La obra de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) está toda atravesada de una extraña familiaridad:
La que forjamos con parientes/desconocidos —«tan artificial como la cultura»—; la del trastorno que supone la orfandad pero también la tutela de esa gente desarraigada; la del tacto —o tocamiento—, el sentido que encierra lo más puro y lo más oscuro en un entorno cerrado de secretos y silencios; la de lo físico como huella o supuración de lo psicológico, lo emocional; la de la naturaleza como posibilidad ancestral, mágica, de liberación y escondrijo, conectada a raíces que —como las familiares— pueden secarse o pudrirse; la del hogar como área restringida y limitada a la normalización de una «felicidad asintomática»; la de una puerta entornada al deseo/peligro y al misterio de otras vidas como maniobra de evasión de la infelicidad conyugal; la de la intimidad sobrevenida, sus estragos y su irreversibilidad; la del pensamiento condicional —y condicionado por la vida en sociedad— que suele germinar en los descarriados, ya sea por jaula o por extravío.
Estos son algunos de los temas que plantea su último libro de relatos, Los divagantes (Anagrama, 2023), que alude al nombre dado a los albatros perdidos en mitad de la tormenta: lo dramático de esa desorientación no es que se hallen fuera de su hábitat, sino que no sepan cómo regresar. Como esta rara avis, los personajes de Nettel apenas logran planear —o se dejan caer en picado— en un aire de incertezas. En primer lugar, por la propia subjetividad con que perciben su realidad y la narran, convirtiendo la experiencia en terreno para la especulación, o dicho de otro modo, la ficción. «No queremos las cosas como son. Queremos las cosas como somos nosotros», abre una cita de Anaïs Nin esta colección con la que la escritora mexicana logra volver al lugar —literario— del que partió: sus cuentos, que en títulos anteriores como El matrimonio de los peces rojos (2013) o Pétalos y otras historias incómodas (2008) se ganaron elogios de otros autores portentosos como Schweblin, Vila-Matas, Enriquez o Luiselli.
Con ese bagaje y la amplia resonancia que obtuvo su novela previa La hija única (finalista del Premio Booker Internacional 2023), nos encontramos con Guadalupe Nettel en Sevilla, ciudad que visita por primera vez para presentar Los divagantes. Llega a la cita cansada, después de un largo periplo promocional por varias ciudades de Italia, pero enseguida se anima a la conversación sobre estos ocho excelentes relatos, compartiendo con generosidad —y franca sonrisa— su mirada lúcida y sombría, irónica y sensible, hacia un mundo en el que cada vez cuesta más establecer nuestras coordenadas.
Después de un decenio, vuelves al libro de relatos. No sé si fue lo primero que escribiste, pero sí lo primero que publicaste hace treinta años.
Digamos que, en forma, mi primer libro fue El huésped [novela de 2006]. Lo anterior, plaquettes y algún libro casi secreto por ahí, yo lo considero prehistórico. Pero siempre he practicado el género del cuento, siempre.
En una conversación con Mariana Enriquez, coincidíais en que habríais querido ser poetas por la esencialidad del género. ¿Es eso lo que te impulsa a escribir relatos?
Son muchas cosas las que me gustan del cuento. Me gusta que sea conciso, pero también me gusta tomar la voz de diferentes personajes, más que en la novela. También cambiar el argumento con mayor rapidez, soltando una historia y empezando otra. Los cuentos pueden ser novelas en miniatura, dependiendo del número de páginas. A mí la extensión que me suele gustar para el cuento es de alrededor de veinte.
¿Cuándo sabes que tienes entre manos un libro de relatos?
Siempre estoy escribiendo cuentos y pensando en posibles cuentos. Pero ya para formar un libro necesito tener un tema que los reúna, que cree lazos o vínculos subterráneos entre ellos. No necesariamente que aparezcan los mismos personajes en varios cuentos, como hacen otros autores, pero sí que tengan una conexión fuerte, que haya cierta unidad entre ellos.
Entiendo, entonces, que esa conexión es a posteriori.
Más o menos. No es que diga: «Ah, mira, tengo todos estos relatos, encontremos en qué pueden coincidir». De hecho, para este libro muchos quedaron fuera porque no venían al caso.
He leído juntos Los divagantes y Pétalos (que le lleva 15 años) y veo bastantes conexiones. De hecho, si me dicen que se publicaron de forma simultánea, no me extrañaría.
En ambos está el tema de la disidencia: en Pétalos la del monstruo, que es una disidencia más física o psicológica y que tiene que ver con la identidad, y en Los divagantes la del camino de vida del que uno se apartó, tomó una autopista secundaria, se fue por otro lado.
La cita de Anaïs Nin me ha llevado a pensar que quizá tu habitual superación del realismo pasa esta vez por impregnar el relato de subjetividad, más que de lo puramente fantástico.
En realidad, creo que en todo lo que escribo hay un juego con lo fantástico, pero más relacionado precisamente con nuestra subjetividad; siempre con esa duda de si estamos o no estamos ante la fantasía, ese territorio de otro plano o de otro mundo. Es como cuando estás de noche en casa y oyes ruidos, o te parece sentir una presencia, y no sabes nunca si eres tú quien lo está pensando o si verdaderamente hay algo ahí.
A algunos personajes de estos libros les crece una segunda vida, ficticia o imaginada, que surge de espiar otra vida distinta, como una vía de escape.
Fíjate que en italiano a los albatros divagantes se les llama de otra manera, por lo que esa conexión no quedaba clara, y el título que elegimos para el libro fue el del relato “La vida en otro lugar”. Creo que también se ajusta, porque todos los personajes están pensando cómo habría sido su vida si…; por ejemplo, «si el tío Frank no se hubiera ido de la familia» o «si el apartamento lo hubiera podido alquilar yo». El libro juega mucho con esa idea de imaginar la vida de uno en diferentes escenarios, con diferentes datos. Creo que es un pensamiento que tenemos todos. Hay un libro de Andrés Neuman que también juega con esa idea de las otras posibles vidas o de la vida que no tuvimos. Siempre estamos imaginando ese tipo de cosas: cómo habría sido si hubiera estudiado biología en vez de haber estudiado literatura…
Es como si divagáramos un poco a través de esos pensamientos.
La imagen de los albatros divagantes me gusta mucho porque su vida, como cuento en el relato del que sale el título del libro, está toda planificada: nacen en un lugar, planean por distancias grandísimas, vuelven al lugar donde nacieron, buscan una pareja, se quedan con esa pareja toda su vida, se reproducen y se mueren. Y es como si a nosotros nos dijeran que nuestra vida también va a ser así: vas a acabar la primaria, luego la secundaria, luego el instituto, luego vas a ir a la universidad, luego vas a tener un trabajo, te vas a casar y vas a tener hijos, si tienes suerte construirás una casa o te comprarás una, y luego te morirás. Esa es la vida planificada de cada ser humano, pero en realidad no es nunca así, y muchas veces nos apartamos ya sea de la primera carrera que empezamos a estudiar o de la primera pareja que encontramos… Todos somos un poco divagantes, y creo que lo seríamos más todavía si no nos formatearan con esa idea de lo que debemos hacer. Te hacen creer que existe un recorrido o un cursus, y que salirse de ahí está mal.
Los que se salen de esa idea quedan al margen de la realidad más extendida.
Estamos viviendo un momento en el que las cosas que nos orientaban antes no nos están funcionando. Ya no creemos en, no sé, el progreso. Por lo menos yo ya no creo en esa idea del progreso que durante muchísimo tiempo hizo que avanzaran las cosas en la dirección tecnológica. No creo tanto en el capitalismo, no creo tanto en estas nociones que fueron nuestras brújulas desde hace varias generaciones. Con el cambio climático encima, nos estamos dando cuenta de las consecuencias que tuvieron esas burradas en las que creíamos. Hay muchísima gente deprimida después de la pandemia, no solo por la pandemia sino por mil otras razones, y creo que esta pandemia de depresión tiene que ver con la falta de brújula. Estamos en un momento de particular incertidumbre y desorientación.
Una de esas crisis de fe podría incumbir a la familia como institución o convención, otro tema muy presente en este y anteriores libros tuyos.
A mí me gusta mucho, ya te diste cuenta, situar al ser humano dentro de otras familias: primero dentro de los mamíferos, luego respecto a las otras especies, luego en relación al mundo de las plantas… Si ves cómo se comportan todos los mamíferos en libertad, son muy gregarios. Forman manadas más grandes que nuestras pequeñísimas familias, que son mononucleares a veces, y otras veces menos que mononucleares. Tienen clanes, ya sean gatos, delfines, ballenas, elefantes… lo que quieras. Lo mismo un perro o un felino grande, que tampoco pueden vivir solos, crían a sus hijos y cuidan a los más ancianos en grupo, hay uno que sale a cazar para los otros. Y si los ves en cautiverio, por ejemplo un león en un zoológico, es horrible: está aislado, se deprime. Así que, viendo cómo se comportan los mamíferos domesticados, mi conclusión es que realmente estamos en cautiverio, superatrapados. La forma en que vivimos en estas microfamilias que se dieron después de la Revolución Industrial, cuando la gente dejó los pueblos y las aldeas para formar relaciones de papá-mamá-hijo, o mamá-hijo, o papá-hijo, para mí es una anomalía. Creo que hay que volver a establecer clanes más grandes. Y definitivamente configurarlos en función de nuestros vínculos. Otra cosa que los biólogos no nos dicen es cuántas maneras tienen los animales de relacionarse sexualmente. Cuántas veces nos dijeron que la homosexualidad era contra natura, y si te pones a mirar el mundo natural hay un montón de animales que son homosexuales, bisexuales, etc.
Hace poco Jesús Carrasco entrevistaba para Mercurio al investigador Paco Calvo, que en su libro Planta sapiens aborda la inteligencia vegetal…
El propio Darwin hizo muchísimos estudios sobre eso, me encanta el tema.
Él reivindica mucho a Darwin, justamente. Pero además sostiene que las plantas se vuelven más tontas al ser domesticadas por la agricultura.
Exacto, les reduces la posibilidad de desarrollar sus capacidades. Es como si a una persona le traes la comida todo el tiempo, no la dejas moverse, buscarse la vida [ríe]… yo qué sé.
Esto me lleva a la idea del confinamiento, que solo está explícita en dos relatos, pero que se relaciona con esa intimidad forzada que planteabas en obras anteriores.
Esos relatos tienen que ver con la rabia que contuvimos, o que aún quizás tenemos. Imagínate que tu padre está supersano y de repente el virus te lo mata, y además ni siquiera puedes estar con él en sus últimos momentos, y no te permiten ni siquiera enterrarlo. Hay mucha rabia ahí. También la de los niños que no fueron a la escuela, en México durante más de un año, y mientras ya estaban abiertos los cines, los centros comerciales y todo lo demás. Había muchísima rabia y frustración, y yo creo que todavía la traemos a cuestas.
Mencionas la infancia, y es otro de los temas que vuelve a aparecer en tu obra como un lugar que no acaba nunca: algunos quieren regresar, otros huir de ella.
Creo que siempre llevamos la infancia dentro aunque no nos demos cuenta. A veces pensamos que ya crecimos, que ya maduramos. Y, de repente, por un momento y como en un relámpago, volvemos a sentirnos niños. En este libro no solo hay niños protagonistas o narradores, como en los relatos “Jugar con fuego” o en “Un bosque bajo la tierra”, sino también muchos personajes que recuerdan su infancia: la infancia que ya no está, la que sí está, la fragilidad de la infancia… todo eso está muy presente en Los divagantes.
Me gusta mucho la expresión «felicidad asintomática», puro lenguaje pandémico, que acuñas en el cuento “El sopor”.
En ese relato lo que también quería contar es el miedo a un Estado que nos está observando y vigilando todo el tiempo. Es mucho más fácil controlarnos cuando estamos dentro de casa y recibimos todo a partir de internet. Que es un poco lo que pasa ahora con la información: este buscador en el que pones algo y lo único que obtienes son los mismos resultados, invariablemente. Es tremendo eso, no lo habíamos vivido nunca antes. Hay mucha noticia falsa que anda por ahí circulando, ya no sabes ni qué creer.
Hay muchos motivos para desorientarse ahí, y es algo que la pandemia, aunque parezca lejana, ha agravado.
Y además, nos lo han dicho muchas veces: no es algo que ya pasó y se acabó y fue un episodio en la vida de la humanidad. Vienen más, parece ser. Es muy posible que acabemos como en el relato, me temo [ríe].
No es casual entonces que el libro acabe con ese cuento distópico.
Ese anhelo de libertad que tiene la narradora respecto a la gente que vive en el bosque, a la que ella trató de unirse pero no pudo, responde a la ambigüedad entre el deseo de formar una familia y el de vivir salvajemente, entre querer vivir en sociedad, o al menos en el mundo desarrollado, y querer vivir en un mundo más libre y natural, pero que te exige muchísimo más esfuerzo.