Ficción

La manta nupcial

Relato finalista del concurso Ciencia Jot Down 2023 en la modalidad de narrativa de ficción científica

Que no duerma el tejedor mientras sus manos tejen la energía del espíritu. Traedle comida y nueces de cola para mantenerlo despierto.

Desde la puerta de la choza veo un ligero resplandor que anuncia que la vida vuelve sobre la tierra. El sol todavía no se deja ver, pero la silueta de la selva se alarga lentamente bañada por la tímida y difusa luz de este nuevo amanecer. Una bandada de pájaros levanta el vuelo y cacarea a lo lejos una gallina vieja. Los cerdos han empezado a removerse y ya los perros corren en dirección a la lejana nube de polvo que acompaña al traqueteo de la guagua. Ha llegado el nuevo día.

Ha llegado el nuevo día tras una larga noche de vigilia. No sería exagerar si digo que fue difícil, muy difícil, mantenerme despierta en esta tranquila noche estrellada. Pero había que vigilar. Vigilar a los tejedores fulani para que no desfallecieran ni cerrasen los ojos antes de acabar mi manta nupcial.

Al principio, el cotidiano ruido de las cazuelas en los fogones y los platos de la cena me hicieron creer que sería más fácil. Pronto la oscuridad se apoderó de todas las cabañas y el monótono y uniforme sonido de la noche se estableció en el poblado. Tan solo el fuego de mi hogar y la lampara de los tejedores permanecían encendidos. Creí, entonces, que para mantenerme despierta bastaría con seguir el baile de las llamas del hogar, siempre igual y siempre distintas. Pero su rítmico crepitar me infundió la suave laxitud previa al sueño. Me levanté para despejarme y llevé agua fresca a los tejedores. Del hipnotismo de las llamas pasé al de la habilidad de sus nudosas manos entretejiendo una y otra vez hilos de camello. Como un mecanismo de precisión, figuras geométricas ricas en detalles y contrastes cubrían, poco a poco, cada tira de tejido simbolizando el agua y la fertilidad. Parecía un conjunto diverso y cambiante que se multiplicaba sin cesar.

Aproveché para preguntarles por la leyenda que rodea a la manta nupcial y que, en contra de mi voluntad, me obligaba a permanecer despierta.

― Los tejedores que la crearon ―me contó el más alto sin levantar la vista de la labor― afirman que en el dibujo se entreteje energía espiritual. Cada iteración sucesiva ―continuó pausadamente sopesando las palabras― muestra un aumento de esa energía que condensa ciclos de nuestra historia. Liberarla es espiritualmente peligroso.

Sus palabras abrían la puerta a nuevos interrogantes, pero no queriendo molestar más, deposité junto al telar una jarra de agua fresca y la bandeja que traía, donde un paño cubría las rebanadas de pan untadas con manteca que acababa de preparar y un buen puñado de nueces de cola. Cuando me disponía a abandonar la estancia su compañero añadió:

― Si nos detenemos en la mitad, cuando el patrón es más denso y la energía espiritual es mayor, correríamos el riesgo de morir. Por eso, los novios debéis vigilar nuestra vigilia.

Me senté en la entrada de la choza pensando en sus palabras, pero también pensé que ellos estaban más despiertos que yo. Oí, a lo lejos, el ulular de la lechuza recordándome que no soy yo ave nocturna. Algo debía hacer para mantener mis ojos abiertos.

Que no duerma el tejedor mientras sus manos tejen la energía del espíritu. Traedle comida y nueces de cola para mantenerlo despierto.

Era noche de luna, podía distinguir a lo lejos la sombra de la sagrada ceiba. Un poco a su derecha, justo en el centro del poblado, rodeado de chozas que a la luz de la luna eran tan grises como la nipa que cubría sus tejados, se reconocía la sombra del lugar sagrado.

En África los ancianos adivinan y los hombres hablan mientras los jóvenes escuchan. En África las mujeres callan, y barren, y cultivan, y crían, pero no pueden entrar en el lugar sagrado. En África los niños juegan y ayudan y van a por agua, pero también aprenden dibujando líneas en la arena sin levantar el dedo del suelo y sin pasar dos veces por el mismo sitio.

Yo ya no soy una niña. Antes de que volviera a anochecer sería una mujer casada si conseguía que los tejedores no se durmieran. ¡Ojalá Dalmar hubiera podido vigilar conmigo! Habríamos pasado el tiempo jugando al mancala. Pero Dalmar trabaja de noche en una fábrica de la ciudad y no regresaría hasta que al amanecer lo trajera la guagua. Decidí, por ello, dibujar todos los patrones que había aprendido a los 4 años, los que había aprendido a los 6 años y los que había aprendido a los 8 años. Con la palma de la mano aplané la arena de delante de la choza. Después, todas las imágenes de mi infancia, cargadas de capas de lectura, se sucedieron sin prisa bajo mis dedos. Mientras lo hacía recordé que un hombre blanco y fofo visitó mi aldea. No era el primero, pero era distinto. Nos miraba muy atento mientras dibujábamos. No paraba de hacer preguntas sobre nuestros patrones. Él se empeñaba en llamarlos «grafos» y «algoritmos». Nosotros nos mirábamos y reímos a sus espaldas cada vez que pronunciaba esas extrañas palabras, pero en el fondo estábamos contentos porque era la primera vez que un hombre blanco se interesaba por lo que hacíamos. Le gustaban tanto las marcas en la arena, que le pidió a los ancianos que le enseñaran los secretos de la adivinación bahmani. Pero eso es algo sagrado, ni siquiera las mujeres podemos aprenderlo.

A los viejos no les gustaba el hombre blanco, creían que con él llegaba «la enfermedad del futuro» que acabaría con su era. Pero el hombre blanco y fofo, como si fuera uno de nosotros, comenzó a dibujar líneas en la arena. Dibujó dos líneas separadas por una distancia igual a ellas mismas y debajo de cada una de ellas volvió a dibujar otras dos líneas separadas por una distancia igual a ellas mimas y continuó y continuó hasta que las líneas fueron tan chiquitas que a la vista ya no eran líneas.

Los viejos se miraron y asintieron con la cabeza. Los niños nos miramos, pero ya no nos reímos a sus espaldas. Era la primera vez que veíamos a un adivino blanco. Pero él, que a todo le daba nombres raros, decía que adivinar era usar «caos determinista». No sé por qué el hombre blanco ve caos donde nosotros vemos orden.

La noche estaba en su mitad. El cansancio hacía presa de mí, por instantes mis ojos se cerraban y mi voluntad volaba volviendo de nuevo en un sobresalto. Todo hacía presagiar que iba a quedarme dormida. Así que, tras comprobar que la calabaza del yogur estaba vacía, decidí ordeñar la cabra para llevar leche fresca a los tejedores. Ellos, agradecidos, me mostraron el avance de la labor. Con suerte acabarían al amanecer y sin ella, al menos llegaría Dalmar para reemplazarme.

Que no duerma el tejedor mientras sus manos tejen la energía del espíritu. Traedle comida y nueces de cola para mantenerlo despierto.

Se levantó una leve brisa con aromas de alborada. Yo me acurruqué frente al fuego. ― No te duermas, no te duermas ―me decía la voz de madre desde el interior de mi cabeza. Una soñolienta melancolía empezó a apoderase de mí.

Sé que soy una mujer con suerte, mi suegra me quiere y me muestra con orgullo. Sé que soy una mujer con suerte, Dalmar y yo nos conocemos desde niños. Aunque no pertenecemos al mismo poblado hemos ido juntos al colegio y hemos jugado mucho. Lo que más miedo me daba en la vida era ser raptada. Mi amiga Alika, que llegó hace cuatro meses al poblado, perdió a muchos de los suyos en la guerra y tuvo una boda por rapto. Ella lloró día y noche hasta que fue aceptada. Su suegra no la quería. Alika y yo nos hicimos amigas desde el primer día. Cuando sufro de añoranza ella lo nota, viene a mi choza y me peina durante horas esculpiendo mapas en mi cabeza. Dice que así lo hacía su madre y antes su abuela.

Sé que soy una mujer con suerte, pero echo de menos a los míos. Por eso, comencé a repasar mentalmente todo el perímetro de mi aldea. Cada familia con sus casas, cada casa con su altar, cada fogón con sus calabazas y, en el centro de todo, el lugar sagrado donde moran los ancestros. Me reconfortaba saber que este poblado, aunque distinto, tiene una estructura donde puedo reconocerme. Aquel hombre blanco y fofo dijo que eran «fractales». Pero no, solo son nuestros poblados.

― No te duermas ―me despertó la voz de mi cabeza. Abrí los ojos aturdida. Creo que me quedé dormida por un momento. ¿Sería verdad? ¿Cuánto tiempo habría dormido? No oía a los tejedores. Un calor sofocante me subió desde el pecho. Era miedo lo que me ahogaba y aletargaba ¿Se habrían dormido ellos también? ¿Habrían muerto?

― Ya hemos acabado ―dijo una voz a mis espaldas, liberándome de aquel miedo y devolviéndome a la realidad―. A ver si le gusta ―añadió entre bostezos.
― ¡Es preciosa! ¡No había visto nunca nada tan hermoso!

Pagué a los tejedores, que recogieron sus cosas y en silencio siguieron su camino.

-_-_-

Me pongo la manta sobre los hombros y salgo a la puerta de la choza. Veo un ligero resplandor que anuncia que la vida vuelve sobre la tierra. Una lejana nube de polvo se aleja con la guagua dejando tras de sí, recortada sobre el perfil de la selva, la figura de un hombre. Es Dalmar. Ha llegado el nuevo día.

Parece un día más, pero no, no es igual que ayer. La manta está terminada y yo podré dormitar bajo el suave tacto de los dedos de Alika, que peinará mis cabellos tejiendo una enorme caracola. Esta noche, cuando salga la luna, sonarán los tambores, sonarán a fiesta. Quizás el hombre blanco diga que son «fractales harmónicos». Pero no, son tambores de boda. Me convertiré en el sonido del tam-tam y vibraré con ese son que condensa ciclos, eras y siglos de nuestra historia, hasta que mi espíritu salga del cuerpo y vuele más, y más y más alto buscando el infinito.

 


Este relato se ha inspirado en:

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