Entrevistas

Guadalupe Arbona: «Siempre me salen mujeres, ¿qué le voy a hacer?»

Reportaje fotográfico: Isabella García-Ramos.

Guadalupe Arbona, cincuenta y siete años, es profesora de escritura creativa. En su despacho de la Complutense, de hormigón desnudo, pintado de blanco, nos habla de docencia y de creación literaria. Maneja muy bien las pausas. No le importa que el silencio se dilate. Es seria sin ser solemne. Se expresa con tino. En su mirada, hay algo de sabiduría antigua. A su izquierda, en lo alto, llama la atención un cartel de El azul sobrante, libro de relatos de su maestro, José Jiménez Lozano. Acaba de publicar El papiro de Miray (Jot Down Books, 2022).

¿En qué momento decides dejar de estudiar la obra de otros autores y empiezas a escribir para publicar? 

Bueno, siempre he publicado, lo que pasa es que publicaba artículos académicos y de crítica literaria. Yo siempre digo que lo que yo estaba llamada a hacer era poner en una peana la escritura de otros, para que se viese y valorase, algo así como hacen en la iglesia con los santos. Hasta que en el 2015 me detectaron una enfermedad grave. Entonces veo que mi vida cambia completamente: ya no vengo a clase, estoy en casa mucho tiempo, paso horas con curas y tratamientos en el hospital… Empiezo a escribir las cosas que veo y escucho por la ventana: a veces era un abuelo enseñándole a su nieta a llamar por el telefonillo, otras era un atardecer o un aullido de un joven desesperado, también un wasap que me llegaba… empiezo a escribir sobre eso. Un día, mi marido me pregunta qué estoy haciendo, se lo paso, le gusta mucho y me sugiere publicarlo. El resultado es Puerta principal [Encuentro, 2017].

Si la escritura diarística te ayuda a embalsar la experiencia, a que de lo sucedido quede como un sedimento palpable, ¿qué función cumple la ficción? ¿Por qué lanzarse a escribir El papiro de Miray?

Me di cuenta de que en los diarios hay pedazos de ficción que no desarrollé del todo. Por ejemplo, tengo un cuento largo inédito que se titula El quiosco verde, que es la historia de un personaje que vive en un quiosco y va viendo lo que pasa a su alrededor. Lo escribí a partir de un sueño. En algunos de mis diarios aparecen gérmenes de cuentos. El papiro de Miray estaba en este conjunto todavía inédito, es el único de tema bíblico. Los demás cuentos son de personajes más actuales: hay una jueza, otra es una pianista india, hay una chavalina que vive sola en un sótano haciendo videojuegos… Son mujeres —siempre me salen mujeres, ¿qué le voy a hacer? No lo sé, no lo he elegido— que podemos encontrar en la calle hoy, pero El papiro de Miray es distinto. Me dije a mí misma «este lo tengo que sacar de aquí, del conjunto de cuentos, porque me parece que no va». Era de asunto muy marcado: bíblico y además demasiado extenso para ser un relato.

Mirall significa «espejo», ¿has jugado con esta semejanza fónica en la novela? ¿Hay en la novela mujeres que ven su reflejo en otra mujer?

No pensé en esa palabra. Busqué nombres del Medio Oriente, nombres que tuviesen raíces hebreas o arameas, y este me gustó, me gustó la sonoridad, me parecía que iba con el personaje y por eso lo puse. Es dulce, ¿no? No tiene ningún simbolismo. En cuanto a las mujeres, la novela habla mucho de la maternidad. Es un tema que está muy presente en la historia, de todas las maneras posibles. Como orfandad, como maternidad deseada y no realizada, como maternidad realizada pero no asumida plenamente, como añoranza de una maternidad, como personajes que no tienen hijos, etc.

¿Es El papiro de Miray una defensa de un vínculo auténtico más allá de la familia biológica?

Sí, aunque citaré a mi maestro al decir: una novela nunca tiene que defender nada. Pero estoy totalmente de acuerdo, una madre no tiene que ser necesariamente la que te ha parido. La función de la maternidad uno la sabe reconocer, eso es lo importante, saberla reconocer.

¿En qué sentido hablas del reconocimiento?

Que se sepa reconocer lo extraordinario del vínculo que se produce entre un hijo y una madre. Tanto del hijo con respecto a quien lo ha acunado en su infancia, como de una madre respecto a los que se han sentido bien mirados y cuidados y abrazados por alguien, que a lo mejor no tenía vínculos estrechos, carnales o biológicos con esa persona. Con esto no quiero romper la institución de la familia. Lo que digo es que, si esto no existe, no podemos hablar de la paternidad, ni de la maternidad, ni de la filiación, por mucho que se llame familia. Efectivamente, las familias pueden generarse en ámbitos que te parecerían increíbles e inimaginables. Digo que la maternidad es cuestión de reconocimiento porque a mí me cansan los formalismos o los nominalismos. Eso de que tú, por ponerle un nombre a una realidad, piensas que ya la conoces, la clasificas y sabes todos los elementos que tiene, no es así. Los nombres se corresponden con cosas que tenemos que descubrir, por eso usamos el lenguaje. Ni la forma ni el nombre pueden cerrar esa correspondencia con la realidad que estamos llamados a descubrir con el tiempo.

¿Por qué optaste por narrar la escena del funeral sin hacer referencia al milagro? ¿Fue consciente el uso de la elipsis?

En esa segunda parte de la novela titulada Mujer, no llores, Juanjo (Juan José Gómez Cadenas, mi amigo físico que escribe el prólogo) me decía —y él es ateo—, con mucha razón: «En esa escena con la viuda de Naín no cuentas lo más importante, que es el milagro de que el jovencito resucita». Yo estaba al teléfono con él y le decía «ah…, sí…sí», y me quedé helada porque yo no me acordaba de si resucitaba o no. Y Juanjo me dijo que sí, y yo pensé «como es ateo, no se habrá leído el pasaje o no se acuerda bien». Entonces consulté a alguien cercano y le dije: «¿Tú te acuerdas de si revive el hijo de la viuda de Naín?». «Claro», me dijo, «¡eres una ignorante! ¿Cómo no ibas a saberlo? ¡Has escrito sobre eso en la novela!». Volví a leer el pasaje de la Biblia y le contesté a Juanjo. Le dije que me parecía que lo que más impresionaba del pasaje era el encuentro humano, el encuentro de miradas: eso es lo que produce el cambio en Miray. Ese me parece que es el milagro —y por eso perdí de vista la resurrección del muchacho—. Mi mirada era para lo que sucede en mi protagonista. Cuando alguien dice «Mujer, no llores» —porque nadie antes había dicho una cosa así—, qué pretensión y qué osadía decirlo a quien está llorando a un hijo recién muerto. O tienes razones muy fuertes para decirme que no llore o te sale pensar «vete con tu frasecita a otro lado». Estas palabras tan audaces me llamaron tan poderosamente la atención que quería darles el espacio suficiente, por la resonancia que tenían también en Miray, que pasa por allí y las siente dirigidas a sí misma. Había una serie de cambios que yo estaba intentando subrayar en ella. Pasa de la desolación profunda a una regeneración y reconciliación consigo misma, y el cambio no está explicado, pero se puede percibir, ¿no? Y yo tampoco quería explicarlo, habéis visto que no me gusta explicar demasiado las cosas, cuando empiezan a explicarse, prefiero [chasquea los dedos] hacer un silencio, desaparecer y dejarlo.

Aunque en otras ocasiones hayas dicho que la literatura no salva a nadie, ¿no es cierto que en tu primera novela las palabras actúan como un bálsamo? ¿No encuentra Angels, en un momento de peligro, consuelo en el papiro de Miray?

Sí, es verdad, es un bálsamo para Angels. Le hace renacer y lo dice al final, en la notita que escribe. Cuando las palabras son carnales y verdaderas, como decía Péguy, son bálsamo, pero tienen que serlo: carnales y verdaderas. Un crítico francés, hispanista, decía que el atractivo de el Quijote es que es simple, como el pan y el vino, nada de guisos fuertes. Cuando la literatura es pan y vino, es bálsamo; cuando no, es estafa, fuego de artificio. El fuego artificial deslumbra un momento e inmediatamente se vuelve a la oscuridad, que también es la gracia que tiene, se pasa el rato, pero no deja nada.

El papiro de Miray es una novela que parece estar narrada en voz baja, con una sencillez armoniosa. ¿Qué tipo de alivio obtiene el ser humano a través de la belleza que existe en la literatura, a partir de la embriaguez que produce un conjunto afortunado de palabras?

Es complicada tu pregunta. Primero, respecto a esa sencillez armoniosa, Ángel Fernández, mi editor, dijo en la presentación en Madrid que mi novela era naif en el buen sentido de la palabra. Luego, en la cena, me dijo que está publicando autores en Jot Down y que son todo lo opuesto. Le atraían muchísimo las dos cosas: por un lado, lo desgarrado y trágico, y por otro, esto que llamas tú sencillez armoniosa. Yo no sé escribir otra cosa. Simplemente creo que ahí está mi voz, siempre es una voz triste, en ese sentido de la tristeza llena de melancolía, donde los personajes están en la nostalgia, en la búsqueda o en la espera de algo porque no les es suficiente ni les sacia todo lo que tienen alrededor, y están atentos a algo o alguien que responda a su necesidad, y Miray ha visto el mal y la injusticia.  Segundo, tendría que decir que la literatura, siendo la más hermosa de las artes, la más completa y más cautivadora de las realizaciones artísticas, no puede compararse con la vida. Dice Guillén, en una carta que le escribe a su hija, Teresa, que siempre somos autores secundarios. Esta cosa también me hace pensar mucho, porque tanto Nabokov, como tú, como el genio más genial, o el escritor que empieza a balbucear, todos somos autores secundarios. La literatura, siguiendo la misma dinámica de que somos autores secundarios, es un signo de otro signo. Puedes leer un poema y quedarte sorprendido por la belleza del mismo, quedarte exaltado, pero en esa exaltación de lo que tú eres hay una pregunta y una exigencia que no te puede dejar tranquilo. Quiero decir: el carácter dramático de cualquier arte no lo podemos encorsetar, encasillar. No lo podemos cerrar una vez para siempre, y la gran tentación de cualquier escritor, de cualquier artista, puede ser esa, pensar que el arte lo es todo. Tal vez sea porque la creación, incluso la nuestra, roza el misterio de que las cosas sean.

En un momento de la historia, Miray trata de poner en la fiesta rosas blancas y pequeñas, pero los jardineros irrumpen, quitan esas rosas, y ponen otras granates y aterciopeladas. Parece que hay un paralelismo entre la escena y tu posición estética en la escritura: una escritura que aboga por lo sencillo frente a lo granate y aterciopelado. 

Ahí puede ser que esté sobrevolando un poema de Jiménez Lozano, en el que describe una gran carroza de un poderoso rey al lado de la belleza de un lirio blanco. Pone en relación los dos. Es un poema precioso porque acaba describiendo toda la enormidad  suntuosa de la riqueza y del lujo de la carroza, que es el poder que mueve la historia, que lleva a todos los criados a rastras, etc. Y luego la sencillez del lirio blanco. Ese poema lo leí una vez en clase a unos chavales —más que chavales, hombretones— que querían ser periodistas deportivos, muy listos, muy inteligentes. El día que les leí el poema, varios de ellos se pusieron a llorar. Se les saltaban las lágrimas porque eran muy conscientes de lo que significa una belleza arrogante de poder, de lujo, de dinero, frente a una belleza desnuda, limpia, blanca, como recién salida del agua, y se dieron cuenta inmediatamente. Pensé en la fuerza que tiene la creación de una imagen, de unos versos, de un poema bien escrito, para generar un juicio estético tan formidable y tan necesario en nuestro tiempo. Que yo haya visto eso en la cara de un chaval que se va a dedicar a hablar de Mbappé o de Messi es ya para dar la vida por cumplida. Cuando uno de estos chavales piense en los millones que se gasta Florentino, podrá tener en la mente la imagen de que hay otra cosa más hermosa.

En el prólogo, Juan José Gómez Cadenas habla de la «compasión oceánica» de Miray. ¿Puede hacer algo la literatura frente a la terrible banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt?

No hay una clara intención en Miray de ir a perdonar a Salomé. Lo que hace es ponerle delante los pies de Cristo en la cruz, porque ella los ha visto. Miray le habla de los pies llenos de sangre. Le viene a decir que ha habido ya un hombre en la historia que ha cargado con toda la culpa sobre sus hombros. Tengo un amigo que dice que la misericordia es una palabra imposible en el lenguaje humano. Y realmente es escandaloso que se necesite algo extraordinario para poder perdonar, pero es así; de otro modo el perdón es imposible.

Hace unos días un chico de dieciocho años mató a diecinueve niños y dos adultos en un pueblo de Texas. ¿Crees que, al igual que Miray perdona a Salomé, este joven podrá ser perdonado algún día?

Yo lo creo. Cierta vez una alumna me desafió en clase y me preguntó si a Hitler se le podía perdonar, y es duro tener que decir que sí a eso, a mí no me sale inmediatamente porque me vienen a la cabeza los campos y las cámaras de gas y, desde luego, la responsabilidad de crímenes así… Me acuerdo también de un alumno que tuve hace bastantes años y al que seguía bastante de cerca. El padre de este chaval era alcohólico, le daba unas palizas tremendas a su madre. Él odiaba a su padre y yo le decía: «Solo me hablas de este desgarro que tienes dentro». Un día, con Pedro Sorela, un profesor de aquí, leyó Los miserables de Victor Hugo. Hay una escena en que Jean Valjean le roba la cubertería de plata y los candelabros a un obispo. A la mañana siguiente, llega a casa del obispo con los gendarmes, que lo van a detener y lo van a llevar de nuevo al campo de trabajos forzados. Y entonces, el obispo dice: «Se los he regalado yo». A partir de eso, Jean Valjean monta una fábrica y empieza a dar trabajo a gente que no tiene posibilidades. Se regenera a través de ese acto. Ese chaval venía todos los días a mi despacho y me hablaba de esa historia. Pasó el tiempo, yo le preguntaba por su padre y él no me contestaba nada. Al final, resultó que había visto a su padre recogido en un albergue. El hombre murió en los brazos de este chico. Y ahí te das cuenta de la situación; él, a través de la novela, pensó «yo no puedo seguir con este odio». Ya decía Nietzsche que solo hay algo peor que la muerte: el odio. Hay una persona que está enfadada con esta novela, es un buen amigo mío que no soporta el perdón, me dice que la novela es excelente, pero no le gusta lo del perdón.

 ¿Hay un estudio, una búsqueda de información previa al momento de la escritura?

Sí. Para lo de Qumrán, tuve que buscar cuál era el nombre del pastor. No sabía su nombre, el del chaval que descubrió los manuscritos. Lo mismo me pasó con las tinajas, busqué la forma que tenían las que habían encontrado. Eso lo pergeñé yo en la Biblioteca de Cambridge, la misma que describo en el libro. Fui a una sala especial y allí había un libro donde venía el tamaño exacto de las ánforas. También busqué si las ánforas estaban envueltas. Las imaginé cubiertas con un paño basto, de lana, con listas azules, no sé por qué. Lo de que los beduinos te tocan la cara porque la ven blanca, te miran los ojos azules como si fueran yo qué sé…, eso lo he vivido yo.

¿Por qué una narración a tres voces? Conocemos a Miray y a Angels. ¿Por qué la voz compiladora no es una voz conocida?

La quité. Me aconsejaron que la quitara. Demasiadas cajas chinas. Oscurecí la voz, le quité los rasgos propios de un personaje, porque ya estaba la historia de Miray y la de Angels. Me dijeron que la narradora complicaba, y era verdad.

¿Por qué la técnica del manuscrito hallado? ¿Por qué esa forma de narrar?

Porque te distancia de la forma contada, reproduciendo la misma dinámica que se da en la literatura. La literatura es una cosa que encuentras fuera de ti y que la tienes que escribir. Es un don. Ese juego de distancias me gusta, pero no solo como forma de construir verosimilitud, sino como algo más. También uso esa técnica porque los libros que más me han gustado la usan. Vicente Mora me ha invitado a un congreso a hablar sobre el manuscrito hallado. Voy a hablar de perplejidades, posibilidades, cosas que me preocupan, pero no voy a llevar ninguna conclusión, creo. A lo mejor está bien hacer eso de vez en cuando, ¿no?

Hay un momento en que Miray le dice al escriba: «Ajusta tu cálamo a mi memoria». ¿La literatura es eso, ajustar el cálamo a lo que ha ocurrido para que, aunque la realidad se desvanezca, haya palabras que sigan narrando, que traigan de vuelta lo ocurrido?

Leí un libro de Lourdes Ortiz, Urraca. La protagonista tiene una relación amorosa con un monje que escribe su vida. Muchas veces le dirige al monje las palabras intentando subrayar aspectos de su propia narración, de su relato, y yo creo que me viene de ahí. En un momento de especial intensidad, necesito un marco, necesito llamar la atención del lector, avisarle de que va a haber un cambio en la forma de ver de Miray. Por eso, lo de «ajusta tu cálamo a mi memoria».

El ideal romántico separa la imaginación del conocimiento en lo que se refiere al oficio artístico. El artista como alguien a quien visita la musa. ¿Y tú, concibes la literatura como forma de conocimiento, como proceso de indagación? ¿Ese proceso se refleja en la construcción de Miray?

Si la literatura es algo, es eso, una forma de conocimiento. Una de las más eficaces de las que yo conozco. Decía Kant que la primera forma de conocimiento es la rapsodia, el relato. Hasta él lo reconocía. Alguien cercana a mí, amante de la filosofía, me regañaría porque dice que simplifico siempre a Kant, pero bueno. En cuanto al conocimiento más concreto, en el proceso creativo, de repente, me doy cuenta de que necesito olores para señalar un estado de ánimo, una admiración, una nostalgia. Eso me lleva a hacer una búsqueda en la memoria. Por ejemplo, hay un momento en el que el castillo está dividido en dos jardines: uno castellano (es montuno, no de regadío, donde hay lavandas, tomillos, romeros) y otro mediterráneo (jazmines, naranjos, buganvillas y limoneros). Es como poner dos almas en un mismo jardín, dos jardines. Por un lado, los matojos pobres de lo castellano y, por otro, la exuberancia de lo mediterráneo.

Y ahora, ¿estás trabajando en un nuevo libro?

Estoy escribiendo Piel de gallina, la tercera parte de los diarios, después de haber publicado Puerta principal y Enredada en azul. Lo empecé a escribir en la pandemia. Por un lado, cuando sufres un impacto emocional fuerte, se te pone la piel de gallina. Y por otro, el magnífico diccionario de Covarrubias —con toda su ingenuidad y frescura, por ser el primer diccionario de nuestra lengua— define la piel como la primera forma de caricia de Dios al crear a Adán y Eva: «El primer vestido con que Dios cubrió a Adam y Eva fue de pieles» (Tesoro de la Lengua castellana o española, 1611). La piel es lo primero que tocamos, lo primero que acariciamos. Hay un poco de esas dos ideas en este libro.

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