Tempus fugit

Cosas de romanos

Tempus fugit: XL septimana

2 de octubre — Matrimonios y patrimonios

«Sarcófago de los esposos» (s. VI a.C.), Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, Roma. / Foto: Sailko [CC BY-SA 4.0]

Empiezan las campañas políticas para las elecciones que se llevarán a cabo el año que viene y ya estamos en un «a ver quién puede más». El tema estrella es la bajada de impuestos sobre el patrimonio, y es divertido escuchar las opiniones de comentaristas y gentes de la calle que hablan como si todo el mundo tuviera bienes mobiliarios e inmobiliarios en cantidad suficiente como para frotarse las manos ante las reducciones prometidas.

Patrimonio tienen los más pudientes, heredado, trabajado o resultado de enlace matrimonial. Matrimonio y patrimonio son dos temas de moda entre los tertulianos a los que no he oído aclarar la íntima relación que une ambos términos.

El latín, que es nuestra lengua madre —el griego es la abuela—, nombra la unión legítima y jurídica de una pareja con la palabra connubium. Nosotros llamamos matrimonio a lo que los antiguos romanos consideraban como estatus jurídico de la mujer casada y la maternidad legal, o sea, el reconocimiento legítimo que se hacía de los hijos de un varón, mientras que la palabra patrimonio aludía al conjunto de derechos y situaciones jurídicas que definían al pater familias, jefe del clan.

El connubium se pactaba. Las familias se ponían de acuerdo para casar a sus hijos porque esa unión no solo era de un hombre y una mujer sino de dos clanes, dos patrimonios, y tenía consecuencias más allá del hogar que se constituía. Existía una ceremonia de presentación en sociedad (boda) que, junto a la presentación del recién nacido y la despedida del muerto de esta vida, constituyeron las bases de lo que ahora llamamos protocolo (no eclesiástico).

Cada miembro de la nueva familia tenía una posición íntima, económica y social muy definida, y las cosas solían funcionar porque todos lo tenían muy claro. A veces las parejas se enamoraban, pero ese no era el motivo principal, y ha sido así a lo largo de la historia, especialmente entre los reyes y familias acaudaladas, porque el amor ha sido casi siempre cosa de pobres.

El pacto no impedía que acabaran (o empezaran) enamorándose, como le pasó a Carlos V con Isabel de Portugal, con quien se concertó matrimonio por intereses; el rey fue a buscarla a la frontera de Ayamonte (Huelva), aunque ya se habían casado por poderes, y cuentan las crónicas que el flechazo entre ambos fue fulminante.

Todavía hoy, en la India, cuando los padres deciden casar a sus hijos, lo primero que hacen es acudir al astrólogo para que este les haga la carta de compatibilidades tanto de los novios como de sus familias. Si el astrólogo no da su permiso, la unión no se lleva a cabo y se buscan otros candidatos.

Hasta el siglo XVIII no empezó a considerarse el enamoramiento como la razón principal para contraer matrimonio, y ya con el Romanticismo del siglo XIX, el amor empezó a tornarse protagonista de las uniones, con las consecuencias que conocemos.

En la Historia del Arte hay varios ejemplos de parejas, como el famoso cuadro del matrimonio Arnolfini, pero hoy prefiero fijarme en una escultura de terracota, llamada Sarcófago de los esposos, del Museo de Villa Giulia de Roma. Perteneció a la cultura etrusca, asentada en el Lacio italiano, y muestra a una pareja recostada sobre un triclinium, celebrando su amor, sonriendo y unidos en un abrazo eterno. Lo que todos desearíamos: igualdad, equilibrio y amor verdadero más allá de un simple nanosegundo en el metaverso.

Estas figuras hablan del estatus igualitario de hombres y mujeres en esa civilización del siglo VI a.C., y ponen de manifiesto el sentido de eternidad al que aspiramos cuando nos enamoramos, así como la complicidad y la ternura de la que debieron disfrutar y que tanto alegran nuestros sentidos al contemplarlos.

3 de octubre de 1667 — Muerte de Alonso Cano

«Inmaculada del facistol» (1655), de Alonso Cano.

Ciertas ciudades tienen muchas visitas, como sabemos, y alguna en especial requiere de una larga estancia en la que se puedan saborear sus tesoros, sus tapas y su luz. Por supuesto, me estoy refiriendo a las capitales andaluzas que conservan gran parte del patrimonio cultural de todos los que vivieron antes que nosotros, tan rico y tan variado.

Granada tiene, en lo que al arte se refiere, un recorrido judío —sí, sí—, otro musulmán, uno renacentista y otro, muy largo, barroco. No entro en los recorridos literarios, gastronómicos y hasta simplemente de ocio, porque no hay espacio aquí y porque se me iba a notar demasiado la querencia.

Se podrían hacer itinerarios de personajes y no solo de obras, porque hay alguno que se merecería una novela o una película por lo que han dado de sí sus vidas: nos sorprende que el famoso pintor barroco italiano Caravaggio fuera un delincuente pendenciero y asesino —no estoy del todo de acuerdo con esta extendida afirmación— y que, a pesar de una vida tan atribulada, tuviera tiempo de pintar lo que pintó y con la fuerza que lo hizo, pero no le quedó a la zaga su contemporáneo granaíno Alonso Cano, quien lo fue otro tanto, según las crónicas de la época.

Nacido de padres artesanos —componedor de retablos el padre y dibujante la madre—, aprendió el oficio en casa, como ocurría antes de que existiera el Libro Blanco de la Formación Profesional de 1975.

Fue bueno en todo lo que tuviera que ver con la pintura y la escultura, y hasta se atrevió con la arquitectura. Tan diestro era el chico que el padre lo mandó a estudiar a Sevilla, al taller de Pacheco, donde conoció a Velázquez, también aprendiz, que sería su amigo toda la vida. Allí aprendió las últimas técnicas y tendencias pictóricas, lo que le valió ser nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV y su posterior traslado a Madrid.

Había enviudado de su primera mujer y se había casado en segundas nupcias, pero al poco de llegar a la corte, la esposa apareció muerta con evidentes signos de violencia —en lenguaje actual— y Cano fue acusado del crimen; para escapar de la justicia se fue a Valencia, donde anduvo escondido en un convento y acabó siendo ordenado sacerdote.

Ya con su nueva y respetable vida volvió a su Granada natal, donde fue nombrado canónico catedralicio; trabajó en la construcción de la propia catedral, para la que diseñó la fachada principal, que no llegó a ver terminada porque murió en 1667, el 3 de octubre.

A pesar de ser más pintor y arquitecto que escultor, se le recuerda por sus esculturas (de pequeño tamaño, por cierto), y especialmente por una Inmaculada delicada y dulce que se encuentra en el Museo Catedralicio y que recuerda, en tres dimensiones, las obras de su contemporáneo —pero no amigo— Bartolomé Esteban Murillo.

Cerca de la catedral queda la Plaza Nueva y en todo su entorno hay varios bares de tapas extraordinarios. Para una mañana sería suficiente ver la Inmaculada y Los Manueles, porque tampoco es cuestión de cansarse. Son mis recomendaciones a vuela pluma, pero tengo muchas más.

5 de octubre — San Froilán

Una vista parcial de las Murallas de Lugo. / Foto: Rosa Cabecinhas y Alcino Cunha [CC BY-SA 2.0]

Hoy es fiesta en Lugo: se celebra san Froilán, patrón de la ciudad y de la diócesis de León. Otro santo, nacido en el siglo IX, al que le dio por hacerse eremita cuando era joven y al que se atribuyen milagros, como que consiguió que un lobo no se comiera a su burro hablándole de amor, de paz y de concordia. Milagroso de verdad que el burro sobreviviera.

Muy a su pesar, fue nombrado obispo de León en una época en la que los reyes asturianos querían reconquistar la Meseta y necesitaban gentes para repoblarla con líderes que se ocuparan de ello. La iglesia y las órdenes de caballeros se ocuparon de hacerlo.

Como es tema largo y no me gusta la palabra Reconquista, porque no se corresponde con la realidad (se reconquista lo que se tuvo y no es el caso), además de que aburriré a mis seguidores con tanto santoral del día, me centraré en la ciudad y en otras fiestas que celebran, por aquello del turismo cultural que está tan de moda.

Lugo fue fundada por los romanos con el nombre de Lucus Augusti y, como ocurrió con Emerita Augusta (Mérida) o Caesar Augusta (Zaragoza), se planeó siguiendo el patrón de los campamentos militares romanos: se trazaba una calle de norte a sur, llamada cardo y otra de este a oeste, llamada decumano. Allí donde se cruzaban se encontraba el foro, lugar de reunión de las huestes en época de conquista y de las gentes de diario una vez que se construía la ciudad. A partir de ahí se diseñaban calles paralelas y perpendiculares en las que se iban instalando las tiendas de las legiones o las manzanas de casas. Todo muy ordenado.

Los romanos no inventaron el trazado, lo tomaron de la antigua Grecia, donde un tal Hipodamos había construido, por encargo del rey, un barrio de Mileto siguiendo ese patrón, llamado por ello hipodámico y también ortogonal y reticular.

El modelo es muy conocido porque es el que se utilizó a partir del siglo XIX: para la reconstrucción de los pueblos de la Vega Baja del río Segura, después de que el terremoto de 1829 arrasara las construcciones existentes, y en muchas ciudades que a partir de la aparición del ferrocarril y del tráfico rodado necesitan calles largas y rectas; también se considera el mejor modelo de aprovechamiento del espacio, y por ello Ildefonso Cerdá lo aplicó en la Barcelona de la segunda mitad del siglo XIX.

Los ensanches de las ciudades modernas —y de sus cementerios— poseen esa planificación utilizada por primera vez por el ingeniero José Agustín de Larramendi, responsable de la fundación de la primera Escuela de Ingeniería en España, amigo personal del rey Fernando VII que sufragó de su bolsillo la rehabilitación del Bajo Segura.

Lugo se cerró además con una muralla que todavía se conserva y que rodea el casco histórico, perfectamente integrada en la ciudad. Se ha restaurado y ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad.

Aprovechando este revivir de lo antiguo, los lucenses se han sumado a una moda estupenda y muy divertida, que es la celebración de su pasado mediante unas fiestas llamadas Arde Lucus, en junio, que recrean en sus vestimentas y eventos la época romana. Muy parecido es lo que hacen en Tarragona con Tarraco Viva a finales del mes de mayo o con Carthagineses y Romanos en el mes de septiembre en Cartagena.

Y si no podemos esperar al año que viene para ver una boda romana y saborear el garum o asistir a un entierro con auténticas plañideras, siempre podemos ir a León a ver la catedral —y a san Froilán— con sus vidrieras limpias y preciosas, y reponernos de los plantones comiendo morcilla sin entripar en La Bicha, en el Barrio Húmedo.

El que no lo pasa bien es porque no quiere.

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