13 de marzo de 1881.- Asesinato del zar Alejandro II
Como todas las mañanas de domingo, el zar Alejandro II se levantó temprano y se preparó para su visita rutinaria al cuartel de La Manege, en San Petersburgo, donde pasaba revista a los regimientos de la Guardia de Infantería y Reserva antes de asistir a los oficios religiosos en la catedral de San Isaac.
Viajaba en un carruaje fuertemente arropado por siete cosacos, precedido y procedido de trineos con otros tantos guardianes que le custodiaban. Había sufrido varios atentados de los que había salido ileso, pero este sería el definitivo: en un callejón le esperaba un joven revolucionario llamado Nicolai Rysakiv que lanzó a la comitiva una bomba cuya onda expansiva alcanzó a alguno de sus integrantes. El zar pudo ser rescatado y protegido pero un segundo y, unos minutos después, un tercer explosivo, le dieron de pleno en las piernas, arrancándoselas y provocando su muerte por hipovolemia antes de que se pudiera hacer nada por salvar su vida.
El asesinato se atribuyó a Ignacy Hryniewiecki, un judío procedente de la Rusia meridional que luchaba contra los privilegios de los terratenientes sobre los siervos de la gleba. El emperador, tenido como flojito en su forma de gobernar por los oligarcas que habían rodeado a su padre, había impulsado una serie de reformas bastante radicales (aunque ejercidas desde el autoritarismo) aplicadas a través de ukaz (decretos) imperiales —un todo para el pueblo, pero sin el pueblo, un siglo después de que el modelo se empleara en la Europa occidental— que no habían modificado en nada las circunstancias de los rusos desfavorecidos. Había mucho descontento popular.
La reacción de los mandamases al magnicidio fue la aplicación de pogromos, un término ruso que significa «devastación», un modelo de represión y de linchamiento multitudinario que persigue destruir y erradicar minorías étnicas, religiosas o de otra condición, que conlleva la desaparición de las personas y el posterior expolio de sus bienes. Una matanza en toda regla acompañada de robo y saqueo. La barbarie recurrente.
Los primeros pogromos se dirigieron a los judíos del sur que iniciaron un movimiento migratorio de más de dos millones y medio de personas hacia América, especialmente a los EEUU y al Cono Sur (Argentina y Uruguay); más tarde se utilizaron las mismas tácticas contra otras minorías y contra los campesinos que se oponían a cambiar de manos (de los nobles a los propietarios burgueses) sin que variaran sus pésimas condiciones de vida. El mismo sistema de aniquilación se utilizó en la época soviética y contra otras minorías (armenios). Y más allá de Rusia, fue el prescrito por Hitler en la lamentablemente famosa noche de los cristales rotos, ejemplo muy conocido de los muchos que han tejido la historia de la humanidad.
De las tristísimas circunstancias que estamos viviendo en tiempo real cabe una reflexión simplista: Putin y los que le apoyan viven en una burbuja intemporal en la que se mezclan formas de gobernar anticuadas con métodos decimonónicos y futuristas de exterminio de gentes, pogromos y chantajes a los que defienden la convivencia democrática. No están locos, saben lo que hacen: a sus cerebros les falta la parte fundamental que conocemos como empatía, pero les sobran ideas para ejecutar las más terribles perversiones humanas.
15 de marzo. – Abdicación del zar Nicolás II
En una burbuja vivía también Nicolás II, último zar del Imperio Ruso. Fue coronado en 1894, a la muerte de su padre el zar Alejandro III, y ejerció el poder de manera autocrática hasta su abdicación el 15 de marzo de 1917.
No había sido bien educado para regir el mayor imperio de su época, si hacemos referencia a la falta de mano dura que sí caracterizaba a su progenitor. Le gustaba la vida militar, era muy disciplinado y religioso y prefería la placidez familiar a la gestión de los asuntos de estado. Casado con una nieta de la reina Victoria de Inglaterra, era primo del káiser Guillermo II de Alemania y del rey británico Jorge V, también nietos de «la abuela de Europa». Era aficionado al esoterismo y muy influenciable, no tomaba decisiones sin consultarlas antes con el famoso Grigori Rasputin, el monje loco, un extraño personaje que manipuló a su antojo la corte de los Romanov hasta que fue asesinado en 1916.
El declive económico y militar del Imperio Ruso y la situación desesperada del campesinado habían hecho crecer más el descontento del pueblo que seguía demando reformas como ya lo hacían en época de su abuelo, Alejandro II. En 1905 se produjo una revuelta general de las clases populares, disturbios y levantamientos que fueron duramente reprimidos por el ejército (Domingo Sangriento), lo que no hizo más que agravar la situación que todavía fue a peor cuando Rusia entró en la I Guerra Mundial en agosto de 1914.
En 1917, tras la Revolución de febrero, se formó un gobierno provisional liderado por el moderado Kérenski quien intentó que Nicolás II abdicara por las buenas, pero la salud enfermiza de su heredero y la negativa de su hermano Miguel a asumir el cargo le cerraron las puertas al mantenimiento de la monarquía por esa vía así es que decidió continuar al frente de su imperio sin ponderar lo que estaba ocurriendo más allá de su palacio.
El 15 de marzo fue finalmente forzado a abdicar en la estación de ferrocarril de la localidad de Dno, en la gubernia de Pskov, en la Rusia Occidental, tras ser arrestado junto a su familia y algunos de sus sirvientes. Los trasladaron a Ekaterimburgo y los mantuvieron detenidos durante un año en diferentes localizaciones, con el fin de «protegerlos», hasta que los llevaron a la casa de un ingeniero llamado Ipátiev, el 30 de abril de 1918.
La madrugada del 17 de julio, un escuadrón de bolcheviques al mando de Yákov Yurovsky, les hizo bajar al sótano de la vivienda donde fueron fusilados siguiendo las órdenes del Comité Ejecutivo Soviético de los Urales. Sus cuerpos fueron trasladados a una mina y más tarde enterrados en un bosque en dos zanjas separadas. La historia de los hallazgos y posterior identificación de los cadáveres es compleja y se relata en magníficos documentales que se pueden ver en cualquier cadena de televisión; la casa en la que fueron asesinados se convirtió en lugar de peregrinación de monárquicos nostálgicos y acabó siendo demolida (todo el barrio) por decisión del Politburó del Comité Central del PCUS en julio de 1975.
Sobre el terreno se construyó, tras la caída de la URSS, la Iglesia sobre la sangre que fue consagrada en 2003 por el patriarca ortodoxo Yuvenaly; cuenta con varias dependencias en las que se rinde homenaje a toda la dinastía Romanov, desde su fundador, Miguel I (1613), pasando por Catalina la Grande (siglo XVIII) hasta el último de todos, Nicolás II.
La semana pasada, Vladimir Putin dirigió un mensaje al mundo delante de una escultura de Catalina, la zarina más poderosa de la historia rusa. Ha ido a elegir esa figura precisamente, y eso que era mujer. No para de lanzar mensajes desde la nube de sus sueños.
20 de marzo. – Primavera, primaveras.
Este año la primavera entra el 20 de marzo a las 16:33 horas en el hemisferio norte, según nos informan desde los medios de comunicación.
En la antigüedad más remota de la que tenemos noticia escrita, era un acontecimiento que se celebraba con mucha intensidad y su llegada marcaba para las primeras civilizaciones agrícolas el inicio del Año Nuevo: en Persia se estableció un calendario astronómico en el IV milenio a.C. que daba comienzo en el equinoccio, y en la antigua religión persa, el Zoroastrismo, su profeta, Zoroastro, implantó en el II milenio a.C. la celebración del Nowruz en el que se llevaban a cabo todo tipo de rituales de limpieza y purificación con los que se daba paso al nuevo ciclo de vida en la naturaleza.
El rey persa Darío el Grande fundó la ciudad de Persépolis en el año 515 a.C. e instauró definitivamente esta celebración que duraba siete días durante los cuales se engalanaba la ciudad, se quemaban las cosas viejas y se recibían parabienes y regalos de los representantes de las tribus que gobernaba. En la cercana Mesopotamia, también se consideraba el equinoccio de primavera como el inicio del Año Nuevo que se recibía, según cuentan unas inscripciones de Gudea del III milenio a.C., con una relajación general de las normas y costumbres sociales.
La idea del comienzo de un ciclo nuevo cuando el día y la noche tienen la misma duración permanece en el inconsciente tanto personal como colectivo: es época de renovación. Así, a algunas de las revoluciones de carácter pacífico que han tenido lugar desde la segunda mitad del siglo XX se les ha dado el nombre de primaveras, no solo por la época del año en que se desarrollaron sino también por lo que sugiere de metamorfosis y por los deseos de construir una sociedad nueva al margen del totalitarismo, el belicismo o los afanes imperialistas: la Primavera de Praga (1968) fue un intento de liberalización política, económica y cultural en la antigua Checoslovaquia duramente reprimido por la maquinaria soviética del Pacto de Varsovia, y la Primavera Árabe (2010-2012), la denominación genérica con la que se conocen las revueltas que se dieron en Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Baréin, fue un conjunto de movimientos sociales en los que se veían implicados muchos jóvenes con ansias de progreso y libertad, pero que acabaron sometidos por la violencia de los regímenes autoritarios en los que vivían.
Llega la primavera de 2022: hace dos años nos trajo una pandemia y este viene cargada de conflictos y negruras que no han sido provocados precisamente para derribar yugos dictatoriales sino todo lo contrario. Ojalá este Año Nuevo alumbre un tiempo sin iluminados ni megalómanos.
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