Escribe con el cariño de saber que cada palabra es única, que no existen los sinónimos, que una emoción puede ser parecida, vale, pero nunca igual a cualquier otra. Txani Rodríguez (Llodio, 1977) escribe para nombrar el mundo más que para explicarlo, porque nombrar una realidad es darle existencia, es hacerla posible. Puede sonar muy a Wittgenstein, con todo lo que significa, pero es que le sale así.
Txani trabaja (dibuja en lienzos negro sobre blanco) un montón de asuntos. Hace periodismo y novelas, hace relatos breves, también guiones, enseña cómo escribir y escribe sobre cómo aprender (o no, allá cada uno). Tiene varios premios que da pereza enumerar y un sentido del humor que nunca da pereza compartir. Y tiene, también, historias rondándole entre los cabellos. Muchas, muchísimas.
La seca (Seix Barral, 2024) es una de ellas, la más reciente que escapó. Intuyo, sí, que venía acompañándola casi desde niña, que fue trenzándose con retal de esto y aquello, con recuerdos y vivencias (vivencias de las de vivir o inventar, qué importa). Es una novela dura pero tierna, es una novela de soles y agua, es un pedacito de universo lleno de simbología, de metáforas a medio esbozar, de diálogos donde quien lee actúa completando aquello que únicamente se sugiere.
Un libro redondo, perfecto para preguntarle algunas cosucas…
¿Cómo decides saltar a una geografía tan distinta a tu Euskadi natal con esta novela que podríamos denominar sureña?
Es una geografía familiar, mis padres son de esa zona del Parque Natural de los Alcornorcales, una zona que yo visito con cierta frecuencia. En la novela Agosto, que era una especie de road novel, también utilicé este escenario.
Un libro en el que, con todo, siempre aportas la visión de quienes están allí, en el pueblo del sur, pero realmente llegan desde el norte, desde Euskadi… las pozas están más frías que el Cantábrico, por ejemplo. Me parece una decisión narrativa muy interesante, porque hace al lector turista, no lugareño, y marca el mirar.
En esta novela he utilizado un narrador externo, pero está focalizado en Nuria, la protagonista, y por eso el punto de vista de la historia es el de alguien que vuelve al pueblo cada verano, pero que no vive en esa tierra ni vive de esa tierra.
Cambiar ese espacio de la novela, desde Llodio hasta un pueblo de Cádiz con más luz, más sol… ¿te obliga a cambiar también el lenguaje, la forma de escribir?
He pretendido que la sensualidad del paisaje se reflejara en la prosa y, por otro lado, he recogido palabras que son propias de la saca del corcho, palabras como bornizo o refugar, por ejemplo. Hay un ecosistema léxico también alrededor de Los Alcornocales, y si algún día —espero que no suceda— ese oficio se perdiera, yo quería contribuir humildemente a preservar esas palabras maravillosas.
Hablas, desde la misma dedicatoria, de tu conexión con el tema principal de la novela.
Sí, la novela combina dos conflictos principales: uno medioambiental y otro emocional. En ambos casos, el punto de partida es autobiográfico, luego me lanzo a la ficción. Mi familia paterna, como apunto en la dedicatoria, se ha dedicado a la extracción del corcho —mi abuelo fue corchero, lo fue mi padre antes de emigrar, soy sobrina y prima de corcheros…—, así que conocía el oficio, sí.
El tema de la seca… ¿es real? ¿Cómo investigas sobre ello?
Sí, por desgracia es real. Se trata de una enfermedad, cuyo origen no terminan de determinar, que actúa a través de un hongo y que provoca el decaimiento del árbol. No es raro ver en Los Alcornocales una cruz marcada con espray sobre los troncos de los árboles para indicar que esos ejemplares están muertos. Es una imagen terrible. La seca amenaza ese entorno desde un punto de vista medioambiental, pero también socioeconómico, porque buena parte de los ingresos de las localidades de esa zona proviene del corcho, y representa el trabajo de muchas personas.
Veo, también, otro tema muy de actualidad en la novela, que es el choque entre gente que vive en el pueblo y gente que vuelve durante los veranos, sobre todo a efectos de conservación medioambiental. Aquí en el norte lo estamos viendo con los aerogeneradores.
El conflicto medioambiental tiene muchas aristas, es extraordinariamente complejo. Yo no lo veo tanto como un enfrentamiento entre el campo y la ciudad, sino entre intereses contrapuestos. Me gusta, además, hablar de campos, en plural, porque las necesidades de unos sitios y otros son muy divergentes, pero es que hay que tener en cuenta que en un mismo pueblo lo que interese a un vecino probablemente perjudique a otro, y también contemplar que hay muchas sensibilidades. Pondré un par de ejemplos: el que tiene un bar quiere que haya turistas y ambiente, el que tiene que madrugar para ir a las corchas, preferirá silencios; el que planta aguacates quiere ganar dinero con su tierra, pero el vecino que disfruta bañándose en el río puede que viva con preocupación ese negocio que requiere tanta agua. A esto hay que sumar, sí, el deseo de quienes vemos en esos sitios el paisaje de la infancia, aquel donde fuimos felices, y lo queremos preservar y nos permitimos para ello decirle a quienes allí viven qué es lo que tienen que hacer; y lo decimos, encima, en un tono que convendría serenar, porque no nos conviene atrincherarnos en estos asuntos y porque no deberíamos olvidar que lo que se cultiva en el campo se demanda en la ciudad y que consumimos —estoy generalizando— sin plantearnos dilemas éticos o relacionados con la sostenibilidad.
La descripción del pueblo en cuatro pinceladas, muy realista (hay pozas pero también bares, hay pastores y también peluquerías…), huye de tópicos.
Sí, y hay consultorios médicos sin agua caliente. Los pueblos deben tener servicios, lo que pasa es que el abandono es notorio por mucho que se ofrezcan, desde las administraciones, buenas palabras.
Me gusta mucho que tu lenguaje sobre aspectos rurales es concreto pero no abrumador. En ocasiones otros escritores buscan tanto parecer del campo que resultan invasivos con un exceso de términos.
Bueno, me gusta tratar de describir con cierto sentido plástico y procuro ser precisa con la terminología, pero prefiero sugerir sensaciones más que demostrar conocimiento enciclopédico. He disfrutado mucho con las descripciones y soy una persona contemplativa, pero creo que la descripciones literarias agradecen impregnarse de la subjetividad de los personajes.
También me agrada la desmitificación de lo rural, el huir de esa arcadia que muchas veces nos quieren contar.
Sí, la mitificación es peligrosa porque no es ejecutiva, no dialoga con la realidad. Creo que durante mucho tiempo se han romantizado estos entornos, y, últimamente, quizá se hayan ofrecido algunos retratos muy duros, oscuros, que sí son reales, pero que siempre se combinan con aspectos luminosos. Ni arcadia ni infierno, podría resumirse. Y todas las zonas no son iguales, además.
La seca es, también, una novela de mediana edad.
La protagonista ha superado los cuarenta años y siente que no lleva la vida que había soñado, está frustrada. Lo que pasa es que empieza a decirse que ella podría haber hecho tal o cual si… y echa la culpa a otros de sus decisiones. Es un personaje complejo, que parece ocultar su propia nobleza. En la mediana edad los cuidados comienzan a ocupar parte importante de nuestras vidas, y también quise reflejar esa circunstancia. Habrá que ver cómo se organiza este asunto en el futuro, porque va a ser algo cada vez más problemático.
Los amores intermitentes de verano, que yo veo como un tema muy literario y no recuerdo muchas referencias…
Me ha venido a la cabeza Esplendor en la hierba, el poema de William Wordsworth… Pero me preguntaba, al escribir esta novela, si no será mejor a veces que los amores de verano se queden en eso, en amores de verano, y que permanezcan así y por siempre como un hermoso recuerdo.
Y una novela de algo que se termina, esa industria alcornoquera que hoy se reduce a su mínima expresión.
La saca del corcho sigue generando mucho dinero, ¿eh? Y muchas personas siguen trabajando en ello. Es verdad que está amenazada, pero espero que siga dándose; a ver qué pasa.
Otro tema recurrente: las relaciones intergeneracionales.
La relación de la protagonista, Nuria, con su madre es conflictiva. Ella está convencida de que la madre depende de ella, se siente agobiada por la responsabilidad, por los cuidados, pero en el verano que se narra en la novela esa situación cambiará. Nuria actúa como si fuera la madre de su madre, y de alguna manera, cree poder adivinar cómo será la vida de su madre en el futuro… pero como se suele decir, nada está escrito.
Me gusta la metáfora, casi central, con el gato. Es sutil, nada evidente.
El gato entra con sigilo en la novela, como son ellos, pero su importancia será creciente, sí.
Y los niños.
Esos niños introducen de manera gradual lo inquietante en la novela, introducen el miedo. Me ha gustado mucho trabajar este aspecto porque quería rendir homenaje a lo bien que me han contado a mí las historias de miedo en Andalucía. He pasado mucho miedo de pequeña con las historias de mis primos, de mis amigos… Creo que en Andalucía la literatura oral chisporrotea. Por otro lado, con esos niños que dan miedo, quería lanzar una pregunta: ¿qué puede dar más miedo que descubrir nuestra propia maldad? Quienes me lean podrán descifrar qué representan realmente esos niños.
Intentas huir de grandilocuencias, de momentos artificialmente impactantes. Prefieres que la historia discurra por sí misma.
Sí, y prefiero no decir cómo son los personajes y dejar que se muestren. La novela narra un verano, pero quería trasladar la impresión de que cuando empezamos a leerla ya está en marcha.
¿Crees que hay una cierta moda en lo que podríamos llamar literatura rural?
Hay muchas voces y muy interesantes que escriben sobre estos temas. Es algo que yo celebro y espero que no sea un moda, porque los asuntos que abordan tienen una importancia creciente.
Pero a veces en esos libros… lo único que se cambia es la localización sin tener en cuenta situaciones y detalles, se presenta un trampantojo. Tu novela huye de eso, es algo que solo hubiera podido pasar en las coordenadas donde ocurre.
El escenario en la novela es muy importante porque de alguna manera esta historia reivindica la importancia del paisaje; además, quise escribir una novela de territorio, en un lugar muy concreto, en el que, por otro lado, las inquietudes de los personajes son las mismas que en cualquier otro lugar.
Tú te mueves entre la novela, el relato corto, la no ficción… ¿Asumes cambios de estilo para cada una de esas manifestaciones, o dejas que la propia historia respire?
Cada historia tiene su medida. La seca, es curioso, nace de un reportaje periodístico. Hasta que no escribí ese reportaje, Los Alcornocales eran para mí un territorio mítico, pacífico, pero al escribir el reportaje y confrontar mis recuerdos con la realidad, con la enfermedad de esos árboles, con las reivindicaciones laborales, con la incorporación de la mujer a este oficio, descubrí que había conflicto, y esa constatación transmutó lo mítico en material potencialmente literario.
¿Miras de otra forma el corcho del vino después de escribir La seca?
Jajaja, creo que el corcho significa mucho para mí desde que tengo uso de razón. Toda mirada sobre cualquier cosa cambia cuando conocemos el trabajo que hay detrás.
LA SECA Txani Rodríguez SEIX BARRAL (Barcelona, 2024) 272 páginas 19 € |