Es la película revelación del momento, una ópera prima de la escocesa Charlotte Wells, que firma también el guion, más sorprendida ella que nadie de la acogida y los premios que va acumulando desde el primero, el del Jurado en el Festival de Cannes, donde se estrenó en mayo pasado, luego todos los independientes británicos y una merecida nominación al óscar para Paul Mescal.
Dos protagonistas únicos, Calum (Paul Mescal) y Sophie (Frankie Corio), tan naturales delante de la pantalla como si realmente fuesen ese padre treintañero deprimido y esa hija de once, vivaracha y con un pie en la adolescencia, rodeados de unos pocos personajes que orbitan como figurantes, antes de que aparezca una Sophie de treinta años arrojando su mirada, y lo que parece un largo duelo, sobre los días de vacaciones en un resort de Turquía en un verano de los años 90.
Wells ha encontrado la manera de contar aspectos de una época anterior a que internet cambiase las formas de la soledad y la idea del mundo de todo el mundo, incluida la jungla habitada más remota. Durante los últimos años hemos disfrutado con la recuperación de la estética y las mitologías de los años 70, y ha sido una recuperación global porque los movimientos de la década implicaron a todos los continentes de manera profunda. La representación de los 90, en cambio, resulta peliaguda porque muchas referencias se pierden de un país a otro a causa de los diferentes contextos económicos y culturales. Reino Unido vivió un periodo de bonanza, recuperado apenas del horror del thatcherismo en los años 80 con la humillación que impuso a las clases trabajadoras y el efecto devastador que tuvo especialmente en los jóvenes. A sus 30 años Calum es, por lo tanto, un superviviente del thatcherismo.
La directora y guionista recrea el estilo de los años 90 con el formato del vídeo familiar, con sus colores desvaídos o saturados, sus planos a veces descentrados o movidos, el foco y el sonido imperfectos, sugiriendo a la vez la falta de nitidez de los recuerdos, un estilo visual que combina con un formato más convencional en las escenas con más de dos personajes. Juega con los primerísimos planos, con los reflejos, especialmente del rostro de Mescal, divide la pantalla en dos aprovechando fronteras naturales (marco de la ventana, verticalidad del televisor, tabique, montaña de alfombras en el bazar…) para mostrar la acción y los diálogos (Sophie haciendo preguntas mientras reformula su idea de la realidad conforme entiende la discrepancia entre las palabras que se usan y lo que se pretende esconder con ellas) y lo que ocurre en el ánimo de cada cual (la depresión del padre y su voluntad de controlarla practicando taichí o meditación, los signos de alarma que va registrando Sophie).
En definitiva, Wells ha deshecho el relato convencional, prescindiendo de esas escenas o diálogos que suelen servir para explicar el significado de lo que sucede o para poner en antecedentes a los espectadores del bagaje vital de los personajes; ha desechado una producción y una imagen estetizantes, y ha preferido que el espectador esté dentro y muy cerca incluso, que navegue como pueda en las elipsis, igual que Sophie intenta construir un recuerdo rellenando los huecos de lo que ignora con imágenes plausibles. Lo sofisticado de la propuesta —renunciar a la trama e incluso a la voz en off femenina que parece requerir este tipo de tramas en que se vuelve la mirada hacia momentos determinantes de la infancia— está en los recursos con que provoca emoción en el espectador sin dictar ninguna en concreto. Diálogos cortos sin subrayados, repetición de escenas para añadir el dato revelador, como la primera en la que Sophie pregunta: «¿Cómo te imaginabas a los once años que serías a los treinta?». Cada pregunta, que solo busca una conexión con el padre, arroja sin saberlo una pequeña granada en la memoria de Calum.
Frankie Corio es un acierto: transmite vivacidad, curiosidad, y es siempre creíble al expresar cómo una teen integra lo que ve en una mente que está madurando; su personaje me ha parecido más convincente y elaborado que el de otros de la misma edad, también coprotagonistas, en dramas recientes —pienso en Verano del 93 o en Las niñas—. Su expresividad y manera de estar presente enganchan la mirada y sirven de contrapeso a la interpretación de Mescal, que desde Gente normal parece la elección obvia para encarnar al guapo de clase trabajadora cuyo mayor atractivo es su intensa vida interior. En Aftersun es, afortunadamente, otra cosa. Llega de vacaciones con una cámara de vídeo y una escayola que le cubre media mano derecha hasta el antebrazo, no se dice qué le pasó realmente a esa muñeca. A los 31 años tiene una hija de 11 y no comparte vida con la madre, pero al teléfono la charla es afable y se despiden con un «te quiero» porque ella «es familia». Bien se ve que no le sobra dinero, pero que se está esforzando, y los retazos de diálogo dejan hilar algo de la historia familiar: marcharse de Edimburgo para vivir en Londres, no hablarse con la madre y por eso preguntarle a Sophie si se lleva mejor con la suya, enseñarle a defenderse… Que la ve aún pequeña se delata cuando la anima a presentarse a dos crías que chapotean en la piscina del hotel, mientras ella prefiere hacer migas con los adolescentes que ya juegan a las parejas y a las fiestas. Hay que tener talento para contar en ese paisaje semiexótico de Turquía, donde se recrea el estilo de vida de los ingleses del todo incluido, de los incontables botellines de cerveza y chupitos y de los pies en equilibrio sobre la barandilla del balcón, de las horas vagas tostándose en la hamaca… hay que tener talento, digo, para contar esa otra historia del desfase insalvable entre hijos aún pequeños y padres, el momento en que estos aún son importantes y la comunicación aún es de piel.
Ese talento está en cómo encaja las piezas, la fotografía y tanto los planos como su duración sin encantarse en sus hallazgos, especialmente las dos escenas que creo definen el impacto de toda la película: la de la discoteca donde entrevemos a la Sophie adulta (la bailarina y coreógrafa americana Celia Rowlson-Hall) y al padre bailando en sus eternos 31 años, y la del aeropuerto. También en las canciones elegidas y en mostrar la depresión del padre, dejando que el espectador interprete qué ocurre después de la despedida en el aeropuerto. Es, sí, una película que emociona y que demuestra que el cine, entendido como lenguaje primero visual y sonoro puede procurar una mayor expresividad al independizarse de las leyes, más teatrales y narrativas que cinematográficas, a las que nos hemos acostumbrado, y puede conseguirlo sin caer en la impenetrabilidad del vídeo de creación.
Sin embargo, me pregunto si el éxito de Aftersun también obedece a lo poco que cuesta —salvo a un Herodes, claro— empatizar con la impotencia, la inmadurez, la sensibilidad a flor de piel de los niños. También me pregunto por el efecto de la película sobre personas que llevan como pueden la carga del suicidio de uno de los padres, si la película apacigua sus emociones o las solivianta. Ese tipo de preguntas.
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Me afecta la película . Después de verla me sentí como un impostor al que acaban de descubrir …..me recordó tanto Calum a mí…incluso en la manera como el trata a su niña y yo a los míos …..no es solo para protegerlos , sino , porque en el disfrute con ellos intentamos coger impulso para salir de ahí….te pones la mascara e incluso a veces llegas a creerte que eres tú y que lo has vencido .
Creo que el momento en en el que vuelan y dejan la niñez,al perderlos,es muy peligroso para las personas que pasan por esto tal y como sucede en la película …..lo único que tira de ti para no hacerlo ya puede valerse por sí mismo
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