Horas críticas

Capullitos tóxicos

«Papi», de Emma Cline

«Películas en las que los padres eran directamente Dios, en las que los niños se arremolinaban alrededor de papá cada vez que entraba por una puerta, se le colgaban del cuello, le daban besos, oh, pa-pi, decían las niñitas, al borde del desvanecimiento».

Con su primera novela, Emma Cline (Sonoma, 1989) alumbró un inesperado superventas cuya explosión mediática tuvo su origen cuando la editorial Random House lo compró, junto con el encargo de otros dos títulos, por dos millones de dólares. Por entonces la autora tenía 25 años y se convirtió en una estrella de la literatura internacional. Basada parcialmente en la matanza de Charles Manson al frente de La Familia, Las chicas (Anagrama, 2016) tiene como protagonista a Evie, una joven a la deriva en sus primeros y traumáticos roces con lo que a priori representa la libertad de la vida adulta.

Su siguiente obra, la colección de relatos Papi (publicada en 2020 y que ahora edita Anagrama), comparte la exploración de la adolescencia femenina y sus inseguridades, los sentimientos poco fiables para sus propias tenedoras, así como la sensación de amenaza, de una desgracia llegando al punto de ebullición. Pero muchos de ellos se narran desde la mirada masculina, con lo que eso añade de psicología patriarcal. Los papis se encarnan en esas masculinidades —a menudo nocivas— cuyo espectro se aparece en cada uno de estos cuentos, y que parecen seguir ejerciendo cierto atractivo o influjo sobre la mujer joven; como el gurú sectario que les dice cómo comportarse, qué se espera de ellas. La crítica Hillary Kelly, en Los Angeles Times, lo describía con perspicacia al preguntarse, al respecto del tema que planteaba Las chicas: «¿Por qué las mujeres jóvenes con demasiada frecuencia están sometidas —a veces siendo cómplices— a actos sobre los que no dan su pleno consentimiento, o a narrativas románticas que no crean?».

Como en aquel debut y también en la nouvelle que en España hizo de puente, Harvey (Anagrama, 2021), que ficciona desde el punto de vista de Weinstein las horas previas a su sentencia condenatoria —en Estados Unidos se publicó antes del veredicto final—, de los hombres de Papi se espera un abuso de autoridad de un momento a otro. Publicados en revistas como The New Yorker, The Paris Review o Granta, que ya en 2017 la nombrara entre los mejores novelistas jóvenes de su país junto a autoras como Ottessa Moshfegh (en una selección que para The Guardian reflejaba «La era de la ansiedad»), se trata de diez cuentos sombríos y ambiguos sobre la desviación de lo socialmente normativo y el fracaso derivado de ella; especialmente entre personas de clase media-alta, y a menudo vinculadas a la industria creativa y del espectáculo.

Su estilo en estas páginas resulta más preciso y conciso respecto al aire ensoñador de Las chicas, pero siguen hablando de Cline como una portentosa narradora por cómo maneja los tiempos del relato, por cómo dosifica la descripción de la atmósfera y sugiere siempre antes que explicar, pero a la vez otorgando un trazo muy definido de sus personajes en unas pocas páginas (todos los relatos están en torno a la veintena) y del mundo que retrata: tan real, tan cierto, inquietante y ridículo.

Emma Cline, autora del libro de relatos «Papi». © Anagrama

El conjunto se abre con «Qué se hace con un general», que partiendo de una comida familiar en la que se mascan —más que alimentos— la infelicidad, el desencanto y las decepciones cruzadas, es una crónica sobre «con qué facilidad se torcían las cosas»; y más adelante: «Con qué facilidad caía un velo entre él y esas personas que eran su familia. Se difuminaban, gratamente, se volvían lo bastante borrosas como para que pudiera amarlas». Hay en este arranque una cierta violencia soterrada, el miedo a una fuerza malévola invisible, y una obsesión palpable por la herencia (también genética), previa al cuidado de esos vínculos cercanos, cuyos actores inventan sus recuerdos o los manipulan o los magnifican, o simplemente no saben escapar de ellos ni acaban de admitir el trauma de haber nacido en semejante nido.

«Los Ángeles» esboza las dinámicas explotadoras y camufladoras del negocio en torno al físico que es una tienda de ropa. También, en este caso al menos, sirve como observatorio de la sociedad de clases, tanto atendiendo a los clientes como a las dependientas, que presentan un perfil típico en las inmediaciones de la meca del cine: «Lo triste de esta ciudad: los miles de actrices con sus miles de miniapartamentos y sus tiras de blanqueamiento dental, la energía generada por miles de horas corriendo en la cinta del gimnasio y en la playa, energía que se disolvía en la nada». La mascarada, vestida de intensidad, tiene su prolongación en los cursos de actuación, con un encargado igual de controlador. La existencia de estas chicas es puro drama que ellas mismas han de contar como algo banal o cómico para diluir el poso desesperanzado: «Sus vidas, una serie de encuentros que les sucedían pero que no les afectaban nunca verdaderamente, al menos en la versión adaptada».

En «Menlo Park», Cline nos presenta a un tipo que edita las memorias de un ricachón corrupto y con ínfulas, mientras su propia vida —también salpicada de escándalo— está a punto de descarrilar; un aterrizaje forzoso y forzado por la mera supervivencia: «Se dejaba arrullar en la mera proximidad del dinero: había creído, aun después de todo, que tal vez podría salvarse». Aplica un humor merecidamente cruel a la sociedad capitalista más grotesca, anunciada en TV por «gente compitiendo con pasteles en forma de flor o de perro, ganando miles de dólares por ello». Pero sobre todo es un relato en torno al control de la narrativa por parte de los machos alfa y, de nuevo, las masculinidades posWeinstein: «¿Era eso lo que querían, lo que quería todo el mundo? ¿Que tuviese esos pensamientos castrados, benignos, sobre las mujeres; pensamientos que no se traducían de inmediato en acción?».

Imagen de la cubierta de «Harvey». © Hélène Delmaire / Anagrama

También en torno al éxito y el fracaso, con ironía y, aquí sí, compasión hacia sus personajes, gira «Hijo de Friedman», donde un exproductor de cine se enfrenta a las decepciones de su vejez, incluido un colega más airoso que él en el negocio y un fiasco de hijo. «Era casi vergonzosa la firmeza con que había creído que todo seguiría yendo a más», escribe la autora sobre el hábito o la adicción de ganar en el protagonista (que es el padre, y no el hijo) y que, llegado a ese punto y observando su escaso legado, toma conciencia de la artificiosidad de la vida y el arte, y se dice que «es todo humo». Y poco después: «Cuántas oportunidades, aquí sobre la faz de la tierra, para hacer el ridículo». Y hay quienes no desaprovechan casi ninguna.

La protagonista de «La niñera» huye de los paparazzi después de que la prensa descubriera que había tenido una aventura con el famoso actor a cuyo hijo cuidaba. Una vez más en Cline, la angustia se ceba con la joven que pone un pie en territorio adulto: «¿Qué hacer, más que continuar existiendo? Una sensación de irrealidad zumbaba por debajo de cada segundo, un pánico no por completo negativo». La ventaja de la espinosa situación en la que se ve, claro, es la experiencia en sí misma, y también la percepción de su propia historia en la lectura ajena (en una reflexión que tiene algo de metanarrativa). «Se imaginó ser la clase de persona que registraba esa clase de detalles en un diario», se dice en un momento dado. Al final de otro relato sobre «un capullito tóxico» se halla la tragedia del afán por ser vista, notada, admirada.

«La arcadia» es la historia de dos hermanos huérfanos, Otto y Heddy, y el novio de esta, Peter, desde cuya perspectiva se cuenta. Cuando Heddy se descubre embarazada, presumiblemente de Peter, este se muda con los hermanos a la granja que regentan, en la que viven y trabajan junto a otra serie de empleados que duermen en remolques situados por el perímetro. «¿Podía un lugar actuar sobre ti como una enfermedad?», se pregunta Peter, que juega al flirteo y se huele una infidelidad de su novia encinta, aunque en este caso la masculinidad chunga de verdad es la del hermanito controlador y siniestro Otto. Cuento que supone, de paso, una ácida visión de los proyectos de sostenibilidad rural, tal es la atmósfera insostenible que pinta.

Un padre huraño coge el tren para recoger a su hijo del internado después de que este se haya visto envuelto en un «problema» que el lector ignora, en «Regional noreste». Mientras viaja, sabemos de la relación del padre con una novia suya, que parece distinta de esas mujeres casadas, habituales en su historial, «que querían relatar sus mayores tragedias en la calma que sigue al sexo». Sin embargo, a la que juzga y denigra —en público— es a la novia de su hijo, en un almuerzo que le da a Cline para sintetizar toda una relación al ritmo de la conversación, los silencios y los gestos, exhibiendo su enorme agudeza psicológica en este retrato de la falta de empatía, de culpa y de responsabilidad de un hombre encerrado en su propio mundo, epítome de la sociedad moderna, del bienestar individualizado: «Por eso había que vivir en ciudades: la abundancia te protegía de los antojos del contacto humano».

Emma Cline (Sonoma, 1989). Foto: © Megan Cline / Anagrama

«Marion» es un cuento al que la autora estadounidense dio forma mientras cursaba su máster de escritura creativa en la Universidad de Columbia, y con el que ganó el prestigioso Plimpton Prize de The Paris Review antes de escribir Las chicas. Es importante tenerlo en cuenta, porque de alguna forma en este relato podemos rastrear el germen de aquella primera novela: sus protagonistas son chicas preadolescentes jugando a su primer bikini en una comuna, un rancho hippie consagrado a la venta de marihuana, y a comentar lo de Polanski: «Estábamos celosas, imaginando un novio que te deseara tanto como para infringir la ley». Es la historia, a fin de cuentas, de un primer amor, o un primer deseo, de la incomodidad de las sensaciones que suscita en la joven Marion, que activa el modo lolita para desperezarse a la adultez y saludar el fin de la inocencia, el estreno de la crueldad.

En «Mack the Knife», en cambio, Cline juega con las expectativas de la narración y los roles de género al desarrollar el retrato de un guionista de mediana edad, «clínicamente triste», que intenta retomar el control de su vida junto a una novia también deprimida y mucho más joven, a la que trata como a su hija en una relación de intensa dependencia en la que ambos, finalmente, son poco más que dos desconocidos que se necesitan. La incomunicación de los hombres, un grupo de amigos que se dicen poco o nada de verdadero, y la inestabilidad psicológica del protagonista va virando poco a poco hacia su pareja y su vulnerable vida de actriz en el alambre, poblada de ansiedad, ataques de pánico, pastillas para dormir y para no dormir, pues las drogas en su más amplia acepción son parte esencial de este relato tristísimo: «Habían conseguido todo lo que querían».

Cierra el volumen «A/S/L», acrónimo de age / sex / location, que es una fórmula habitual para obtener información rápida en los chats de relaciones online. De hecho, las protagonistas de esta historia, una mujer casada de 35 años y una joven de 20, comparten habitación en un retiro de rehabilitación terapéutica para ricos en el desierto, tras haberse hecho adictas a las habitaciones de esos chats, donde podían fingir otras vidas y paliar su soledad: «Nunca había sido el centro de tanta atención», se dice acerca de la mayor de ellas, quien solía entrar con el alias DaddyXO (o sea, «papi abrazos y besos») para meterse en la piel de un tipo como podría ser su marido, de 45 años. En el fondo solo está deseando vivir algún tipo de emoción, en un mundo en el que todos se empeñan en aprender cosas: «¿Cuándo se había vuelto tan insípida la vida, una clase continuada de estudios sociales en la que se suponía que tenías que sentir interés por el funcionamiento de las corporaciones, por los detalles minuciosos de sucesos históricos, dedicar tu tiempo libre a empollar para un examen que no existía?». Entre sesiones de yoga restaurativo y coachs de sobriedad se desarrolla un relato magistral sobre la tristeza de la contención y la infelicidad de abandonarse.

Ese último, demoledor cuento, resume una sensación que planea sobre muchos de los personajes de este libro con el que Emma Cline da continuidad a su inspirado debut: sentirse insignificantes en un mundo que podría fácilmente prescindir de ellos, sin que nada pasara. Esa falta de preparación existencial que tanto echan de menos mientras son conscientes de su desamparo: «La capacidad de tomarte tu propia vida en serio, de creer que eras una entidad lo bastante estable para precisar mantenimiento, como si algo de todo esto fuese a alguna parte». Desde esa atenazante certidumbre cuesta horrores moverse.

 


Papi
Emma Cline
Traducción de Inga Pellisa
ANAGRAMA
(Barcelona, 2022)
240 páginas
19,90 €

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