Esta reseña ha sido publicada en papel en el número 215, «La Gran Familia», de la Revista Mercurio.
Pese a que empieza diciendo que no le gustan las entrevistas, lo que Jean Stein logra arrancar de William Faulkner es extraordinario. Tras confesarse un «poeta fracasado», y que todos los novelistas suelen ser poetas y cuentistas («el género más exigente después de la poesía») y que al fracasar es cuando «empiezan a escribir novelas», a la pregunta de si existe alguna fórmula para convertirse en un buen novelista, la respuesta del autor de El ruido y la furia, como muchas de esta larga y nutritiva conversación, ha pasado a los anales: «Noventa y nueve por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de disciplina y noventa y nueve por ciento de trabajo», y por supuesto no sentirse satisfecho jamás. Aconseja a quien le interese la técnica «que se meta a cirujano o a albañil», dice que nadie le ha presentado nunca a la inspiración, y que un autor necesita tres cosas: «experiencia, capacidad de observación e imaginación». Amante del Quijote, que leía una vez al año, cuando le dicen que no entienden lo que escribe tras haberlo intentado dos o tres veces, su respuesta es legendaria: «Que lo lean cuatro veces».
Uno de los mayores pesares del filósofo Marshall McLuhan, el padre de la aldea global y de la teoría de la comunicación, era la certeza de que poder entenderse con alguien era algo milagroso. El poeta y controvertido ciudadano Ezra Pound (fue perseguido tras la Segunda Guerra Mundial por sus soflamas radiofónicas desde la Italia fascista), que contribuyó a aquilatar y refinar La tierra baldía de T. S. Eliot, cuando se le pregunta si el verso libre es una forma particularmente estadounidense retrueca con una frase de Eliot («ningún verso es libre para quien lo quiere hacer bien»), pero apunta: «el paréntesis jamesiano». Cuando uno se da cuenta de que la persona con la que habla no le sigue el hilo «empieza a hacer digresiones para explicarse». De ahí que señale que el paréntesis jamesiano viva «un apogeo enorme en la actualidad» (la entrevista con Donald Hall se celebró en Roma en 1962 y duró tres días). Y agrega: «Eso sí me parece un rasgo claramente estadounidense: la pugna, cuando conoces a otro hombre con mucha experiencia, para encontrar un punto en común entre ambos y lograr así que el otro comprenda de qué estás hablando». Es decir, la comunicación.
Con sus Cantos, Pound intentó llenar los seis siglos que no tienen cabida en la Divina Comedia. Cuando le preguntan cuál debería ser la cualidad esencial que debe atesorar un poeta responde: «Debe tener una curiosidad insaciable, que por supuesto no lo convertirá en escritor, pero sin la cual no llegará a nada. Y la cuestión de sacar partido a esa curiosidad exige una energía inagotable», que Pound encuentra en el naturalista Louis Agassiz: «Nunca se aburría, nunca se cansaba. El tránsito de la recepción de los estímulos a su plasmación, a su registro, es lo que requiere la energía de toda una vida».
Son apenas unas gemas halladas casi al azar en estos dos tomazos encuadernados en resistente tapa dura y dentro de un estuche, una propuesta para la socorrida pregunta de tantos periodistas perezosos de qué libro se llevaría a una isla desierta: la afrodisíaca antología de entrevistas publicadas en The Paris Review entre 1953 y 2012. A diferencia de otras revistas, y así lo manifestó William Styron en su número inaugural de 1953, su objetivo era poner el énfasis en el trabajo creativo de los escritores más que en las críticas, que tendrían su lugar, pero no tan preponderante como en otras publicaciones. En una sección titulada “Escritores en faena”, The Paris Review convirtió la entrevista en el género por antonomasia.
Esta afrodisíaca antología de la revista que convirtió la entrevista en el género por antonomasia, es un manjar para lectores ávidos, escritores en ciernes o consagrados y quienes piensan que la literatura es la sal de la vida
Los volúmenes que ahora publica Acantilado son un manjar para: quienes sueñan con ser escritores y trabajan ferozmente por conseguirlo; escritores consagrados que quieran hacer comparaciones; lectores ávidos que nunca tienen bastante con lo que han leído o pretenden seguir leyendo, y todo aquel que piense que la literatura es la sal que hace de la vida algo irrepetible, y cómo han lidiado con ella y con su arte una pléyade de cien narradores, poetas, dramaturgos y guionistas. La lista es un festín y sobre todo una llamada a prestar atención, a escuchar en silencio, a dejarse de tanta tontería: Capote, Pasternak, Céline, Borges, Nabokov, Kerouac, Didion, García Márquez, Brodsky, Carver, Kundera, Cortázar, Morrison, Levi, Murakami, Pamuk, Marías, Sontag…
«Todas las palabras han de estar al servicio de la frase. Ya sabe, si te queda una frase bonita, quítala. Cada vez que me encuentro algo así en mis novelas, tengo que quitarlo». Nunca imaginé que iba a encontrar una concordancia semejante entre Georges Simenon y Rafael Sánchez Ferlosio, obsesionado con el horror de lo que llamaba «la bella prosa», que le llevó a escribir una furibunda autocrítica de su libro más precioso, Industrias y andanzas de Alfanhuí. Insiste Simenon en que a sus palabras intentaba darles «el mismo peso que una pincelada de Cézanne le daba a una manzana». Por eso suele usar siempre palabras «concretas». Por cierto, una de las cosas que más atormentan al padre de Maigret es el de «la comunicación entre dos personas». En su entrevista, Faulkner dice que lee a Simenon porque le recuerda «un poco a Chejov». Acaso quien mejor logró esa silenciosa comunicación entre desconocidos, entre nosotros y el milagro de la literatura.
«The Paris Review». Entrevistas (1953-2012) Traducciones de María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín Acantilado Barcelona, 2020 2.832 páginas en dos volúmenes 85€ |
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