Analógica

Aguas de Europa, una historia de (in)visibilidades

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Barcelona tiene una curiosa relación con el agua. Hasta las Olimpiadas de 1992 dio la espalda al mar, al que el ciudadano de a pie no rehúye, si bien se conforma con notar su brisa, sin acercarse salvo para lucir palmito, hacer ejercicio o alguna ocasión especial, no como los turistas, hegemónicos en áreas de ocio junto a las playas.

Más particular es una seña de identidad condal. Tenemos dos ríos, son invisibles y aun así, los usamos para orientarnos. Antes era normal que alguien preguntara por una calle. Las coordenadas mentales para responderle eran y son mar, montaña, Besós, Llobregat.

Tanto uno como el otro no aparecen por la superficie y nadie queda para ver sus cursos fluviales. Lo interesante en todo este asunto es cómo la capital catalana tiene siete colinas, como Roma, desde donde bajan un sinfín de torrentes.

Una de mis actividades básicas es pasear. Al principio era mero gusto por caminar mientras descubría rincones. Poco a poco he ido sofisticando esta pasión y al pasar mucho tiempo en Barcelona las pequeñas pesquisas para con detalles han derivado a una comprensión del espacio, un proceso repleto de infinitos interrogantes.

Entre ellos uno muy fundacional es notar algo raro mientras andas, un extraño del camino, como por ejemplo una curva feliz por romper la rectitud del Ensanche de Ildefons Cerdà. A estos encuentros suelo denominarlos los quépasaquí y suelen desencadenar obsesiones. La morfología viene determinada por elementos naturales, tan poderosos como para vencer el desafío imperialista del urbanismo, en Barcelona simbolizado por cómo la cuadrícula del ingeniero no sólo pretendía democratizar el suelo, sino devorar las formas de los pueblos antiguos, anexados a partir de 1897.

Uno de los más notorios quépasaquí es metafórico en varios sentidos, entre otras cosas por no figurar entre las imágenes callejeras de Google Maps. Se trata de un pasaje en el escarpado barrio del Carmel, el de Sigüenza. Se halla hundido y muy bien cobijado por casas construidas por los trabajadores en lo que antaño era el torrente del Paraíso, en descenso hacia las tierras de Horta y Vilapicina.

Estos edificios se erigieron como consecuencia de la marginación de los migrantes de los años cincuenta del siglo pasado, tan en el quinto pino que por eso el Pijoaparte robaba motos, porque por no tener ni les daban transporte público. Son viviendas a rehabilitar con urgencia, invisibles como su historia y las prisas municipales por intervenir en favor de esta joya en un hoyo.

Durante muchos decenios Barcelona presumió de ser una especie de Milán del norte español. En los últimos años la reina de Lombardía ha superado con holgura a la capital catalana con una envidiable limpieza de cara desde la vanguardia, algo ratificado por la Exposición Universal de 2015, una de las pocas rentables de verdad en nuestro siglo.

Desde ese triunfo también empezó a potenciarse una resurrección sin excesos de los canales. Para muchos Milán es el Duomo, La Scala y la Galleria. Es un problema de pereza. Lambro, Olona, Seveso, Ticino y Adda son su quinteto de ríos, cada uno con su respectivo canal, los navigli. Hoy en día el central y el grande se han transformado en un escaparate de tendencias opuestas entre la masificación de locales, aupada por el encanto de los puentecitos en vías estrechas, y la belleza de ángulos ajenos a todo ese mercadeo.

Los navigli de la contemporaneidad podrían compararse, con mayor elegancia y menos abocarse al foráneo, con Nyhavn en Copenhague, el puerto nuevo, tan atiborrado por los visitantes y publicitado como para entenderlo a lo lejos. Su oferta gastronómica hincha la calidad con el precio y rebaja el paladar, mientras a pocos centenares de metros otras aguas recogen con mucha mayor solvencia lo que deberían ser los reclamos de la capital danesa, un faro de modernidad arquitectónica en sus orillas, de la Ópera al barrio de Oresund.

Copenhague recoge unas contradicciones con deje veneciano, una lacra de todas aquellas urbes con canales en sus muros. La vecina Hamburgo los tiene y es paradigma de cómo conjugar el presente con el pasado acuático. Los canales se esparcen por todo su centro y más allá, donde aportan paz, ocio y sostenibilidad a la población, dichosa sin ir más lejos por el lago artificial Aubenalster, que anticipa en sus casi dos kilómetros cuadrados algo vendido como la panacea: el lujo al alcance de todos consistente en disfrutar de la naturaleza en la ciudad desde una perspectiva intergeneracional.

Hamburgo discrepa con Colonia, de lenguaje interno más similar al barcelonés. El Rin está, no cabe duda, si bien su mayor impronta reluce sólo si cruzamos el puente Hohenzollern, giramos la vista atrás, enfocamos la cámara y registramos cómo la catedral se impone en esta trilogía en la que el límite romano en su expansión por Germania es un decorado.

El Rin rodea. Cuando medité este texto quería ir de lo mínimo, los secretos acuíferos de mis barrios, a unos máximos repartidos por toda la Europa, recorrida por las suelas de diversos zapatos, algunos fallecidos en acto de servicio.

Los últimos en ser reemplazados mientras querían sumar kilómetros fenecieron en Atenas. Compré otros y me apretaban el pie, causa de convertir mi ruta hacia el Puerto del Pireo en una tortura china, sólo subsanada con la adquisición de unas chanclas para proseguir mis pasos hacia el Egeo, una mayúscula decepción ante los impedimentos para alcanzarlo.

Me bloquearon autopistas y tráfico a borbotones, no como en Trieste, donde la Piazza dell’Unità conduce al mar desde una serenidad similar a la del Comerço en Lisboa. Si nos volviéramos locos y siguiéramos podríamos ahogarnos. No sé si ese es el motivo de la fama y carisma del Molo Audace, una pasarela en que los triestinos van arriba y abajo, charlan sin afectarse por el vuelo bajo de las gaviotas o se sientan a ser mesados por la Bora, su viento, en retroceso, como los suicidas, durante estos últimos años.

Desde este golfo limítrofe el abanico de ríos y mares nos invita a multiplicarnos para poder colmar todos sus estímulos. Recuerdo cómo en Rijeka el agua era un marco desde la cima de su castillo y una línea inacabable en el puerto, no como en Liubliana, envuelta por puentes con dragones y uno triple en el meollo, de Jože Plečnik. Pese a haberlo cruzado en repetidas ocasiones, suelo imaginarlo desde mi anhelo a volar hasta un falso recuerdo de fotos aéreas en blanco y negro de alguna revista o página con amor a las minucias de lo arquitectónico.

Si no balcanizamos este itinerario siempre nos quedará Italia, porque los párrafos me susurran querer ir a Roma, hasta renunciar al Danubio, salomónico e imperial en Budapest por cómo sus puentes engarzan las dos ciudades, embelleciéndolas al unísono. En Turín el Po no es Pavese, sino la inmensa y colosal Piazza Vittorio Veneto, coronada al otro lado del río por la iglesia de la Grande Madre di Dio, una chaladura posnapoleónica que esconde otro mensaje: a veces atraviesas un puente, con todos los significados de la acción, y te encaminas hacia una nada que no suele serlo. Algunos turistas llegan al inicio de un puente, divisan el horizonte durante pocos segundos y renuncian a cruzar. Desestiman un conocimiento fabuloso y gratuito, el de traspasar un confín para acceder a otro estado, como Constantino en la batalla del Ponte Milvio o el Ponte Vecchio florentino, de la sobredosis turística al sosiego hacia el Palazzo Pitti o la Cappella Brancacci.

Turín, como Colonia o Barcelona, tiene otros diccionarios para su propia piel, iconos referenciales que aíslan lo fluvial, omnipresente, tangible y algo omitido. En el Piamonte la verticalidad de la Mole Antonelliana se come el Po, mientras el Rin decae por las doce basílicas, así como el Besós y el Llobregat, sin olvidar el Mediterráneo, no suscitan imanes al estilo de la Sagrada Familia o el Hotel W, sito en un mar medio inalcanzable.

Los ríos son conciencias silentes, cronistas ágrafos de la Historia. Roma y París merecerían un artículo independiente. El Tíber y el Sena configuran hasta guiarnos por el orden armónico de sus puentes. El Papa es el Pontífice Máximo, el supremo hacedor de los mismos. Su estela nos acaricia a lo largo de un radio notable. Los turistas se arremolinan junto a los ángeles de Bernini del Sant’Angelo y los romanos privilegian sentarse en las gradas de la Fontana del Ponte Sisto, uno de los más preciosos, puerta a Trastevere o hacia Campo de’ Fiori y otros ejes de la centralidad, llena de fuentes por si tienes sed o quieres llenar botellas.

Este mobiliario urbano cada vez es menos frecuente en las grandes capitales. Los nasoni romanos y sus homólogas barcelonesas son las supervivientes más notorias. En París, donde no podemos recrearnos en dar con la Cloaca Massima como en la Urbe, se dio el pistoletazo de salida para las Wallace, unas fuentes promocionadas por un filántropo británico, cuyo modelo se reprodujo en múltiples latitudes tras la guerra franco-prusiana de 1870/71 para facilitar al acceso al agua de las clases más desfavorecidas.

Tanto en París como en Roma el círculo es completo porque, al menos en mi caso, el cerebro visualiza planos con una prosecución de puentes hasta generar una totalidad determinante para sus destinos. Cada plasmación del agua, su legado o ese hilo de enclaves con lenguajes internos, es una tesela en el mosaico de diversidad europeo.

 


Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979) es periodista, escritor y crítico literario en medios como RNE, La 2, «La Lectura» de El Mundo y «El Viajero» de El País. Ha publicado novela, poesía y ensayo, género en el que destacan obras como El último libro de la Vieja Europa (2017), La ciudad violenta (2021), Bohigas contra Barcelona (2023) y Nortes (2023).

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