí reunidos tienen como eje la percepción de la naturaleza, dando a su poesía un cierto carácter animista: a la autora las plantas le recuerdan a sus familiares — tal es su relación de afecto y confianza— y a veces hasta les da voz en primera persona, como en el caso de las margaritas («moriremos sin nunca saber lo que nos perdemos»); o las antropomorfiza, como en el de los nenúfares («formas de casi corazón verde pálido, casi de manos vueltas hacia arriba»). También humaniza en clave existencial el encuentro con un tiburón «oscuro y a flote como un corazón / que continúa viviendo / a lo largo de una gran pena». De alguna forma, Jamie trata de captar y aprehender los mensajes que la naturaleza emite, preguntándose cómo pueden pasar desapercibidos a nuestros ojos; cómo no pudimos darnos cuenta antes de algo tan evidente, la misma pregunta que cabría hacerse respecto de la emergencia climática en la que ya hemos metido ambos pies. La autora, que a menudo ha reivindicado la figura de ecoteólogos —acaso la única forma de religión posible— como Thomas Berry, registra el mundo que nos sobrevivirá desde la compasión y la pura empatía, como en La casa en el árbol que da título al libro: «qué descaro / haber pedido al árbol que cargue / a sus propios muertos, y cada primavera / se adorne con flores y con hojas, como un féretro». Su refinado lirismo y perfección formal nutren estilísticamente un volumen de plena madurez que merece la pena releer, admirando cada una de sus breves piezas por las portentosas imágenes que lo pueblan («coágulos de liquen / como pulmones de hadas») y una excepcional musicalidad («Mira, prefiero / retozar solo una hora / en el azul de las pequeñas flores / que vivir una eternidad / en un frío cielo»). Imbuida del espíritu de Seamus Heaney, pero también el de Antonio Machado («Las más hondas palabras / del sabio nos enseñan / lo que el silbar del viento cuando sopla…»), su poesía despojada de artificio, breve y honda pero asombrosa a cada nuevo verso, evidencia a menudo el contraste de la memoria con la mirada contemporánea, no sin cierto ángulo irónico. Como fuere, la escritora escocesa se posiciona siempre a favor de lo tradicional: «Más vieja hoy, sé que ni bestia / ni yunque rompe esas cadenas / y que las sendas salvajes que creemos recorrer / tan solo nos traen aquí de nuevo». Filósofa antes que poeta consolidada, sus versos pueden traslucir un claro componente existencial y vitalista, de modo que las anotaciones más leves —y, por eso mismo, trascendentes— sobre el entorno documentan sus estados de ánimo, su inquieto y apacible espíritu. A fin de cuentas, la sabiduría que Jamie busca en la tierra que pisa, en los cielos que contempla, se resume en la pregunta, formulada en estas páginas, de «cómo deberíamos vivir». En su caso, nos queda claro: escribiendo.


Los dineros, de Pedro G. Romero (Athenaica)

Bajo el subtítulo Apuntes para un Proyecto de Diccionario de Economía Política (1992-2005) se presenta esta suerte de historia cultural del dinero que enarbola la añoranza, plena de ironía, del carácter físico del mismo: las monedas y los billetes que tanto —y a la vez tan poco— han significado a lo largo de los últimos siglos. Este libro tiene su origen en un proyecto (Dom Dinero) ideado por el editor Julián Rodríguez en el marco de un ciclo de exposiciones que homenajeaba, hace una década, esa vida corpórea que parecía llegar a su fin y que ahora confirma el hecho de que ya nos hagamos bizums en cualquier tasca en vez de pagar a medias o invitar a los acompañantes. La virtualización de la economía es, sin duda, uno de los males contemporáneos que sobrevuela este ensayo-artefacto-manual de enorme carga poética, filosófica, estética y ética, así como la desconexión paulatina del dinero con el así llamado mundo real. A partir del análisis de piezas de arte y textos diversos, el investigador-activista y chamán del nuevo flamenco Pedro G. Romero (Aracena, 1964) expone, como escribe en su prólogo el poeta y traductor Esteban Pujals Gesalí, que «la naturalización ideológica del capitalismo en los ámbitos del lenguaje y de la propiedad crea un problema aún mayor al hacer invisible el modo en que otras economías sobreviven en el seno de las propias sociedades supuestamente dominadas por el orden monetario». Así, la desconsideración de los llamados mercados (el plural que, implantado por el capitalismo moderno, ha venido a sustituir en los últimos años un término tan corriente como era el del título) hacia la calderilla que hasta hace no tanto ocupaba nuestros bolsillos monederos, es en estas páginas evidencia de la nueva religión instaurada por los maestros de la burbuja económica: nada por aquí, nada por allá, y el valor material que creíamos poseer desaparece ante nuestras narices. Una jugada redonda que Romero desvela en aquí, recorriendo también la evolución lingüística de un concepto que ha dado lugar a vocablos populares tan valiosos formalmente como «cuartos», «parné», «púa» o «talego»; pero también a locuciones aberrantes como «acumulación del capital», «depauperación absoluta del proletariado» o «fetichismo de la mercancía». Cuenta en su epílogo el docente e investigador Germán Labrador Méndez que «el sueño de la acumulación ilimitada de riquezas conoció también su utopía contraria: la de la hoguera del dinero», que buscaba celebrar la muerte del dios contante y sonante. Y puede que hayan crecido hoy las representaciones de piras monetarias, como en el videoclip de Dio$ no$ libre del Dinero, de Rosalía, pero en realidad «es el capitalismo el que ahora amenaza con barrer las cenizas del mundo».

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