Analógica

Discusiones bizantinas: pugnas religiosas y civiles en Bizancio

Bajo el esplendor cultural del Imperio Romano de Oriente afloraban las disputas teológicas. Las tensiones llegaban hasta lo abstruso. De ahí la expresión popular arriba indicada y que ha llegado hasta nuestros días. En Bizancio se discutía sobre «el sexo de los ángeles» incluso en la víspera de la conquista de Constantinopla por parte de los turcos otomanos.

Si hay una expresión que define en la mentalidad popular lo que significó Bizancio es la de «discusiones bizantinas», que no deja de contener un arraigado prejuicio occidental contra el Imperio de Oriente. Su éxito posterior se debe, sobre todo, al impacto que dejaron en Occidente las diversas discusiones teológicas que dividieron la cristiandad y que acabaron incluso con el cisma de 1054 entre el Patriarcado de Constantinopla y el Papado de Roma. Pero las discusiones y conflictos que afectaron al imperio llamado bizantino —en realidad, una entidad política que perpetuó el imperio romano de Oriente un milenio después del fin de su parte occidental— se extendieron a muchos otros ámbitos, no solo el religioso, y llegaron a afectar a la concordia civil con diversos trasfondos, étnicos o políticos, durando prácticamente lo que duró este estado.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

La inveterada pasión por las discusiones bizantinas se remonta al inicio del Imperio, en la llamada antigüedad tardía. A lo largo del siglo IV, la cuestión religiosa y las discusiones entre paganos y cristianos, ortodoxos y herejes, ocupó un papel crucial no solo en la política imperial, sino también en la vida cotidiana del Imperio. El arrianismo y el paganismo eran combatidos con igual ardor por emperadores y padres de la iglesia ortodoxo-nicenos y en ocasiones los conflictos rebasaban los tumultuosos concilios (como el de Éfeso de 449, llamado «latrocinio» por la forma taimada en que se aprobó el miafisismo) y tomaban forma de violentos disturbios callejeros, como los que se dieron en Alejandría o Salónica. Las discusiones teológicas en torno a la naturaleza de Cristo, por ejemplo, o acerca del trinitarismo rebasaban los cenáculos de los padres de la iglesia e impregnaban el día a día, sobre todo en el Imperio de Oriente y en Constantinopla.

La cuestión miafisita, por ejemplo, se discutía apasionadamente en las plazas, iglesias y mercados durante los primeros años de Bizancio, de forma que el padre de la iglesia oriental Gregorio de Nisa se quejaba de la siguiente manera: «Todo, todo está lleno de personas que discuten acerca de cuestiones ininteligibles: las calles, los mercados, los cruces de caminos… Si se pregunta cuántos óbolos cuesta algo, se os contestará filosofando sobre lo creado y lo no creado. Si se pregunta el precio del pan, se os responderá que el Padre es más grande que el Hijo. Si se pregunta por el baño, se os dirá que el Hijo ha sido creado de la Nada». Las discusiones bizantinas, lejos de ocupar solo a los teólogos, impregnaron la vida política del imperio e incluso su más cotidiana rutina. De ahí que esta frase, que da fe de la vivacidad y pertinacia de los debates intelectuales en Bizancio, haya tenido tan larga fortuna.

Las discusiones bizantinas, lejos de ocupar solo a los teólogos, impregnaron la vida política del imperio e incluso su más cotidiana rutina

Pero quizá el conflicto religioso más conocido de la época bizantina fuera el llamado «iconoclasmo», que agitó con violencia el imperio ya en plena Edad Media. Con el ascenso al poder de León III, llamado el Isaurio (717-741), se inaugura esta nueva controversia cuando el emperador promulga una serie de edictos que condenaban la adoración de imágenes. Esta tendencia a proscribir las representaciones de lo divino existía en la iglesia cristiana al menos desde los siglos IV y V, por lo que la reforma tomó la excusa de restablecer el cristianismo en su pureza original. Pero, por otro lado, no cabe dudar que en la decisión del emperador y del clero que tomó parte en la elaboración de esta doctrina pesó mucho la influencia de las otras grandes religiones monoteístas, la hebrea y la islámica, que prohibían las imágenes de Dios. El culto de las imágenes, especialmente de Cristo y de la Virgen, estaba muy extendido en la época y tanto el Papa Gregorio II y el Patriarca de Constantinopla como amplios sectores del pueblo se opusieron a la iconoclasia y en diversos lugares estallaron revueltas iconódulas, es decir, a favor del culto de las imágenes, que fueron duramente reprimidas. Hubo luchas callejeras entre ambos partidos, inaugurando unos años de conflicto entre el poder imperial y diversos sectores de la población, secundados por una facción importante del clero, especialmente representada por los monjes.

En 731, nada más subir al trono papal de Roma, Gregorio III condenó la iconoclasia en un concilio, lo que causó una nueva ruptura entre Oriente y Occidente: la Italia central escapaba así al dominio de la iglesia bizantina, mientras el sur se mantuvo del lado del emperador y su reforma. El hijo de León, Constantino V Coprónimo (741-755), se caracterizó por su fanatismo iconoclasta: convocó el Concilio de Hieria en 754 y condenó oficialmente el culto a las imágenes, a lo que siguió una despiadada campaña de destrucción de iconos. El conflicto fue amainando bajo el siguiente emperador León IV (775-780), cuya esposa Irene, de tendencias iconódulas y hoy considerada santa por la Iglesia Ortodoxa, convocó un concilio ecuménico en Constantinopla (786) para restaurar el culto de las imágenes. Pero entonces, en pleno concilio, el partido iconoclasta en la ciudad irrumpió con armas en la iglesia de los Santos Apóstoles, donde se reunían las autoridades, impidiendo que se tomara ninguna decisión. Al año siguiente, Irene convocó otro concilio en Nicea, el segundo en la historia de esa localidad después del primer concilio ecuménico, que logró restaurar al fin oficialmente el culto de las imágenes. Sin embargo, León V, llamado el Armenio (775-820), volvió a instaurar la doctrina iconoclasta desde el trono imperial con un concilio en 815.

Más allá de motivaciones religiosas, la política de los emperadores iconoclastas contra los principales defensores de los iconos —los poderosos monasterios— implicaba una lucha por el control de la iglesia. Cuando en 820 León V fue asesinado, el trono pasó a Miguel II, un jefe de la guardia imperial, y luego a su hijo Teófilo (829-842), que avivó la lucha contra los iconos. A Teófilo le sucedió Miguel III (842-867), durante cuya infancia reinó su influyente madre, Teodora, otra mujer defensora de los iconos que aprovechó su regencia para restaurar la adoración de las imágenes, con el apoyo fundamental de los monjes de las importantes comunidades del Monte Athos.

Más allá de motivaciones religiosas, la política de los emperadores iconoclastas implicaba una lucha por el control de la iglesia

Muy relacionada con la expresión que da título a este texto, se encuentra otra frase hecha en castellano que alude a la discusión por «el sexo de los ángeles». Quiere la leyenda que, justo cuando los otomanos estaban a punto de conquistar Constantinopla, los sabios bizantinos perdieran el tiempo discutiendo acerca de cuestiones tan alambicadas como aquella —el sexo de los ángeles es un decir que en Occidente se refiere a la complicada teología oriental—, en lugar de preocuparse de un asunto más vital como encontrar la unidad para defenderse de los enemigos que en breve iban a lanzar su inminente y mortífero ataque. Es solo una leyenda para explicar la expresión castellana, pero su trasfondo dice mucho de la imagen en Occidente de una sociedad como la bizantina, tan marcada por los debates teológicos —y, hay que añadir, por los eunucos que proliferaron en la corte imperial, en cuanto al debate sexual— que en ocasiones clave perdió el norte de la realidad.

Un precedente puede ser el de los debates para lograr la unión de las iglesias en la época en que los turcos amenazaban ya directamente Constantinopla. El emperador Juan VIII intentaba recabar la ayuda de Occidente ante los turcos fomentando la reconciliación de la Iglesia Ortodoxa con la de Roma y forzando una declaración que superara la controversia «filioque» que había provocado el Gran Cisma de 1054. En el Concilio de Florencia-Ferrara (1438) se impuso oficialmente la doctrina romana en Constantinopla, pero los patriarcas orientales la rechazaron a la postre en otro concilio en Jerusalén (1443), discutiendo de nuevo alambicados dogmas en vez de preferir una reconciliación que hubiera conllevado seguramente una ayuda militar. Hasta el último momento de vida del Imperio Bizantino, como se ve, se prefirió debatir sobre la teología más abstrusa —en la que, hay que decir, también había condicionantes de orgullo nacional e identidad cultural— en vez de afrontar de forma pragmática una posible solución que atajara el urgente problema que, al final, terminó con la caída de Constantinopla.

No solo hubo discusiones teológicas en la gran capital del Bósforo, sino que muchos de estos conflictos acabaron en derramamiento de sangre: más allá de las varias guerras civiles bizantinas que estudian los historiadores —desde Heraclio contra Focas en el siglo VII, hasta las de Juan V Paleólogo contra Juan VI Cantacuzeno en el siglo XIV—, la propia capital fue un escenario de tumultos civiles a lo largo de todo el medievo bizantino, desde sus años de gloria a sus días finales. El inveterado carácter rebelde del pueblo de Constantinopla le llevó, por un lado, a protagonizar sonadas revueltas como la que, en 532, se produjo en el Hipódromo al grito de «Nika» (¡Vence!) y que puso en jaque al poderoso Justiniano. La chispa prendió en el concurrido Hipódromo de la ciudad, escenario político de los conflictos entre las facciones —los azules y los verdes— que representaban diversos sentires, más aristocráticos unos, más populares los otros, amén de implicaciones religiosas y políticas. Los generales de Justiniano acabaron sitiando a los sediciosos en el Hipódromo y los masacraron en un baño de sangre que costó la vida a unas 30.000 personas.

El origen de la expresión «el sexo de los ángeles» es una leyenda, pero su trasfondo dice mucho de la imagen en Occidente de una sociedad como la bizantina, tan marcada por los debates teológicos

También las controversias teológicas desataron la violencia en la ciudad a menudo: la pugna entre el Patriarca de Constantinopla, Juan Crisóstomo, y la emperatriz Eudoxia sobre el trasfondo de las polémicas en torno a la doctrina de Orígenes, había provocado disturbios ya en 404, con la quema de la iglesia que luego sustituiría Santa Sofía. Así pasó también con las luchas entre el partido iconoclasta y el iconódulo desde que, en 730, el emperador León III mandase retirar un Cristo de la Puerta de Bronce, que daba acceso al complejo palacial, siendo asesinados los operarios por una banda de iconódulos.

Otras veces, fueron las disputas comerciales o la simple xenofobia la causa para la violencia en la ciudad. Los colonos de Pisa atacaron el barrio genovés en 1162 y nueve años más tarde fueron los venecianos los que lo saquearon con la tácita aprobación de las autoridades bizantinas, que por la época eran, a su vez, acusadas por el pueblo de ser demasiado condescendientes con los latinos. En 1182, las disputas por el trono a la muerte de Manuel I Comneno terminaron con otra sangrienta revuelta que acabaron pagando los residentes occidentales en la ciudad. Treinta mil latinos fueron asesinados y unos cuatro mil vendidos como esclavos. La violencia callejera de soldados y amotinados se cebó incluso con mujeres, niños, ancianos y religiosos. Tal vez en respuesta a la brutal matanza de occidentales de 1182, el saqueo latino de Constantinopla en 1204 fue de una violencia feroz e inusitada.

A lo largo de los siglos la víctima y protagonista de tanta violencia fue el pueblo de Constantinopla, cuya fama levantisca comenta así Nicetas Coniates: «En todas las otras ciudades, la plebe es irreflexiva… pero en Constantinopla es particularmente tumultuosa, violenta y de conducta impredecible, porque la componen nacionalidades diferentes (…) La indiferencia respecto a los emperadores es mal endémico: hoy elevan a uno al trono legítimo y mañana lo derriban como a un criminal». Podemos decir, en suma, que el conflicto fue inherente a la cultura bizantina a lo largo de su historia.


David Hernández de la Fuente es escritor, profesor de Filología Clásica en la UCM y autor de Breve Historia de Bizancio (Alianza).

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