Entrevistas

Mercedes Duque Espiau: «El relato es como una especie de relámpago que te puede chocar muchísimo»

La escritora Mercedes Duque Espiau. / Reportaje fotográfico: Manuel González Luján — Mercurio

El talento que desprende Mercedes Duque Espiau (Sevilla, 1996) va asociado a cierta naturalidad. Parece fundamental que se haya formado en los talleres de la librería sevillana Casa Tomada y, sobre todo, en el Máster de Escritura Creativa de la Universidad Complutense de Madrid, pero hay algo que rima con el instinto en su manera de expresarse, de contar cualquier anécdota liviana. Tampoco esconde sus referentes e influencias, sino al contrario, pero de todos modos se diría que han llegado tarde, o que solo han acompañado esa forma certera e inventiva de mirar el mundo a su alrededor, los espacios más inocuos a simple vista. Esa es una de sus virtudes: la mirada.

La otra —indivisible, como en cualquier autor que merezca la pena— es el estilo. Lo constatamos en su debut, Los días breves, publicado por la editorial Verbum hace unos meses como parte del III Premio Internacional de Cuentos “Juan Ruiz de Torres”, del que resultó ganadora entre las 392 obras presentadas. La mejor reseña de esta colección de once relatos se extrae del comentario de la escritora cubana Elaine Vilar Madruga, su gran mentora, que habla de «un libro con la garganta en llamas». Prueben a abrirlo por cualquiera de sus páginas: difícilmente no encontrarán en alguna de ellas al menos una frase o una imagen sorprendente, punzante, brillante en su «aparente economía» (esta vez la cita es del jurado del premio).

Sorprende más aún la figura de esta autora debutante, como ocurre con el género del relato, por lo que tiene de inesperada, desconocida. Uno tiene la sensación de haber dado con una veta preciosa en medio de la masa compacta de novedades editoriales. Lejos de la habitual publicidad engañosa, Duque Espiau es joven sin paliativos. Nos cita en su casa —técnicamente, la de sus padres, aquella en la que creció y donde ahora vive con una amiga—, ubicada en pleno centro de Sevilla, por considerarla «muy fotogénica», y así es. En cuanto a ella misma nos dice que nunca ha sido el blanco de una sesión de fotos, y se nota que es cierto.

Aun así, parece sentirse más cómoda conforme avanzamos en la conversación sobre estos relatos de andar por casa (es un decir, de ella, y también una expresión que viene a cuento, como verán), la vocación de narradora en experiencias laborales ajenas a lo literario, los espacios donde se dilucida la ubicación social —o lo contrario—, la infancia y la adolescencia como territorios de la poesía y el trauma, el relato como juego de símbolos, el cuerpo como conflicto y sobre conjugar la narración en primera persona del terror. Todo eso está en Los días breves, puntuado por frases memorablemente sencillas como: «Hacía las preguntas con los ojos, no con la boca»; o bien: «Mi madre se expresaba con frases manidas, como cualquier otra persona que sufre».

Me llaman la atención tus estudios de Antropología y Sociología en Londres. ¿De dónde parten esos intereses y hasta qué punto crees que conectan con tu vocación literaria?

En realidad, lo primero que quise hacer fue arquitectura, porque mi familia es de arquitectos. Lo que pasa es que los números se me dan fatal. Pero, en parte a través de la literatura, empezaron a interesarme los espacios vividos: cómo las casas o las plazas se comportan físicamente y cómo se relacionan con las personas. Descubrí la antropología urbana y doméstica, en las que se estudia básicamente esa cuestión; por ejemplo, cómo modifica el comportamiento de un grupo social o de un individuo el espacio que habita y cómo esas personas modifican el espacio según sus necesidades. Fue a raíz de ahí que quise estudiar esas carreras, y lo hice en Inglaterra porque mi hermana ya se había ido a vivir allí y me animó a seguirla. Pero, de todas maneras, siempre me interesó escribir. De hecho, una cosa que me decían en la carrera, sobre los trabajos que presentaba (en Inglaterra no se hacen exámenes: una cosa maravillosa), era que lo que había escrito no tenía tanto contenido de investigación de calidad, pero que habían disfrutado mucho de su lectura: «Te he puesto un ocho porque no sé si está tan relacionado con la materia, pero en fin, muy buena narrativa» [ríe]. Al fin y al cabo, la arquitectura o la antropología también son formas de narrar una historia o un intento por comprender las historias de las personas que habitan esos espacios.

¿Entonces no solías escribir con la intención de hacer algo con eso?

No. Yo siempre he escrito diarios, desde muy chica. De hecho, los tengo todos guardados y de vez en cuando los releo; son muy divertidos, sobre todo los de la adolescencia. También escribía algo de poesía al principio, pero creo que es algo muy típico, empezar haciendo poemas románticos. Aunque lo primero que leí fue poesía, antes que narrativa. Ya en la carrera abandoné bastante la escritura, y cuando la retomé empecé con la ficción por una cosa muy cursi. Viví en Roma durante algún tiempo, y allí tuve uno de esos clásicos romances fugaces, superintensos, pero quedé destruida finalmente. No recuerdo quién tenía esta frase, pero era un autor bastante masculino, digamos, un tipo Henry Miller o Jack Kerouac, que decía que la mejor manera de olvidar a una mujer (en ese caso) era convirtiéndola en literatura. Así que me puse a escribir, de manera ficcionada, esos encuentros que había tenido con él. Supongo que me lo pasé tan bien haciéndolo, al margen de que realmente no sirvió para nada ni conseguí que eso cambiara de ninguna manera mi situación emocional, que continué por ese camino. Lo que escribo tiene muchos elementos autobiográficos, pero es un poco lo que dice la cita inicial de La casa en Mango Street, de Sandra Cisneros, que es un libro que ha influenciado un montón a Los días breves: las vidas de los personajes no tienen nada que ver conmigo, pero esas emociones no pueden tomarse prestadas, son siempre propias. Así que pasé de la autoficción a la ficción, pero siempre con esa emoción soterrada que no podría falsear. Hay algunas historias tremendas que me encantaría contar; por ejemplo, de pérdida, pero yo nunca he tenido una pérdida muy grande, así que no me atrevería a narrarla. No sabría cómo hablar de ese sentimiento.

En tu trayectoria figura también una experiencia de trabajo con niños, no sé si como enseñante de idiomas…

Allí en Roma como niñera, aunque luego he sido maestra aquí. Fue una experiencia bonita, porque aquellos niños eran muy lindos, sobre todo el mayor. Eran también un poco problemáticos, por temas familiares y demás… pero bueno, él era un niño que leía muchísimo. Tenía entonces 7 años, y yo lo llevaba siempre en autobús: un trayecto largo, con un montón de gente. Él siempre leía. Es que lo único que hacía era leer, y la gente muchas veces me preguntaba, porque se creían que era mi hijo (aunque para eso tendría que haberlo tenido con 15 años), cómo hacía que leyera. Y yo: «Bueno, yo no lo hago, él lo hace; él lee». Muchas veces también me pedía historias, y eso era muy divertido. Empecé contándole, yo qué sé, desde Caperucita Roja a todo Harry Potter, aunque yo no lo había leído. Era un niño un poco truculento y me pedía historias en las que hubiera explosiones y cosas así. Fíjate que el de Caperucita, por ejemplo, ya es muy violento, porque al lobo le abren la barriga, le meten piedras… pues él quería más. Ahí tuve que trabajar la imaginación de una forma muy exigente, porque él lo era, y si no le gustaba un final, me lo decía o llegaba a enfadarse. Así que por esa parte, y lo estoy relacionando ahora, creo que me ayudó mucho a desarrollar la creatividad, la ficción y la fantasía.

Ahora que hablas de ese niño lector, me decías antes que empezaste leyendo poesía, ¿era un género muy presente en tu casa?

En realidad, sí. A mi padre le encanta la poesía y le encanta el teatro, sobre todo de autores españoles y latinoamericanos. No recuerdo bien qué obra, pero estoy segura de que lo primero que me dio a leer fue Lorca. Así que le tengo especial cariño, al margen de considerarlo como uno de los mejores escritores de la historia de la literatura. A partir de ahí, recuerdo que me gustaban autores como Vicente Aleixandre o Pablo Neruda (aunque, a día de hoy, su figura me parece un poco controversial). Y luego, ya por influencia de mi hermana, me encantó descubrir a Allen Ginsberg, porque de repente me encontré con esa poesía violenta y bruta y sexual de manera abierta. Todo lo que giraba en torno a él y Kerouac me obsesionó. Hace poco me decía Elaine Vilar Madruga que ve en mi narrativa influencias poéticas, lo que considero un gran cumplido, y supongo que si hay algún motivo es ese. Me gusta que las palabras tengan sonoridad, disfruto mucho del aspecto formal de la escritura. Una autora que descubrí hace no mucho y que me fascina es Tatiana Țîbuleac, de la que he leído sus dos libros traducidos al castellano, y me encantan sus metáforas porque contiene realidades superalejadas, como cuando escribe «los ojos de mi madre eran las ventanas de un submarino de esmeralda». Realidades tan distintas y a la vez tan evocadoras y tan gráficas, porque puedes ver perfectamente esa imagen. Estoy segura de que habrá leído poesía. O a lo mejor simplemente es una genia, cosa de la que también estoy bastante segura.

[Aprovechamos para complementar esta respuesta con uno de los símiles de Los días breves: «Las enfermeras venían a lavarme con esponjas y cubos como si mi piel fuese una encimera»].

Yo también veo un poso poético en lo que escribes, aunque por lo general no es muy evidente. Pero ya que mencionas a Elaine Vilar Madruga y que un tuit suyo me hizo llegar a tu obra, tenía curiosidad por saber cómo diste tú con ella.

Llegué a ella a través de una amiga que me regaló La tiranía de las moscas porque sintió que me iba a gustar mucho. Mientras la leía, yo pensaba que ojalá esa persona pudiera leerme y editarme, porque creía que nos comprenderíamos muy bien. De hecho, cuando Elaine me lee la novela que estoy escribiendo ahora, hay partes un poco oscuras o turbias en las que ella se ríe una barbaridad, y siempre pienso «menos mal que se está riendo», porque a otra gente le parecería que el narrador se está pasando de la raya. Supongo que esa ironía que veía en su obra, la manera de hablar de sexo sin ningún tipo de tapujos, lo bonito de su estilo y su habilidad para escribir, que también se ve en El cielo de la selva… me llevaron a seguirla en Instagram, donde vi que tenía abierta convocatoria de su Laboratorio de Escrituras “Encrucijada”, y le escribí inmediatamente. Empecé a trabajar con ella en esta novela de la que te hablo, pero salió lo del premio en el concurso y le pedí que le diese una lectura para la edición final del libro. Más que nada porque algunos de ellos me parecían relatos de andar por casa y, por mis propias inseguridades respecto a algunos, necesitaba una constatación. Muchas veces siento, y es algo que supongo le pasará a muchos escritores y en lo que me ayudó también Carlos Frontera, que hay algo que anda mal en un relato, pero no sé qué. Elaine me ayudó con el estilo, el lenguaje. Ella me ha hecho ver rimas asonantes que yo no hubiera visto jamás. La admiro muchísimo, y que disfrute tanto de lo que yo hago me parece una suerte, la verdad.

Más allá de la motivación del máster y de probarte en distancias cortas, ¿cómo era tu relación anterior con el género del relato, como autora y lectora?

Pues la verdad es que yo apenas había leído relatos hasta que empecé con los talleres de Casa Tomada en 2018, mientras cursaba un máster de arquitectura. Hasta entonces creo que solo había leído el famoso relato de Salinger Un día perfecto para el pez plátano

Qué bueno. Es que, además de que me encanta ese cuento, cuando te leía anoté el nombre de Salinger.

¿Sí? Fíjate, pues creo que solo había leído ese relato. Es algo a lo que le he estado dando vueltas, porque creo que en España, aún a día de hoy, el relato se sigue considerando como un género menor. Como que para ser escritor o escritora de verdad, tienes que haber escrito una novela. No sé si yo lo creía así tal cual, pero es cierto que en aquel momento simplemente no había pensado en ese género. Lo que pasa es que, por el formato de un taller, donde todos los participantes tienen que leer y comentar sus textos en un tiempo limitado, se hace prácticamente obligado. Ahí empecé a interesarme y me fascinó, porque si bien con la novela puedes meterte a tope en ese mundo, la veo más como una serie con varias temporadas, en la que por ejemplo puedes dedicarle un capítulo entero a un personaje secundario, y en la que hay momentos de clímax, otros más bajos… mientras que el relato es como una película, en la que tienes al lector durante ese tiempo, más o menos breve, en completa atención. Lo empiezas y, si es bueno, no vas a frenar la lectura en ningún momento. Creo que era Kafka quien decía que en esos quince minutos puedes jugar con el lector, porque va a ser totalmente tuyo. También tiene algo muy interesante que son los símbolos, que en la novela son muchos y pueden empezar, acabar o verse perdidos en medio de la narración, pero en el relato solo puedes tener uno o dos símbolos, así que juegas con ellos y los explotas al máximo. Aunque como lector no estés pensando en esa lámpara que aparece de fondo todo el rato, cuando ocurre algo relacionado con ella no te sorprende, porque el autor primero te ha dejado caer ciertos detalles de esa lámpara y en tu subconsciente has podido intuir que algo iba a pasar. El relato es como una especie de relámpago que te puede chocar muchísimo. Hay novelas que te dejan una marca muy honda, como Los detectives salvajes, que cuando lo cerré pensé: «Ahora que me la he terminado, ¿dónde están mis amigos?». Luego descubrí que Bolaño tiene a esos mismos personajes en toda una serie de libros. Pero hay relatos que me han chocado una barbaridad, como los de Lucia Berlin, por ejemplo Polvo al polvo, que son más como el arañazo en fresco. A mí me ha resultado muy divertido escribir los de este libro (aunque hay cosas muy tremendas en ellos y puede sonar oscuro que lo diga), porque era como si fuera saltando de uno a otro y jugueteara con las distintas voces. Aunque luego los haya revisado una y otra vez.

Creo que era Camila Fabbri quien me comparaba el libro de relatos a un disco, por asemejar esa colección de canciones distintas.

Eso lo he estado hablando con un amigo que hace música y que está en el proceso de grabación de un disco, porque claro, luego tú esas canciones las tienes que ordenar de una manera que le dé sentido a escucharlo de principio a fin. Después llega el oyente (o el lector, en el caso del libro de relatos) y las escucha salteadas o como le da la gana. Eso es lo divertido y lo bonito de cualquier forma de arte. Pero, como autor, entre los relatos tienes que hacer una transición, o bien al contrario, un corte, y los puedes ordenar por temática o por contraste, por ejemplo poniendo uno largo y luego uno muy breve para que el segundo impacte más.

Los días breves empieza, con el relato homónimo, casi como un libro de fantasmas que emergen de la tosquedad emocional, del desamor traducido en odio o de la violencia —aunque sea mental—; y aquí es donde había anotado «Salinger». ¿Dirías también que este relato refleja cierta inadaptación social en la que muchos podemos vernos retratados?

Más que inadaptación social, que seguramente esté ahí y que yo, siendo antropóloga, siempre voy a ver un poco de esa manera, creo que lo que refleja es incomprensión de los propios sentimientos. Por eso siente tanta rabia ese personaje. De hecho, empezó siendo una mujer, es decir, una narradora que veía a un chico del que había estado enamorada. Pero me quedaba atascada escribiendo ese monólogo, hasta que me di cuenta, y esto es algo muy social, precisamente, de que ese sentimiento tan fuerte en la adolescencia, por el que alguien llega a pensar «la quiero matar», es consecuencia de no haberse mirado muy bien adentro, y me parece un rasgo masculino. A nosotras siempre nos han enseñado a comunicarnos y hablar de sentimientos, se nos permite llorar, expresar las emociones. Eso es lo que no sabe hacer Martín; las tiene muy guardadas. Es bastante ridículo en el fondo, tú te das cuenta de que está haciendo el ridículo, y aun así da un poco de ternura también por eso, porque no entiende lo que está pasando ni lo que le pasa a él mismo. Así que es social pero también personal, emocional.

Has mencionado la adolescencia, que está presente en muchos relatos junto con la crueldad asociada a esa etapa. ¿Sientes que dar voz a personajes adolescentes es una especie de reconocimiento hacia el papel que la literatura les ha asignado?

A mí siempre me han gustado mucho los personajes adolescentes. Para mí leer El guardián entre el centeno, además en un momento ideal porque iba a hacer la selectividad y odiaba el mundo también, fue descubrir a un tipo de personaje que es una explosión de sentimientos. El momento en que te estás formando como persona y en el que ocurren las primeras decepciones o desilusiones. De hecho, en el relato de Mariana Enriquez del que saco la cita inicial sobre la edad en la que suena música en la cabeza, hasta que deja de hacerlo, justo después escribe que «cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente». Esos momentos me interesan porque corresponden a primeras experiencias que sabes que estás atravesando. Mientras que en la infancia no hay pasado ni futuro, solo presente, en la adolescencia empiezas a darte cuenta de que pasaron cosas y de que pasarán cosas, y para mí merece la pena volver a esos momentos y contarlos.

Volviendo al tema de los espacios, algo muy divertido que me ha pasado con el segundo relato, ¡Tierra, trágame!, es que habla del patio de recreo, y creo que no doy muchos datos ni detalles de él, pero varias personas que lo han leído me han hablado de que lo habían imaginado como el patio de su instituto, al igual que yo había pensado en el mío propio. No hay nadie que haya olvidado el patio de su instituto, cómo era, cómo te relacionabas en él, qué espacio ocupabas. Fíjate que la protagonista acaba en la esquina bajo el sol, la que nadie quiere, y es muy traumatizante para ella. En ese espacio te mueves de una manera que te va a acabar conformando como persona. También está la cuestión de cómo los chicos acaban ocupando una gran parte del patio jugando al fútbol y las niñas en un rinconcito, hablando de sus cosas. De algún modo y por desgracia, así es como va a ser el mundo: tú vas a controlar el patio y yo me voy a quedar al margen e incluso hablando de ti. Voy a tener que estar mirándote jugar.

Por eso creo que me interesa tanto esa edad, que está retratada muy bien en otro de los libros que más me han influenciado: La vida ante sí, de Romain Gary, una novela preciosa de la que me habló Guadalupe Arbona en una de las clases del máster de escritura creativa. La voz adolescente, cuando guarda todavía un poco de la infancia, permite hablar de muchos temas de una manera especial. Los niños tienen, incluso en su propio lenguaje, una poesía muy específica y muy pura. Recuerdo que uno de los niños a los que he cuidado (aunque ni siquiera me pagaban por hacerlo, sino que me lo encasquetaron) un día cogió el palito de incienso que yo ponía en mi cuarto, se pudo a dar vueltas haciendo formas con el humo y me preguntó: «¿Qué es esta magia?». Es algo que un adulto no habría expresado así. En la adolescencia aún se guarda parte de ese asombro y de esa fascinación de las primeras veces, lo que te permite entrar en cuestiones muy duras desde un punto de vista bastante inocente. Ocurre también en el último de los relatos, Mala sangre: una persona adulta conocería todo el peso de lo que subyace ahí y se perdería esa perspectiva sorprendente.

[«La tía siempre decía que a los niños hay que tratarlos bien o se vuelven locos de la pena»].

El tema del despertar adolescente contiene otro que destaca en varios relatos: la conciencia del propio cuerpo, que conlleva la culpa y la vergüenza.

Justo antes estaba escuchando un episodio del pódcast Tema libre en el que Marta Sanz y Guadalupe Nettel conversan sobre el cuerpo, la mujer y la literatura. A mí me gusta mucho hablar del cuerpo, y creo que es algo muy propio de las mujeres por un montón de motivos, pero aquel del que hablan ellas me parece muy interesante, el cuerpo de la mujer como lugar de conflicto y de representación. Si tu cuerpo es válido, tú eres válida. Entonces, cuando te relacionas a través de tu cuerpo y tu cuerpo no es normativo, o incluso siéndolo, acaba resultando un lugar de culpa y conflicto. Ahí se generan una serie de sensaciones y pensamientos que acabas incorporando a tu forma de ser. Y decían Sanz y Nettel una cosa brutal: en el transporte público, si los hombres te miran pues obviamente te violentan y te hacen sentir incómoda, pero si no te miran también es horrible porque sientes que no eres deseada. Fíjate qué fuerte, definirte a través de esa otra mirada. Hablar desde el cuerpo siendo mujer es algo que sale casi de manera orgánica, nunca mejor dicho, y necesaria. Al menos en mi caso no sé de qué otra forma podría escribir si no fuera utilizando el cuerpo, sobre todo esa parte interna, más mórbida, de los órganos. Marta Sanz me ha enseñado, ya a nivel estilístico, que no es lo mismo decir «estómago» que hablar de todas sus partes para nombrar el lugar específico en el que ocurre eso dentro del sistema digestivo.

[«Soy esta piel, me dije, y pareció que me hubiesen metido una manguera por el ombligo y me hubiesen rellenado las tripas de vergüenza»].

Otro libro muy interesante sobre este tema es Líquida tuya y vertebrada, de Carla Nyman (por cierto, una poeta). Ella habla de células, de tejidos, de tegumentos, del esmalte de los dientes… todas esas partes detalladas que le dan a la idea de cuerpo su verdadera fisicidad. Es muy interesante leerlo y también investigarlo, yo he aprendido un montón sobre partes del cuerpo escribiendo. De hecho, si miras mis búsquedas en internet, te pareceré una psicópata [ríe].

Bueno, creo que es algo común al historial de cualquier escritor. Y el de nosotros periodistas habría que verlo… Pero volviendo a Los días breves, ¿puede ser que todos los relatos estén escritos en primera persona?

Sí, todos. Eso se debe a que todavía no he conseguido escribir en tercera persona, no me sale. En todo caso he escrito cosas en segunda persona; de hecho, En el verano de mis doce años estaba al principio en segunda, porque lo escribí a raíz de haber leído ese brevísimo autorretrato de Borges titulado Borges y yo. Bueno, no sé si leí antes Cómo convertirse en escritora, de Lorrie Moore, que desde luego es uno de mis relatos favoritos. Pero todos los demás de este libro los escribí en primera porque la voz de ese otro narrador como que nunca la encuentro, mientras que con el yo me siento muy cómoda. No por una cuestión de llevármelo a la autoficción, sino porque me parece más juguetón. O puede que sea porque la literatura tradicional clásica siempre ha tenido este narrador omnisciente que acababa siendo despojado de emoción, porque su cometido era contarte lo que sucedía y eran los personajes los que hablaban. Sí hay un libro que tiene un narrador en tercera que me parece divertidísimo, hasta el punto de que me gusta más que el propio personaje: el de La muela, de Rosario Villajos, que me encantó porque me lo imaginaba como alguien con un micrófono que va siguiendo al protagonista dándole caña por todos lados. Pero en ese caso el narrador se convierte en parte de la historia.

Citas a Mariana Enriquez y hay mucha oscuridad en tu libro, ¿te interesa especialmente el género del terror y has tenido presente esa imaginería pesadillesca en tus relatos?

La verdad es que en literatura no empecé a acercarme al terror hasta la carrera, cuando leí El resplandor, que era mi película favorita de ese género. Es muy buen libro de terror. Pero sobre todo ha sido a través del cine, porque a mi madre le encantan las películas de terror, y yo las he visto de muy pequeña, a veces en secreto. Recuerdo haber visto El exorcista como con ocho años y todavía a día de hoy puedo tener pesadillas con esa película. Supongo que la influencia primera de esa oscuridad fue por el cine, pero más tarde me ha ido gustando la sordidez en la literatura. Porque está la escrita por hombres: a Bukowski nunca lo he tragado mucho, pero la literatura de Kerouac está rodeada de suciedad. O incluso la de Bolaño, que también es bastante oscuro. Pero a mí me ha interesado mucho más esa sordidez tan doméstica de Lucia Berlin. Y luego, cuando le pasé a un amigo uno de los relatos de este libro, me dijo: «Tienes que leer a Mariana Enriquez». Yo no la había leído hasta entonces, y pensé: «¿Cómo no la he leído?». La leí toda, claro, de un tirón, y me abrió un mundo. A partir de ella conocí también a María Fernanda Ampuero, Agustina Bazterrica o la propia Lina Meruane, que tiene un relato fantástico titulado Hojas de afeitar, que da pavor. Esas obras superpotentes escritas por mujeres me han hecho pensar que el terror es una cuestión de género literalmente, es decir, las mujeres y el terror tienen un vínculo muy natural. Sentimos la necesidad de narrar ese terror porque lo vivimos muy cotidianamente. Antes mencionaba El cielo de la selva de Elaine, que puede considerarse una fantasía, y sin embargo para mí el momento más terrorífico es un pasaje en el que aparece una prostituta muerta al borde de la selva, y una serie de personas la miran y la juzgan. Ni siquiera hace falta que exista ese dios-monstruo devorador de niños, que también tiene la novela, para que sea terror: ocurre en la vida real. En estas autoras la oscuridad es inherente a la vida de una mujer, que está plagada de terrores de mayor o menor impacto.

Más que el género puro, veo en tus cuentos esa mirada (extrañada) a lo cotidiano retorcido de relatoras como Fernanda García Lao, Camila Fabbri, Marina Closs

Claro, no es necesariamente un terror explícito, sino una atmósfera amenazante en la que no te sientes del todo a gusto. Aunque no haya un peligro real, mis personajes viven con la obligación constante de estar alerta. Cualquier estrato social vulnerable se va a sentir así. Mariana Enriquez también tiene muchos relatos con niños, porque a esa edad pueden hacer contigo lo que ellos quieran. Esa visión desubicada de estar aquí, de pertenecer al mundo pero no dirigirlo, y que otros lo puedan dirigir por ti si quieren. Los personajes de este libro se ven en situaciones en las que querrían haber tenido el control pero no han podido, y no es cuestión de quién haya tenido la culpa, pero es algo que les pasa mucho a mujeres, niños y personas en situación de vulnerabilidad. Por eso es tan terrorífico, aunque se minimice. Me gusta eso que dices del extrañamiento de lo cotidiano, de tu propia casa. Cómo es sentir miedo dentro de tu propia casa.

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