Ficción

Nieve de agosto

«Baco» (c. 1598), de Caravaggio. Óleo sobre tabla

Es la luz de la mañana que veo sentado en la mesa del château la que me hace desear de nuevo, al verla caer sobre las migas de pan, las copas con pozo de vino y el queso mordisqueado por roedores, los cuerpos de esas dos mujeres como si fueran uno solo. Sophie y Rachel. Las imagino frente a mí, desnudas y formadas una después de la otra a la luz de agosto, a gusto en el calor suave de la tarde sin apenas percatarse de que las moscas revolotean a su alrededor y se detienen en sus hombros viscosos, en sus labios rojos y entreabiertos, en sus pechos, cada uno tan distinto.

Prof, me dice Antoin que intuye mi pasado en París, esta noche iremos a un lago a divertirnos. Me invita y me explica que va a tomar prestado el carro del capataz, un carro de juguete donde caben cuatro, cinco si nos apretujamos en el asiento trasero. Algunos se van en bicicleta o a pie. No es muy lejos, veinte minutos, media hora a lo sumo. Trabajo en silencio mientras veo el sol caer sobre sus manos fuertes, sobre las venas que sobresalen de sus antebrazos y bailan bajo la piel mientras manipula con destreza las tijeras con las que corta racimos. Las uvas dan ganas de comérselas cuando se ve que son agua y azúcar, que son uno cuando uno se está deshidratando bajo el sol. Cada empleado tiene una vieja botella de agua, de eau-de-vie para algunos, en donde la luz entra y se quiebra en miles de pedazos dorados. La mía, sin embargo, no dura más de una hora y debo ir a mear detrás los árboles en los límites del viñedo, el comienzo del bosque que imagino en otoño, tupido de colores ocres y rojizos, y luego en invierno, blanco y negro.

La piel blanca de Rachel sobre las sábanas azul oscuro me viene a la cabeza mientras desocupo la vejiga. La piel blanca, los labios rojos, el pelo negro. La recuerdo recién llegada al quartier latin, aún con la inocencia americana, cogida de la mano de Sophie, una francesa de piel cérea y cabello fósforo. El rojo es siempre de sangre, pienso. De la sangre que sube al rostro después de la petite mort o de la sangre de la que venimos los hombres y a la que volvemos siempre. La luz de agosto llega plena al surco que desuvamos. Paris, c’est loin, Paris, c’est loin d’ici, canta Antoin. Sus labios son carnosos. Su culo es prieto, puedo verlo cuando se agacha, aún cantando, para recoger los racimos, y el sol le da sobre la tela del jean decolorado y sucio de tierra. Tiene una novia, me dijo, una muchacha de Alsacia con fuerte acento, pero cara de ángel. El verde de su camiseta brilla como brillan las hojas de los viñedos que aún, a pesar de que estamos a finales de agosto, tienen ese color verde vivo, intenso, que me recuerda el trópico de casa.

En la hilera siguiente están dos chicas, Camille y Laura, que siguen la canción de Antoin. Una de rojo y otra de mostaza intenso. Tienen las mejillas y el pelo tostado, tienen los labios carmesíes y secos, tienen apenas veinte años y están como las uvas que recogen y que observo sin recato detrás de las gafas de sol, como hace Antoin, que cuando no las usa juega con ellas, poniéndoselas entre el pelo abultado o en la punta de la nariz. En esta zona, la zona de los viñedos más jóvenes y por tanto de baja calidad, estamos los amateurs, a pesar de que yo por edad debería estar con los mayores. ¿Cuán difícil puede ser? Nada más coger las tijeras y cortar el primer racimo se entiende que se puede arruinar las vides, que se puede uno cortar un dedo que saldría volando como salen volando resortados los racimos a las cubetas agua marina que nos dan a cada pareja.

Nada de faire la fête, nada de alcohol, nada de drogas, de shit, dijo el patrón cuando llegamos hace dos días. Sin embargo, la hierba y el vino barato no faltan. Anoche, mientras iba al baño a verme en el espejo esa piel roja e irritada, escuché y vi por la ventana que los regulares, viejos de media edad, franceses, pero también argelinos y subsaharianos recién llegados en barcos fantasma, se internaban como ciervos en el bosque. Vi el humo de la fogata, escuché los cantos y las voces muy a lo lejos e intenté asomarme, sacar el cuerpo por la ventana para ver mejor, pero no vi gran cosa. Si los pillo, los echo a puntapiés y sin un centavo, dijo el patrón el primer día, y los muchachos miraban sus celulares como si nada y los viejos miraban qué más comer en esa mesa siempre llena de sobras y moscas.

A las siete en punto llevamos las cubetas y herramientas a un cobertizo junto al castillo. Las chicas cantan una canción sobre los barrios pobres de París y, cuando se enredan con la letra, llena de una jerga espesa y malsonante, pasan a qué van a hacer con la plata que han ganado este verano, primero cuidando niños millonarios de Cannes o Niza y después en los viñedos del sur, de cosecha cada vez más prematura y pronto inexistente. Vestidos, zapatos, teléfonos que comprarán en los meses de rebajas para rendir el money, money, money, cantan con grave acento lanzando billetes imaginarios al aire. Una de ellas acaba de aprobar el bachillerato y duda si comenzar la universidad y la otra, que comenzó en septiembre pasado, la anima a meterse en una carrera sencilla, inglés, español, tan solo por la beca y la fiesta que es eterna ese primer año en que todo es un bordel. Y qué bordel, pienso.

En la cena de verduras, nueces, queso y pan, el vino fluye como si fuera agua, como si no fuera el alcohol del que el patrón nos había advertido. Él allí, pañoleta en cuello, presidiendo la mesa, bebiendo el que más y riendo junto al mayordomo, un hombre gordo, mal afeitado y de fuerte acento de las montañas, y recorriendo con la mirada a las muchachas y a las no tan muchachas que, con todo y sus sombreros y trapos, se quemaron durante el día y, mientras comen y parten el pan y se lo pasan las unas a las otras, toman el aceite de oliva y, como si se tratara de trozos de ese mismo pan, se lo untan mutuamente sobre los hombros tostados, las mejillas pecosas y las narices respingonas, ahora que la luz del sol comienza a ponerse sobre las ventanas góticas del château.

Sobre la mesa, encima de Antoin, hay una copia desteñida del Baco de Caravaggio. El mancebo, hijo de Zeus y Sémele, yace junto a una mesa cargada de frutas y una garrafa de vino. El mancebo, el niño rozagante de mejillas llenas, de labios carnosos y hojas de vid entre los mechones de pelo, se parece a Antoin, que como él tiene una copa de vino en las manos y mira con sonrisa alcohólica, nauseabunda, con ojos cebados de lujuria a Laura, que está frente a él y que de vez en cuando le devuelve la mirada y una sonrisa esquiva.

La luz se extingue y de repente sus ripios son un aura acompañada por una descarga de insectos. La luna aparece por la ventana, todos comienzan a alistarse en sus habitaciones, que compartimos en hileras de ocho camas como en un internando, y el patrón sigue rondando como si nada se estuviera fraguando a cielo abierto. Yo abro un libro de Rimbaud ajado por el lomo, leo la misma línea una y otra vez, c’est un trou de verdure où chante une rivière, c’est un trou de verdure où, c’est un trou, hasta que Antoin me dice que ya, que vamos, prof.

Sobre mis piernas se hace la chica de rojo, Camille, que ya no está de rojo sino de azul, azul oscuro casi negro, y que no le pone peros a que de vez en cuando le pase las manos por sus piernas desnudas, rojas, calientes por el sol que aún no abandona su cuerpo, porque no tengo dónde ponerlas y ella lo sabe y me mira con complicidad etílica. A su lado, en cambio, Monique, una amiga de Laura, de ciudad más grande e industrial, se queja cada vez que el chico que la carga, un francés de origen magrebí, hace lo mismo que yo. Que no me toques, le dice, y el chico dice pero putain, dónde pongo las manos acaso, y la chica dice que si la sigue tocando ella se baja y camina hasta el lago. Antoin, temeroso de que su amigo arruine la noche, lo regaña y tras un nuevo reclamo de Monique, reclamo infundado porque el chico tiene, defensivo, las manos en el aire, detiene el carro y lo obliga a bajar. Él nos insulta tras una nube de polvo mientras lo perdemos de vista. A pesar de que ahora tenemos más espacio y podríamos acomodarnos todos sobre el asiento, Camille se aferra a mis piernas y a mis manos que ya no solo rozan y juguetean con sus piernas rojas y firmes, sino que las acarician y masajean y se unen a las de Monique, que se largan curiosas hacia su amiga. Del puesto del conductor, Antoin nos pasa una jarra de vino que ya va más abajo de la mitad y que terminamos antes de llegar al lago.

Tranquilos, dice Laura, que hay más en el baúl. Sus labios púrpuras se ven negros en la oscuridad.

Es noche cerrada, pero la luna y las estrellas, acá libres, nos alumbran en plata. El agua está fresca, pequeños fragmentos de madera o peces diminutos nos pasan entre las piernas. Camille me sigue unos metros lago adentro donde la oscuridad, sin la sombra de los árboles, es menor. Allí nos besamos y paso las manos bajo el bikini donde la piel es más suave y clara. Los ojos rojos, como si aún tuvieran la luz del día en el interior, le brillan y me asustan por un segundo. Tu es malade, le digo por decir algo y ella se encoge de hombros. Yo he visto esos ojos antes, en Sophie, es seguro, esos ojos rojos en cuencas blancas.

En tierra los muchachos han prendido una fogata y puesto música en altavoces inalámbricos. Garrafas plásticas de vino pasan de boca en boca, Camille toma un largo sorbo que termina con un hilo tinto en su barbilla. Antoin besa a Laura. Yo lamo a Camille de la barbilla a la oreja; ella tiembla en mis brazos. El resto, que en mi cabeza son cuerpos indistintos en la orilla, baila en círculo. La luz de la fogata, la luna, las estrellas se unen en un vórtice de tierra húmeda.

La luz, que ayer era destellos, hoy es vidrios rotos. Camille parece ausente y me rehúye la mirada. Antoin y Laura no han aparecido y los remplazan dos viejos que desconozco. La productividad baja de cuatro cubetas a dos, pero ni el capataz ni el patrón nos reclaman en la hora del almuerzo. Bebo una olla completa de café que por fin me espabila y me quita la sed que había arrastrado toda la mañana. El sol, la luz que se repite en mis ojos, deja de arderme. Las moscas revolotean entre las vides, en el bosque se escucha una jauría cazar entre conejos. Camille parece otra cuando el sol se pone y los ojos comienzan a volvérsele rojos de nuevo. No irritados, sino con luz propia, más vivos, punzantes.

Esta noche nadie habla de lagos o fiestas. Comen callados o hablan en pequeños grupos por medio de susurros incomprensibles. Me escapo para leer bajo la luz débil del porche. En la silla el sueño viene y va. Cuando me doy por vencido entro al cuarto y me tiendo con la ropa puesta. Es un sueño pesado, oscuro y sin imágenes. Cuando despierto, a media noche, todas las camas están llenas de cuerpos de torsos semidesnudos.

La sed me raja la boca y amenaza con expandirse por el cuerpo, debo ir al baño, desvestirme.

El agua de la ducha, un chorro informe y tibio, me alivia la piel que es luz. El pantalón y la camisa con aroma de lavanda me llevan de nuevo al porche y de allí a dar una pequeña caminata por el campo, ahora fresco.

Entre las sombras, la jauría aúlla.

El bosque es oscuro, negro. A las ramas y a las hojas secas se las siente, se las escucha crujir bajo los pies, pero no se las ve como tampoco se ven los árboles si no es por el contraste con el cielo estrellado. Los cuerpos en cambio se ven como si la luz manara de ellos. Son dos. Las dos vestidas con batas largas de tela rústica. Una peina a la otra, el rojo y negro de sus cabellos sobre el blanco de sus manos. Peinadas recogen ramas para hacer una fogata, un altar. A la luz del fuego, comienzan a desvestirse lentamente, enseñando primero la espalda, el pecho, el vientre aún incólume y finalmente las piernas que, estando de pie como están, se tensan como los cuartos traseros de un caballo. De un platón sacan la leche con la que se bañan las pieles que, cubiertas ahora de una capa blancuzca, brillan con más intensidad.

De pronto llega Antoin, que es Baco con vides en el pelo. De su boca les da vino, las embriaga, como la noche anterior. Ellas desnudas, brillantes de la leche espesa, se le ofrecen. Juntos se revuelcan en la tierra suelta, sus pieles blancas y la de él miel, en el negro de la tierra. El éxtasis es largo y se confunde con los que vienen después.

Es Sophie quien me ve primero. Sus ojos traspasan la maleza, sonríen en señal de reconocimiento. Mientras los otros siguen revolcándose, ella lleva una mano a su sexo, unta los dedos en él y me los ofrece a distancia. Me asomo al claro como un perro tímido, el paso sigiloso, la lengua afuera. Olisqueo y lamo finalmente sus dedos untados de semen. Me transformo en un lobo lleno de rabia y me abato sobre su cuerpo lácteo. Estoy dentro cuando siento que Baco me toma firme de los hombros. Es Rachel quien con una tijera me abre el pescuezo. La sangre mana líquida sobre la piel blanca, blanquísima, de Sophie, diluyéndose primero en la crema y luego desbordándose sobre la tierra.

Es agosto, de pronto hace frío, pronto comenzará a nevar.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Andrés Franco Harnache (Bogotá, 1989) es escritor y fotógrafo. Máster en Creación Literaria de la UPF. En 2016, tras una residencia en Berlín, escribió la novela Un sol frío, sólo luz (inédita). Ha publicado cuentos en las revistas Sombralarga y Matera. Actualmente hace un doctorado en literatura comparada en la Universidad de Lovaina la Nueva (y toma fotos y escribe su próximo libro).

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