Leo la primera frase del relato de Pablo Acosta: «Esto no es un libro, es una casa». Me gustaría empezar despejando una duda: quien dice esto sabe lo que está diciendo, porque su autor es además un estudioso de mística medieval que conoce perfectamente la diferencia entre lo que es una metáfora y una alegoría, y lo que es real. En efecto, el relato se propone recorrer el espacio de un ático con terraza «de la ciudad más antigua» de las islas, el ático donde nació, donde en parte se crió y creció, y donde vivió y murió su padre. «Esta casa me habita», porque ciertamente todo lo que sucedió en ella está vivo en él y ocurre en un lugar de la casa: en el dormitorio, en el estudio, en su cuarto, en el pasillo, en el salón, en la terraza. La planta de la casa precede a cada capítulo para indicarnos en qué lugar exacto de ese espacio nos encontramos. La arquitectura interior del espacio es el soporte a partir del cual se recuerda. Porque este es un libro de recuerdos: los de su vida en la casa del padre.
La casa de mi padre se ha gestado lentamente, a lo largo de unos diez años —nos dice—, durante los cuales se suceden los sueños, las imágenes que de tanto en tanto le asaltan, por lo general pesadillescas, opresivas, dolorosas. Sueños, imágenes, gestos, actos, situaciones cuidadosamente anotadas, que habrán de generar finalmente el libro que tenemos entre manos. La casa es tanto el punto de partida (lugar que permite la rememoración) como el punto final, es decir, el lugar donde se han proyectado la angustia, el miedo, el sentimiento de pérdida, el ahogo y la asfixia. Sucede entonces la construcción del edificio que debe tener, entre otros, un objetivo terapéutico: hay que cerrar la casa una vez se han volcado en ella las vivencias que culminan en el trágico suceso del suicidio del padre. Hay que desprenderse del exceso de sentimiento. Hay que exorcizar la casa.
En la historia de la cultura europea, la arquitectura ha poseído siempre una dimensión espiritual. Ha tenido que ver con una de las facultades del alma, que es la memoria. El tratado más antiguo que se ha conservado sobre el arte de la memoria o mnemotecnia, la Retórica a Herenio (siglo I a. C.), ya planteó que los loci o topoi constituyen uno de los modos más efectivos a este fin: es necesario colocar en algún lugar aquello que queremos recordar, y una vez colocado se fija entonces en la memoria de un modo perdurable. «La casa posee la misma estructura templar del alma», y «como casa de la memoria contiene el alma y la enseña a moverse en el espacio», explicaba Corrado Bologna, que dedicó parte de su vida a comprender el libro que Giulio Camillo (1480-1544) entregó en París a Francisco I. Su libro era un teatro de la memoria, una máquina orgánica de memoria, un edificio interior en perpetuo movimiento y con constantes conexiones; comparable a la biblioteca de Aby Warburg ordenada a partir de la sala oval, que fue diseñada a imitación del movimiento planetario (elíptico, desde Kepler) y en la que los libros se ordenaban y reordenaban constantemente según la ley del «buen vecino», y un arte de la combinatoria del que el gran historiador del arte era especialista (C. Bologna, El teatro de la mente, 2017).
Ejercitar la memoria implica al mismo tiempo proyectar. No conozco mejor planteamiento de lo que es la proyección de la mente en un espacio arquitectónico que el que hizo Roberto Calasso en su lectura vedántica sobre La ventana indiscreta de Hitchcock: la cortina de opacidad que envuelve nuestra mente se desvanece repentinamente y vemos el patio predispuesto «como un edificio mnemotécnico donde la pared de ladrillos descoloridos hace de soporte a los loci que son las diferentes ventanas». Al mundo se accede por el callejón en el que de vez en cuando se introducen algunos de los personajes del film. Las imágenes en el interior de cada una de las ventanas —nos dice Calasso— están a «otro nivel», son «hiperreales», dotadas de «la cualidad alucinatoria de las calcomanías». Estamos ante el plató de la mente (R. Calasso, La locura que viene de las ninfas, 2005).
En el relato de Pablo Acosta cada una de las habitaciones por las que transitamos se asemejan a las ventanas de Hitchcock; ellas también poseen esa cualidad hiperrealista y alucinatoria. Encuentro imágenes que pertenecen a la tradición surrealista. Elijo una construida sobre la palabra «barba»:
«Las barbas caen del cielo. Las miro desde un promontorio: Barcelona aún tiene algunos. […] Digo barbas y parece que hablo de pájaros que se desmoronan o de nidos lentos […]. Pero no: las barbas que yo veo se van desplomando en columnas agónicas, la piel más íntima se ha vuelto a abrir y desde aquella herida se derraman. Son columnas densas, matéricas, que me hablan de un mí escondido que hoy emerge. Son cálidas como la panza de un animal de tierra, pero las recorre una arteria demoníaca. ¿Por qué han elegido derretirse hoy estas barbas? ¿Por qué este bosque inconcreto no había sido revelado hasta ahora? Son cometas verticales, vómitos broncos de carne, orgánicas barbas que brizan el espacio, convirtiéndolo en una azarosa celda.
Estas insólitas asociaciones parecen proceder de un automatismo que reproduce con precisión el sentimiento interior y concede al relato una dimensión lírica. Texturas viscosas y babeantes salen del parqué, los colores de algunos cuadros avanzan chillones, los libros, por lo general estropeados, parecen recién encontrados en un estante de un mercado, un intenso olor a cerveza y a vodka impregna las ropas de los que aparecen (el padre, sus amigos, sus amantes), mientras ciertos monstruos asaltan el pasillo. Hay en el relato una dimensión fantástica que, sin embargo, se encuentra perfectamente medida en relación a la historia que se va dibujando, porque este libro cuenta realmente una historia. El ambiente Lovecraft se combina con otros mundos como, por ejemplo, los propios del cómic, del cine, de la literatura citada, sobre todo Proust. El relato está escrito oyendo Disintegration de The Cure: «Ha sido uno de los discos de mi vida, lo he escuchado incontables veces, tanto que lo puedo poner cuando escribo y se integra en el ritmo de mis dedos o mis trazos (lo estoy escuchando ahora)».
Este libro es, ciertamente, una casa. La escritura ha levantado el palacio de la memoria. En uno de los volúmenes de sus mitológicas (Ka, 1996), Roberto Calasso nos cuenta que «[l]os hijos de Prajapati, primero los dioses y después los hombres, comprendieron aquel día que, para vivir, debían antes que nada recomponerlo y recomponerse, reconstruir trozo por trozo el propio cuerpo y la propia mente. Porque si Prajapati se había esparcido y desarticulado por todas las partes del mundo, ¿cómo podrían ellos pretender —polvo de sus huesos— no quedar a su vez esparcidos y desarticulados?». Con la devoción con la que los brahmanes construyeron el altar del fuego, ladrillo tras ladrillo, con la necesidad de conceder forma a lo que es solo caos, así también ha sido escrito este libro que conserva la impronta del ejercicio o ascesis.
LA CASA DE MI PADRE Pablo Acosta H&O EDITORES (Barcelona, 2022) 126 páginas 17 € |