Esta reseña ha sido publicada en papel en el número 215, «La Gran Familia», de la Revista Mercurio.
Absténganse integrados. Este no es libro para amantes del turismo low cost, la arquitectura contemporánea de carcasa y oropel, el minimalismo del design despersonalizado de IKEA, la decoración obsolescente, las paredes blancas y uniformes, los cuerpos que buscan la eternidad plástica de la cirugía estética. Hay en estas breves páginas un calmo alegato por las ruinas, por las cicatrices, por el polvo, por la pátina del tiempo… En definitiva, por nuestra propia condición transitoria y la del mundo que creamos a nuestro alrededor. Por eso Los lugares y el polvo también se hubiera podido titular La caducidad y la belleza. Ya se sabe: las cosas más hermosas lo son porque están destinadas a desvanecerse. Como cada uno de nosotros.
Roberto Peregalli (Milán, 1961), filósofo y arquitecto italiano, especialista en la Antigua Grecia y en Proust —lo que explicaría en parte su obsesión por el tiempo— ha escrito un ensayo de estilo ligero e ideas profundas, de expresión clara con toques líricos e, incluso, aforísticos. Un texto a medio camino entre la divulgación y la prosa especializada, con las referencias justas para apuntalar el discurso sin caer en el abuso de citas y nombres célebres. Las reflexiones discurren a través de doce capítulos y un posfacio hasta llegar a una breve pero excelente selección bibliográfica. Allí encontramos a los compañeros de viaje intelectual de Peregalli: Benjamin, Adorno, Walser, Gombrich, Sebald, Loos, Roth, Pasolini, Bernhard, Bataille o Heidegger, una mayoría abrumadora de hombres que han reflexionado sobre el tiempo y las cosas —alegra, al menos, la mención a Rebecca Solnit—.
Con sosiego, el pensador italiano alerta contra la enfermedad «de presente» que nos aqueja y nos impide gozar de los efectos del tiempo, «ese amigo inexorable que hace hermosa nuestra vida», en sus palabras. Preferimos borrar sus estragos porque nos resultan odiosos, vinculados a la decadencia y a la degradación, en radical contraste con ese ahora eterno que perseguimos desesperadamente. Como si hubiéramos olvidado que en la fragilidad, en la evanescencia, está la magia que otorga todo el sentido.
Peregalli, en cambio, defiende que las huellas, arrugas y grietas que deja el tiempo en los lugares, los objetos y las personas son la clave de su belleza. Eliminarlas es ir contra natura: la restauración es un engaño; la reconstrucción, un absurdo. El poso del tiempo debe preservarse porque sus marcas dan valor a las cosas, sea una noble fachada barroca, un tejado anónimo y popular de la Toscana o unos cubiertos victorianos de plata. Pugnar por devolverlas a un presente inmutable y eterno es matar su aura. La prueba es que nos extasiamos ante el pintoresco y abandonado pueblo de pescadores mientras huimos de las calles idénticas de las grandes ciudades. Y la paradoja es que, buscando lo diferente en cada escapada en avión, contribuimos a uniformizar el planeta. Quizá la pandemia ayude a repensar ese destructivo viaje a ninguna parte en el que estábamos instalados, Ryanair mediante.
Este ensayo, de estilo ligero e ideas profundas, alerta contra la enfermedad «de presente» que nos aqueja, cuestionando la arquitectura de «lo gigantesco» y el turismo que borra del mapa las huellas populares
Este libro nos pide cuestionar la arquitectura de «lo gigantesco» y de la desmemoria al servicio del poder, el turismo de afán didáctico que pone carteles explicativos a los edificios «con firma» mientras borra del mapa las huellas populares. Y lo hace bajo el siguiente postulado personal: «Creo que en esta época falsamente resplandeciente y tranquilizadora, que quiere exorcizar la muerte a cada paso, un camino posible es buscar entre los intersticios de las cosas producidas por el hombre una grieta, una ruina que certifique su validez».
La mirada de Peregalli al pasado es, sin duda, idealizadora. El autor pasa por un filtro poético las viviendas antiguas: las ventanas de finos cristales y marcos de madera que invitaban a mirar fuera; las paredes y los techos combados, donde se suspendía el polvo; la emoción melancólica de la luz de una vela o del neón. La cara B de estos habitáculos —el frío, las goteras, el olor a humedad, la ceguera al leer durante años a la luz escasa de una vela—, no resulta poética, obviamente; pero ahí no ahonda quien critica los rascacielos de hormigón, acero y grueso cristal que se expanden sin tregua en cada continente.
El lema conservador «cualquier tiempo pasado fue mejor» impregna las líneas de este libro delicado, ilustrado al modo de Sebald con fotografías en blanco y negro que dialogan sutilmente con el texto. En su fondo, subyace un desencanto ante la alienación feísta y repetitiva de la vida posmoderna. «La violencia del progreso de la civilización tecnológica» —Peregalli dixit— anestesia la sensibilidad humana, impide la vivencia artística y filosófica. Este planteamiento, rotundamente maniqueo —el pasado es bueno; el presente, malo—, no deja de cautivarnos: nos apetece comulgar con él como nos apetece rebujarnos entre las mantas calientes y olorosas de nuestra infancia. ¿Quién no ha sentido eso ante una vieja casona silenciosa de un casco antiguo, o ante las altas chimeneas industriales de ladrillos, perdidas hoy en la nada? Por eso este libro resulta ideal para recrearse en los sentimientos de melancolía, nostalgia y tempus fugit que a muchos —normalmente, a los que siempre hemos vivido bien— nos fascinan y nos calientan el alma.
Los lugares y el polvo Roberto Peregalli Traducción de Ernesto Hernández Busto Elba Editorial 152 páginas 21 € |
La huella del tiempo muestra la evolución de lugares, cosas y personas sin ocultar el tipo de esencia de todo.
¿La cirugía plástica es mentira o verdad de quien la hace suya?
El filósofo Peregalli nos dice y nos ilustra que en todas las personas hay cosas, todos tenemos un determinado de tiempo de vida y, por tanto, nadie ni nada dura para siempre.