Crónicas en órbita

«Stranger Things», Kate Bush y una canción para volver al mundo

Mucha gente no sabía quién era Kate Bush hasta hace unas semanas.

En la temporada cuatro de Stranger Things, uno de sus personajes protagónicos salva su vida gracias a su canción favorita: «Running Up That Hill». La historia transcurre en 1986 y Vecna, una criatura monstruosa que posee a sus víctimas a partir de sus traumas más profundos, ha atrapado a otra adolescente, Max. Según el procedimiento de la bestia, su presa está en dos lugares a la vez. Los espectadores vemos a la chica maniatada, consciente de lo que está pasando y de la inminencia de su fin, pero también vemos su cuerpo en el mundo real, la mirada perdida y ausente. Un espacio es oscuro y ominoso; en el otro reina la luz y el cuerpo de Max no está solo, sus amigos la rodean y quieren traerla de vuelta. Han descubierto que si la víctima escucha su canción favorita será capaz de salvarse, de volver. No tienen demasiado tiempo, revuelven entre los casetes, eligen uno y, contra reloj, lo ponen en el walkman que calzan alrededor de la cabeza de la chica. Empiezan a sonar los sintetizadores, la batería entra rítmica y potente y una voz femenina se alza:

It doesn’t hurt me.
Do you want to feel how it feels?
Do you want to know that it doesn’t hurt me?
Do you want to hear about the deal that I’m making?
You, it’s you and me.

«No me duele», dice. Al principio se escucha a lo lejos, todavía no logra liberarse. «Si tan solo pudiera / Haría un trato con Dios / Y conseguiría que intercambiara nuestros lugares». El estribillo trae consigo recuerdos felices hasta que por fin Max se recupera, es dueña de sí gracias a esa voz, se libra de su captor, corre hacia sus amigos y hacia sí misma. «Estar corriendo por ese camino / Estar corriendo por esa colina / Sin problemas», porque la luminosidad de una canción favorita a veces es lo único capaz de conectar la realidad con ese upside down en el que solemos caer.

En 2022, más de cuarenta años después de su lanzamiento, esa canción está primera en las listas de éxitos del mundo. Todos la escuchan, un cisne negro, un éxito inesperado, un hit extemporáneo. La cantante es Kate Bush, una inglesa de 63 años que vive retirada en la vida hogareña y acaba de batir varios de esos récords que a la industria musical le gusta destacar.

«Ha logrado tres récords históricos en la Official Chart: el mayor tiempo para que un sencillo alcance el número 1 en la Official Singles Chart —37 años—, la artista femenina de más edad en conseguir un número 1 en la Official Singles Chart y, 44 años después de su último número 1 en el Reino Unido con Wuthering Heights, Bush ostenta el récord de mayor intervalo de tiempo entre números 1 en la historia de la Lista Oficial».

Hace cuarenta y cuatro años su primera canción estuvo en la cima de las listas de éxitos y ahora lo consiguió «Running Up That Hill”, primera en Reino Unido, Suecia, Suiza, Noruega, Australia, Países Bajos y Austria, y en el top ten de Estados Unidos. Las reproducciones en Spotify a nivel global suman centenas de millones, y es furor en TikTok. Cuando le preguntan a Kate Bush qué cree que pasó, contesta que no sabe, que «el mundo se ha vuelto loco».

Soy de la generación que escuchó a Kate Bush en los años ochenta, soy de esa generación pero nunca la había escuchado. La conocí gracias a mi hija adolescente que la descubrió en 2021 y pasa casi la totalidad de sus horas de vigilia escuchándola. A través de la casa llegaban las estrofas, la voz de mi hija sobre la de la cantante, el registro agudo, las letras misteriosas, una orquestación diferente, un sonido único y original. Su primera canción preferida, la que sonaba una y otra vez, sin embargo, no era la de su último récord sino del primero, de 1978, que dice así:

Wuthering Heights
Heathcliff, it’s me, I’m Cathy
I’ve come home, I’m so cold
Let me in your window

El motivo son las Cumbres Borrascosas de Emily Brontë. Pocos meses antes de que todas sus amigas y su generación hablara de Kate Bush, ella se había hecho fan. Le gusta encontrar rarezas.

Nunca fui una melómana y siempre escuché música. En los ochenta fueron Queen, Michael Jackson, Madonna, Genesis, Pink Floyd, David Bowie, seguí las listas norteamericanas de éxitos, repletas de maravillas pero también de ausencias que no podía extrañar porque no las conocí. Con la guerra de Malvinas en 1982, el gobierno militar prohibió la música en inglés y entonces llegaron Virus, Los Abuelos de la Nada, Serú Girán, eso que en Argentina se llamó «rock nacional». No había demasiado espacio a lo imprevisto para una adolescente promedio que quería ser como el resto (a diferencia de mi hija, no me gustaba desentonar). Ahora sé que Kate Bush es una artista de culto que brilló en los ochenta, pero entonces no sabía de su existencia, así que le pedí a mi hija adolescente que me la presentara.

Como hacían los cronistas de Indias para explicar a los europeos lo que encontraban en América, comenzó de lo cercano a lo lejano, partió de mi mundo familiar para llegar a lo desconocido. Por eso primero me contó que muchas de sus canciones se inspiraron en la literatura, como «Wuthering Heights» con la novela de Emily Brontë o «The Sensual World» a partir del Ulises de Joyce (supe de una disputa por los derechos del libro, que perdió, y no pudo usar las palabras de Molly Bloom sino una versión propia).

Consiguió captar mi atención. También me explicó el origen a partir de un personaje conocido: «la descubrió uno de los Pink Floyd». Kate Bush viene de una familia inglesa como sacada de un entorno renacentista, con gustos e intereses diversos en el ambiente artístico y cultural. A los 13 años tenía más canciones compuestas que muchos músicos consagrados; componía, escribía las letras, armaba coreografías y vestuarios. Unos años después y con ayuda de su familia, grabó una demo con algunas de estas canciones y empezó a recorrer las discográficas sin ningún éxito, hasta que un día ese material llegó a las manos de David Gilmour. Le gustó. Y le gustó tanto que contactó con la familia, decidió poner dinero de su bolsillo y concretó la grabación de otra demo, esta vez de manera profesional.

Gilmour llevó con él a los mejores músicos e ingenieros de sonido que conocía (los de Pink Floyd, de Alan Parsons Project, de The Beatles, los técnicos de Abbey Road) y aprovechó sus contactos para dejarle la grabación a la discográfica EMI, que ya había escuchado su material pero no se había mostrado interesada en producirlo. Sin embargo, esas mismas canciones ahora sonaban distinto.

Antes del disco salió un primer single. Una canción como muestra de la artista: la de «Wuthering Heights», con octavas increíbles, que mi hija escuchó durante meses y un baile reproducido al infinito. En el videoclip Kate Bush está en el bosque, tiene el pelo largo y rizado con permanente como lo usábamos en aquella época, lleva un vestido rojo hasta los pies con un lazo negro en la cintura, se mueve con gracia etérea, casi como un halo, intangible. «Es el personaje, el fantasma de Cathy», me explica mi hija, «llega a su ventana y le pide a él que le abra, afuera hace tanto frío». La voz no puede ser más aguda, la chica del vestido rojo abre los brazos, eleva las piernas, se notan los años de ballet, los movimientos son envolventes.

Entonces vemos algunos vídeos en YouTube, son actuales: en distintas ciudades del mundo hay fans que se juntan en parques o plazas, decenas de personas con vestidos rojos (hombres, mujeres, jóvenes, viejos) que recrean la coreografía del fantasma de Cathy en el bosque. Decenas de personas se juntan a bailar como lo hizo Kate Bush en 1978.

Ese fue su primer éxito y también el más duradero, una canción cargada de simbología y convertida en sinónimo de la cantante. Tenía 19 cuando grabó su disco The Kick Inside con aquellas inclasificables canciones que había compuesto siendo una niña, retrabajadas con los mejores profesionales de la industria musical del Reino Unido.

El material en bruto era puro potencial. Las letras eran únicas, no se parecían en nada a lo que se estaba escribiendo, mucho menos a lo que se suponía que podría escribir una estrella pop adolescente. No eran las típicas historias de amor y desengaño, en sus versos había magia, apariciones y fantasmas, había mitos, tradición y mujeres poderosas, todo alejado de los estereotipos y los lugares comunes.

Mi hija me dijo que nunca había escuchado canciones así, me recomendó que prestara atención a esas construcciones narrativas con principio, nudo y desenlace. Además de los videoclips, me mostró sus presentaciones en vivo donde una chica como ella, pero hace más de cuarenta años, subió a un escenario a hacer un show con bailes y coreografías propios, con cambios de vestuario y dramatizaciones, con personajes que cobraban vida en cada historia. Me contó que por ella los productores introdujeron los micrófonos inalámbricos en los conciertos, para que pudiera moverse con libertad, teatralmente. «Es rara», parece disculparse mi hija aunque es eso lo que la vuelve fascinante: una cantante excéntrica, una música extemporánea, una piedra preciosa desconocida por su generación.

Quise ver más videos de sus presentaciones en vivo y entonces me llegó la novedad que sus seguidores conocen hace años: después de aquellos conciertos de 1978 no volvió a presentarse en público hasta 2014. Mi hija me dijo que cuando sus fans se enteraron de esta presentación agotaron las entradas en minutos, que a ella le encantaría verla en concierto, que su voz ahora está madura pero le gusta y que se le caen las lágrimas cuando ve esos vídeos caseros y mal encuadrados por el público porque Kate Bush se negó a ser filmada en esta época.

Me contó que los discos que grabó con material original son nueve: dos en 1978, a los que siguieron otros en 1980, en 1982, en 1985, en 1989, en 1993, el siguiente en 2005 y uno más en 2011. Sus discos son objetos extraños, obras conceptuales de una artista alabada por sus pares. Es distinta a todos. Lo que hizo fue a contracorriente de lo que se hacía, de lo que se esperaba de ella y creo que es eso lo que cautivó a mi hija cuando la descubrió por su cuenta, a contramano de lo que la rodeaba.

Con sus 19 ve a una artista de 19 con una voz diferente, con inspiraciones literarias y unos movimientos únicos en el escenario. Con sus 19 conoce algo elevado que nadie le recomendó; investiga y recorre su carrera disco por disco. Con sus 19 sigue el derrotero de una mujer que le resulta increíblemente talentosa y acompaña la evolución de su carrera. Con sus 19 siente empatía por ese personaje que se retiró a su casa a hacer jardinería, encuentra una página oficial con socios y también una mínima posibilidad de que un día se anuncie un recital en vivo y ella tal vez consiga su entrada online. Con sus 19 descubre que los años ochenta tenían un secreto guardado que sus padres no conocían.

¿Y vos, cómo la descubriste?, le pregunto y para explicarlo empieza a desandar sus derivas en la web: vídeos, foros, comentarios. Yo siento un poco de envidia de época por las posibilidades de hallar lo raro, lo segmentado, lo imprevisto, mientras ella añora esos años ochenta que no vivió, en los que Kate Bush brilló y con su canción logró salvar a una adolescente que necesita ser traída de nuevo al mundo.

Un comentario

  1. Alberto Hernán

    Maravilloso relato. Yo también soy de la época en que Kate Bush maravilla al mundo por allá en 1986. La he adorado desde siempre y no me disgusta que se haya puesto de moda hoy en día. Me encanta Stranger Things y adoro que nuevas generaciones puedan disfrutar y amar a una artista excepcional.

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