Analógica

Que lo feo nos eduque, que extienda los límites de nuestra mirada

Más allá del terreno del arte, todo y todos aquellos etiquetados como feos lanzan preguntas sobre la cultura con la capacidad de lograr que sus carcelarias pirámides jerárquicas se desmoronen

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Las culturas afean y Occidente ha afeado mucho. Gretchen E. Henderson rescata aquella exclamación del grifo en Alicia en el país de las maravillas en la que aquel se extrañaba de que su interlocutora no hubiera oído hablar nunca de afear para recordarnos que Occidente ha mirado con malos ojos a ídolos y objetos procedentes de formas de vida extranjeras, tachando de rudimentarias y torpes formas para ser tocadas, manipuladas, para dejarse permear por sus pátinas, conseguidas a base de ritual y de vida vivida. Y peor aún, ha afeado a personas, justificando así desde los divertimentos más extravagantes hasta prácticas colonialistas deshumanizadoras o exterminios articulados al milímetro. Quien lea este libro se pensará dos veces cada posible uso futuro de la palabra feo y cuestionará los anteriores. Eso es de por sí todo un logro.

Lo otro pone de manifiesto que la nuestra no es más que una perspectiva entre otras, tan solo una manera posible de vivir. Para afianzar y blindar nuestro mundo, encerramos lo que es diferente bajo categorías aparentemente inofensivas como la de lo feo, en las que somos adiestrados desde que nacemos. Que esto, más que una identificación de determinados rasgos ontológicos, es un posicionamiento cultural no-inocente, que pone en juego dicotomías clásicas, como las de naturaleza/cultura, objeto/sujeto, animal/humano, femenino/masculino u oriental/occidental, es puesto de manifiesto en Fealdad. Una historia cultural (Turner). Henderson nos insta a abrir los ojos a nuestra mirada: ¡la fealdad está correlacionada con la clase social, la raza, la discapacidad, el género y otras tantas cosas! A medida que el lector avanza en sus páginas se siente interpelado por los casos examinados a desatar el “ojo de la mente” del que hablaba el pintor chino Shitao. A tener el coraje suficiente como para aprender a mirar con otros ojos.

Esta aproximación a la fealdad nos invita a detenernos en una suficientemente justificada selección de individuos, grupos y sentidos feos que se sabe situada, además de parcial, y que presenta su objeto de estudio como una relación entre el observador y lo observado. Lo feo, más que reflejar los rasgos particulares de lo observado, refleja la mirada del espectador. Por ello, al asomarnos al lago de lo feo, horrorizados nos descubrimos a nosotros mismos. Nos hallamos en las degradantes descripciones de los hotentotes que en su día hiciera Lessing, un grande que deviene patético, minúsculo, provinciano. Y nos emocionamos con la posibilidad de aprender del amor que Baudelaire profesó a las cicatrices de viruela de su amante.

Entendido como un concepto relacional, lo feo puede tener el efecto contrario al del destierro de lo otro: aproximarnos a lo considerado feo en diferentes épocas puede ayudarnos a difuminar las fronteras de cartón piedra y palabrería aguda que tanto odio, dolor y sangre han causado. Lo feo es así generoso, incomprensiblemente altruista para con nosotros. Se percibe con claridad en el arte, que ha ido trascendiendo sus propios límites gracias a sonidos, pinceladas o construcciones sintácticas que otrora fueron consideradas feas. Más allá del terreno del arte, todo y todos aquellos etiquetados como feos lanzan preguntas sobre la cultura con la capacidad de lograr que sus carcelarias pirámides jerárquicas se desmoronen.

«Lo feo, más que reflejar los rasgos de lo observado, refleja la mirada del espectador. Al asomarnos al lago de lo feo, horrorizados nos descubrimos a nosotros mismos»

Henderson busca situarnos en zonas grises en las que los límites de los conceptos relativos a lo bello y lo feo están borrosos, destapando categorías que van modificándose las unas a las otras, que lejos de ser estáticas, son articuladas por campos de fuerzas interdependientes en continuo cambio que a su vez entran en colisión con los de la moral, la ciencia o la política, haciendo patente que eso de lo feo es algo mucho más peliagudo de lo imaginado.

Es ilustrativa la presentación que hace la autora de la fealdad que ha sido articulada como fenómeno de feria, llamando nuestra atención sobre prácticas en las que ese fenómeno (palabra que aún viste la acepción de «Persona o animal monstruoso») es reconocido a su vez como fenómeno de la naturaleza. Peligrosa sinonimia a la que Henderson se enfrenta con maestría, mostrando que el fenómeno de feria-naturaleza es ante todo fenómeno cultural. La autora se detiene en los mercados de monstruos, en casos como el de Julia Pastrana, la mujer más fea del mundo, o el de Grace McDaniels, otro ser humano que también ostentó ese título: comparadas con animales, fueron artículos de feria explotados económicamente por los varones de su alrededor, ya fueran hijos o parejas sentimentales. También nos trae a la memoria las Leyes de la fealdad, unas “ordenanzas sobre mendigos antiestéticos” que surgieron en torno a 1880 en la legislación de Estados Unidos y que echaron raíces tan profundas que todavía izaban banderas en algunas ciudades americanas en 1970.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

No menos interesante es el testimonio de William Hay, un jorobado inglés “de toda la vida” que llegó a ser diputado en el Parlamento y escribió un ensayo sobre la deformidad en el que partía de su experiencia personal para reflexionar sobre cómo la deformidad era percibida en Gran Bretaña, rechazando que detrás de una espalda torcida se escondiese un alma torcida, ¡siempre que no se tratase de la de una mujer, claro! La tesis de Henderson termina de cobrar forma con el caso de Orlan, la artista performativa francesa nacida en 1947 que se sometió a numerosas operaciones de cirugía estética para cuestionar los cánones de belleza occidentales y señalar así su carácter cultural, tendencioso. Orlan, dispuesta a hacer de sí un monstruo, entró en la historia de la fealdad con la cabeza alta, como una heroína frente a la cual la categoría en sí misma se tambalea. Orlan nos instruye en que la norma puede ser fea, muy fea.

Henderson recoge un buen número de pronunciamientos de esos que dejan huella por parte de las figuras que han pasado al canon del pensamiento, como aquella afirmación aristotélica de que las mujeres son hombres deformes, idea con la que jugaría peligrosamente el psicoanálisis, o aquella gran imagen de Plotino, para quien la fealdad era como un cuerpo revolcándose en el barro, mezclándose desordenadamente con material sensible, externo, de la peor calaña. Cuánto miedo a la mezcla, al suelo que pisamos. Otra clave que esta historia cultural subraya es que la fealdad es un lugar común que ejemplifica el encuentro de la mirada occidental con Oriente, quedando así ligada a un afán colonizador y reforzada mediante categorías solo en apariencia de otra naturaleza, como primitivo, salvaje o incivilizado. ¡Hasta Humboldt sostenía que el color blanco era el propio de la humanidad!

«Aproximarnos a lo considerado feo en diferentes épocas puede difuminar las fronteras de cartón piedra y palabrería que tanto odio, dolor y sangre han causado»

También aparece en sus páginas Karl Rosenkranz, un adulto que de niño disfrutaba presenciando los castigos físicos que sufrían sus compañeros de escuela, quien en 1853 escribió Estética de lo feo: todo un esclarecimiento etnocéntrico (porque demonizará a la diosa hindú Kali, porque diferenciará entre religiones naturales superiores e inferiores, porque tiene la idea clara y distinta de que las pagodas asiáticas son toscas, así como los pobres cocodrilos, porque concluye afirmando que los dioses del Olimpo fueron los productos más bellos de la fantasía, porque…) de la categoría de lo feo, que es diseccionada en todo tipo de subcategorías (la amorfia, la asimetría, la incorrección, lo débil…), al tiempo que puesta a conversar con lo sublime y otros conceptos fundamentales de la estética occidental.

Bajo el excelente cuidado de Miguel Salmerón, editor, traductor e introductor del volumen, Athenaica publicó en 2015 una edición revisada y ampliada de la Estética de lo feo, que no solo merece la pena leer por lo que nos instruye en la categoría, articulada de forma notablemente coherente en un discurso que peca de no saberse relato, sino por lo que aprendemos de nuestra propia mirada en tanto que videntes (y productores) occidentales de lo feo, por lo que nos ejercita en reconocer (nuestros propios) relatos.

Rosenkranz sostendrá que el infierno es también estético, y se servirá de lo feo para conectar lo bello y lo cómico y así poder afrontar la paradoja de que el arte también produzca lo feo y que, por tanto, pensaba él, lo feo se haga bello. ¿Cómo puede ser correcto lo fantástico? Por la conjunción íntima de la forma que se da en la esfinge entre la cabeza de mujer y el cuerpo de leona. ¿Qué es la fealdad? Carencia, que no ausencia, de forma, ¡y falta de libertad! Sus formulaciones parecen guiños a las acrobacias sintácticas de los grandes místicos de nuestra tradición, como las de Böhme. ¿Qué es la caricatura? Un sobrepasamiento de la simetría de modo que esta pierde el dominio sobre sí misma. ¡Sancho Panza!: quien al solo hablar mediante refranes creaba una amalgama deformante en la que cada dicho, en otro contexto solemne y perspicaz, perdía su fuerza. Rosenkranz aborda así, de manera sobresalientemente sesgada, muchas de las grandes preguntas que todavía traen de cabeza a la estética contemporánea.


Carla Carmona es autora de los ensayos En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele (Acantilado, 2013) y Ludwig Wittgenstein: La consciencia del límite (Shackleton, 2019).

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