Ficción

Por la noche

Lo primero que hace Carlos cuando llega a casa es vaciarse los bolsillos donde puede, donde primero caiga. Casa es un piso, segundo sin ascensor, cincuenta metros cuadrados los días laborables, doce los días más cabrones. En casa no hay un lugar específico donde vaciarse los bolsillos al llegar. Valdría cualquiera: una balda en la entrada, una bandeja de cuero con pellizcos en las esquinas, una mano seccionada en actitud de mendigar; pero nada de eso hay. Así que se los vacía donde caiga: encimera, sofá, cómoda, suelo.

Sí hay, en cambio, en casa, dos perros, y raro es el día en que Carlos no pisa, cuando llega a casa y en el acto de vaciarse los bolsillos donde puede, un charco de orina. Los bajos de las puertas están hinchados, mordidos por la humedad de tanta meada. Los perros, cuando Carlos llega a casa, se le abalanzan entre ladridos y dejan huellas de orina en las perneras de sus pantalones. En ausencia de otro lenguaje, Carlos ladra con ellos.

Los bolsillos están a rebosar de nada, en ocasiones también hay uñas. Por eso siempre tiene el tarro a mano. Un tarro que va llenando con las uñas que se corta cuando toca. Ya va para dos años que recolecta uñas, Carlos. Las más antiguas han amarilleado como si estuviesen comidas por sarro, o se han quebrado y han adquirido perfil de dientes de sierra o de desplome financiero. En algunas se puede percibir un río de nervaduras que recuerdan a coágulos ulcerosos de algún animal enfermo. Hay en esa mezcla, las podas recientes con las más antiguas, un aire decrépito que raya la hermosura.

Antes de cortarse las uñas, Carlos necesita anunciarlo tres veces. De repente un martes: Tengo que cortarme las uñas. Un viernes: Tengo que cortarme las uñas. Y así hasta que hacen tres. Como no tiene pareja con quien compartirlo (ya van para dos años que María lo dejó sin un lugar específico donde vaciarse los bolsillos), lo escribe en un pósit, que pega en la puerta de la nevera, en el espejo del baño, en el cabecero de la cama. En su camino, tiene que sortear a los perros y los charcos de orina. Una sucesión de ladridos, procedente de tres focos, retumba por toda la estancia.

Durante un tiempo probó a decirlo en voz alta, Tengo que cortarme las uñas, como si, en lugar de perros, casa, tuviese pareja, pero por mucho que alzase la voz, un anuncio en mitad del desierto es poco menos que tratar de agujerear el océano. No se hicieron las palabras para los perros ni la voz para los milagros.

Carlos siempre lleva consigo un boli, de modo que si nota que las uñas han alcanzado un tamaño excesivo, no tiene más que arrancar un pósit y escribir en él: Tengo que cortarme las uñas. Es un momento triste, el instante en que cierra el puño y, al abrirlo, cuatro muescas como cuatro lunas crecientes perforan la palma de la mano. Una constelación en miniatura. La voz no sabe qué hacer. Las paredes se estrechan y el piso se reduce a doce metros cuadrados. La vista, tras deambular unos segundos sin ningún objetivo preciso, acaba posándose sobre el tarro de uñas. Los perros, ajenos al terremoto interno que está golpeando a Carlos pero no a sus instintos caninos, se orinan en todas las esquinas.

Conque se levanta del sofá, pega el pósit en la nevera —ya van dos— y se lleva el tarro al dormitorio. Los perros lo siguen con la lengua fuera-dentro-fuera-dentro-fuera. La oscuridad que se filtra por las ventanas se adensa e hincha la habitación como una lata de conservas pasada de fecha. Carlos sujeta el tarro con las dos manos. Parece lleno hasta los topes pero, si remueve las uñas con un dedo, el aire en el que descansan se aligera y de pronto ocupan la mitad de espacio. Es un prodigio alucinante, cómo un simple zarandeo hace desaparecer tantísimas uñas ante sus ojos. Visto al trasluz, el montón de uñas depositado en el fondo del tarro tiene un fulgor hipnótico. Los noventa vatios de la lámpara del techo se refractan en ese bosque de uñas y proyectan sobre la habitación un paisaje de fondo marino. Podría pasarse la vida entera contemplando ese espectáculo, de no ser porque la ferretería está al cerrar.

—Tengo que cortarme las uñas —le dice al ferretero, que si no pulsa un botón de alarma es porque no tiene. Una expresión de desconfianza deforma su cara. En los pantalones de Carlos, huellas escalonadas de orina como el rastro de una bestia trepadora—. Tengo que cortarme las uñas —le repite al ferretero, y le deja un pósit sobre el mostrador—.

De vuelta al dormitorio, deposita las uñas en la mesita de noche, con cuidado de no perder ninguna, e introduce la bombilla que acaba de comprar en el tarro ahora vacío. Tiene el tamaño justo, la bombilla. Los perros ladran con un brillo de algo turbio en la mirada. De noche, todo pesa el doble. La noche excede a la noche como el fuego al fuego. Decimos fuego y algo arde sin prisa en la memoria del fuego. Ya hay más perros que niños en el planeta: la memoria del fuego. Perros esterilizados, huecos, encerrados en pisos que a duras penas se contienen a sí mismos, el suelo una marisma de orines y un cielo cochambroso de ojos suplicantes atentos a todas las puertas. Nadie quiere estar solo y los perros son el peaje, peluches de amor sobre la piedra de los sacrificios. El lenguaje domesticado, las definiciones estiradas hasta acomodarlas a las necesidades: amor: conveniencia: ladrido: subordinación: frío: pero la noche.

Carlos hace un agujero en la tapa del tarro y pasa por él el cable que conectará a la bombilla, la más potente que había en la tienda. Vierte las uñas en el tarro, lo cierra bien, lo agita y, por último, enchufa el artilugio. La explosión de una estrella. La habitación queda sumergida en una atmósfera irreal, marciana: las paredes moteadas por salpicaduras de luz, que cambian de aspecto e intensidad a poco que mueva el tarro. Algunas reproducen la forma de una luna creciente. Otras adoptan una apariencia monstruosa, de engendro de pesadilla. Las hay también que inciden sobre un pósit pegado al cabecero de la cama, y ya es imposible contener el llanto. Carlos alarga el brazo hacia el pósit, una luz cochambrosa de uñas le mancha el dorso de la mano. Pareciera haber envejecido siglos enteros en cuestión de segundos. Como en respuesta a un estímulo, toma el boli, arranca el pósit y escribe en él Tengo que cortarme las uñas, con la esperanza de que, este vez sí, a la de tres regrese María y puedan, por fin y juntos, ladrar a moco tendido.


Carlos Frontera nació en 1973 y vive en Sevilla. Es autor del libro de cuentos Andar sin ruido (Páginas de Espuma, 2017), y ha publicado su primera novela bajo el título de Eco (Candaya, 2020).

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