Ficción

Incelandia

El dedo gordo frotaba la palma de la mano hasta formar una sustancia que de círculo en círculo recogía las huellas imperceptibles del sudor y la mugre del ambiente, una masita. Al ritmo de las voces de la radio que discutían el tema del día —los implantes de seno después de los 40 años—, la masita subía y bajaba por el dedo corazón y se topaba con los obstáculos de la mano, la línea del matrimonio, el monte venusiano del éxito, la crema para desarrugar. El movimiento le proporcionaba placer por la dosis de secreto. Un hábito que adquirió después de viejo, pensó.

Cuando sonó el teléfono, la masa rodó en el piso de madera, y el dedo se apresuró a prender la pieza de oreja. En una voz de recién levantado y aburrido, no dudó en contestar. La voz de su hijo le habló con una condescendencia similar a la del canal de noticias para ancianos. Hablaron del clima y las demoras con los domicilios, le contó de su madre. Tenía cada pregunta cargada y disparaba sin atender a los blancos. Olvidó preguntar por Matilde. Le envidiaba. Arturo era joven, o al menos, menos viejo. Después de recorrer el mundo, se había casado con una mujer de un país impronunciable, productiva, inteligente, con sentido del humor, que mostraba los dientes cuando sonreía. Él estaba estancado con un hombre atrapado en un cuerpo femenino, abusivo, manipulador, irritable, tacaño.

Su hijo se daba el lujo de ser un desconocido con aspiraciones, estaba siempre alerta, curioso, perdido en un buen genio sin excusa. Él se veía obligado a desgastar su imaginación en vestir una realidad grotesca, en combatir los peligros que amenazaban la tranquilidad de sus cuatro paredes y buscar las maneras de pagar menos impuestos por un patrimonio inexistente. Ya no se esforzaba por quererlo, ni en atender a sus llamados con afecto. Le quiso cuando era niño y le entregaba tarjetas que decían que era el mejor papá del mundo, y le obedecía. No le costaba nada. Luego, la confusión creativa de sus años adolescentes le había salido cara, y ni hablar de los viajes y las múltiples carreras. Antes de colgar se dio cuenta de que el mono tono arrebatado de la línea que da fin a la conversación se parecía a la voz de Matilde. Se espantó y se rió.

Pensó en su mujer, en lo que podía estar haciendo en la oficina. Hablar de lo que hacían no era parte del contrato ni de los criterios en la asignación del Departamento Gubernamental de la Soledad. La imaginó conversando con sus subalternos, entregándoles órdenes precisas en sobres de hologramas blancos, sus nombres escritos con una fuente «manual» y tintas de colores de acuerdo a la relevancia de la misión. Escuchó su voz desprevenida, sus silencios imperativos y vio sus ojos nulos, determinados, en su modo ejecutor alpha. Siempre tan colonizadora, tan dispuesta a cualquier cosa.

Se parecían en algo. Matilde había olvidado cómo sujetar un lápiz o una cuchara, sus guantes de datos le permitían repartir y supervisar las funciones al navegar su pantalla y las habitaciones de conversación, sin necesidad y sin interés en utilizar otros métodos. Después del fracaso en la operación, él se había vuelto un maestro con las pestañas. Aunque parpadear para hacer clic todavía le secaba los ojos.

Se removió su pieza de oreja con el pulgar y se estaba consintiendo su oído caliente y sacándose la cera cuando el aparato sonó otra vez. Miró la pantalla y la cara no le pareció familiar. Los dientes blancos encerrados en unos labios rojos, la nariz filipina, el pelo suelto sobre las orejas, los ojitos pixelados. Sí, buenas, se apresuró a aclarar la garganta y saborear el gargajo. Lo sorprendió la voz seca, ronca y urgida con acento de minoría. En qué le puedo ayudar, trató de salivar y de tocarse la pelvis con disimulo. Deseo informarle que, una voz de computadora interrumpió, en Abril 27 a las 7 a.m., la voz urgida retomó la conversación, es su turno para visitar el cultivo de a-Brazos. Le esperamos a las 6 menos cuarto en el parking del centro comercial Libertad. Miró la pantalla de nuevo, esta vez se detuvo en los ojos borrosos que simulaban parpadear y cuando bajó la pupila para detallar la sonrisa estática, una línea blanca se la había arrebatado.

No recordaba la última vez que alguien le había puesto una cita. Ni la última vez que había salido de casa. Ni la última vez que había hablado con una mujer o una computadora que no tuviera una voz parecida a la de Matilde. No había tenido suerte ni con los avatares ni en el mercado del usado. Nadie le llamaba por su nombre. No después de la gangrena y el fracaso en su extensión mouseolar.

Al pensar en la semana siguiente y en la excusa que le tendría que construir a Matilde, se le aguaron los ojos. Sintió el corazón galopar y el ímpetu de una mueca, un esfuerzo inconcluso entre nostalgia y felicidad. No confiaba en su cuerpo, las piernas que lo llevaban del área de descanso al área de comunicaciones no podrían recorrer una distancia mayor. Sus hombros habían olvidado el deber ser de una línea recta. Sus brazos eran lo suficientemente largos para jalar la cobija haciaa su cara sin destapar los pies, pero sus codos tenían la fortaleza de un pulgar. Hacía meses que ya no sentía el tronco ni las costillas, pero en ese momento oía su respiración acorralada entre el saco de huesos.

En el foro de susurros, el a-Brazos del parking Libertad tenía una calificación promedio de 3.7 estrellas. El tono le recordaba sus épocas como programador de troles. Lástima que ya no se podía llamar a las cosas por lo que son.  «Pechitos, manos en la cabecita, finales felices». Las famosas inteligencias todavía no podían escoger bien los eufemismos, a-r-t-i-f-i-c-i-a-l-i-d-a-d i-n-ú-t-i-l. Se carcajeó y parpadeó tan rápido que luego tuvo que pedirle a su algoritmo que reconfigurara su monitorcito y su pantallita.

Después de convencer a Matilde de que su hijo le había encomendado una compra orgánica que solo él con su experiencia y ojo clínico para transgénicos y alimentos microprocesados podía reconocer, y de sobrevivir un episodio de incredulidad en el transporte cuando se atrevió a comentarle a una Matilde irracional e iracunda que orgánico siempre le sonó a órgano, a tripa de la tierra, finalmente se encontraba recostado en la cápsula último modelo que lo llevaría al cultivo. Llevó su dedo a la pieza de oreja y la desconectó. La lista de llamadas recientes con dos contactos se desvaneció.

No recordaba si había mentido en el formulario y no le interesaba la verdad. Es probable que hubiera aprobado cualquier cosa aunque no podía firmar. Excusaba sus ausencias de memoria en la nebulosa de dolor que se había apoderado de él desde su salida del hospital, que aunque manejable aparecía en la bóveda de su cerebro cada vez que intentaba recoger un objeto, sujetarse la ropa o dar un puñetazo al aire. Su huella digital sería suficiente si necesitaban su consentimiento. También podían utilizar su tarjeta de créditos de ADN.

Al mirar por la ventana, le sorprendieron las grandes extensiones de tierra recubiertas de un número incontable de plantas alargadas y terminadas en cinco puntas que se movían sin parar. Pulpos de cabeza sobre tallos sembrados uno sobre otro, pensó. Cultivos de lenguas. Sintió la palma de su mano como un puente con su cuerpo, un cosquilleo recorrió sus cuatro dedos fantasmas, distantes como poseídos. La tierra tenía una capa rojiza peculiar.

Una voz seca y andrógina que provenía de la parte donde tenía reclinado su cuello le dio la bienvenida de repente después de más de dos horas de camino. La cápsula se detuvo en un sitio que solo se diferenciaba de los otros terrenos por un camino del ancho de dos personas. Trató de extrañar a Matilde pero un suspiro de alivio lo detuvo. Sintió un peso inusitado en las muñecas y se miró los dedos. Lo que quedaba de sus manos permanecía en un gesto perpetuo de pistola. Se le había dado el mismo tratamiento a las dos manos a pesar de que la derecha era una grieta de sangre y pus mientras que la izquierda solo sanguaza de sudor.

Permaneció en silencio por un rato hasta que la voz le interrumpió de nuevo con una sarta de sonidos en los que susurraba que se dejara seducir por las partes que primero le llamaran la atención; que aquí no había singularidad ni rareza, solo oportunidad, solo el placer de tocar y ser tocado y más anuncios por el estilo. Se estaba empezando a sentir incómodo ante la falta de publicidad, cuando la parte superior de la cápsula se abrió y se desabrochó el cinturón. What you see is what you get, se despidió la voz.

Caminó seis pasos medidos y rozó con el codo la transparencia que cercaba los campos. Uñas violetas y cortas, anillos, nudillos peludos, muñecas finas, dedos cabezones, chuecos, flores de carne, extensiones de huesos y músculos mutilados, enterrados en una suerte de pantano de agua-sangre, se extendían hasta donde le daban los ojos. El terror inicial que vivió en el camino al hospital se replicó por un milisegundo, mientras que su cerebro le mandaba mensajes contradictorios: donantes obligatorios, procedimientos médicos experimentales, posibilidad genética de perpetuar la especie a través de las partes, limpieza social de discapacitados amparada por la asamblea global.

La nebulosa de dolor se empeñó en que buscara sus dedos, los que habían sobrevivido a los microcortes del procesador y fueron erróneamente amputados por el robot doctor y la enfermera. Rumió la idea y sus ojos se paralizaron en una manito bronceada y femenina que lo estaba saludando, sus proporciones enanas no le hacían justicia a su ración perfecta de uñas, color y distancia entre falanges. Se acercó para señalarla con la punta del dedo corazón y se topó con la cerca que la recubría. Era una especie de transparencia que movió con la punta del zapato.

Con el primer paso hacia la mano, su pie se hundió un poco en el barro sangriento y al tratar de levantar el otro pie, sintió una multitud de frotaciones, roces y caricias que poco a poco jalaban sus ropas, un hormigueo que le llegaba hasta la ingle. Intentó sujetarse, extendió sus palmas, dobló sus rodillas y cayó. Levantó la cara para dar frente a la manito, que se cerró sin aviso, a un escuadrón de puños.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Angela Lang es una escritora y artista bogotana. Sus cuentos, ensayos, reseñas y crónicas de viajes han aparecido en The Brooklyn Rail, Guernica, Revista Diners, Food & Wine, Panorama Journal y Fodors. Ha sido coautora de proyectos digitales para hispanohablantes en Estados Unidos en la casa editorial del The New York Times Co. y en Meredith Corp. Se graduó con honores de Ciencia Política en la Universidad de Los Andes en Bogotá. Tiene un grado en Escritura Creativa en The New School de Nueva York y es parte de la promoción 15 del Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM en Barcelona. Flâneuse y amante de las montañas en partes iguales, ha vivido en cuatro continentes y cinco países. Se la puede seguir en @portableangela.

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