Analógica

Lo que he aprendido sobre el mundo ejerciendo el periodismo de ciencia

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Llegué al periodismo con tantas ganas como torpeza. Había elegido una licenciatura con el propósito de empaparme de la rama del saber más fundamental —es una fantasía habitual de quienes estudiamos Física, que podemos ser gente bastante flipada—. Quería tener una visión amplia de la ciencia y, desde ahí, contarle al mundo sus maravillas; todo lo que usted debería saber sobre la ciencia y nadie le supo explicar. Durante toda la carrera me divertí leyendo por mi cuenta sobre epistemología, historia y sociología de la ciencia. Bunge, Kuhn y Popper me interesaban mucho más que la mayor parte de las asignaturas de física (cálculo, álgebra, termodinámica y ondas, electricidad y magnetismo), que me resultó tediosa hasta la especialidad, cuando por fin empecé a disfrutarla. Escogí la rama de física teórica, con mucha matemática, que era lo que me gustaba a mí, la cosa abstracta y sesuda, la cuántica, los sistemas complejos, el hardcore.

Terminé Física el 12 de septiembre de 2001 en el despacho del profesor, porque ningún compañero más se presentó al examen. Lo hice sola. Era una asignatura preciosa llamada «Fenómenos colectivos», que trataba sobre modelos de la física estadística. Cuando salí de la facultad me fui a buscar a mis amigos a la biblioteca de Historia, pero estaban leyendo El País y escuchando la radio, nadie me hizo ni caso. Normal. Era el día después del atentado a las torres gemelas de Nueva York, ¿a quién le importaban mis fenómenos colectivos? Solo a mí, que sabía que había aprobado y que, a partir de entonces, tenía que ingeniármelas para convertirme en periodista de ciencia.

No sabía qué camino debía seguir, pero tampoco empezaba de cero. Desde el principio de la carrera había estado colaborando en radio y prensa, y pensaba que lo hacía fenomenal porque ¿quién va a contarle la ciencia al público mejor que una persona que la estudia? Incluso me mostré airada el día en que la editora de una revista con la que colaboraba me pidió que reescribiera un texto de arriba abajo, contando la noticia en el primer párrafo, enrollándome menos y contactando con fuentes. «Lo que te pido es que redactes un texto periodístico, no un libro de texto». Maldita sea, pensé, ¿y eso cómo se hacía?

Por suerte para mí —porque, de lo contrario, no habría durado ni dos telediarios en el negocio—, encontré un máster de periodismo científico y allí eché las tardes de todo un curso después de haber trabajado mis ocho horas de jornada laboral en una editorial. Mis compañeros del máster se dividían en dos grupos: los que habían estudiado la carrera de Periodismo y los que veníamos de ciencias. Los primeros decían frases con las que los segundos nos echábamos las manos a la cabeza: «Ser periodista consiste en poder informar sobre cualquier tema sin saber mucho de casi nada», y cosas así que me parecían escandalosas, indignantes, una vergüenza, ¡un sindiós! ¡La crisis intelectual! ¡La caída de la cultura occidental! Mi profesor de redacción me cayó insoportable porque se atrevía a proyectar nuestros textos y corregir ante toda la clase lo que estábamos haciendo mal —meses después se convirtió en mi mentor y hoy somos grandes amigos—. Mi primer reportaje trataba sobre una exposición artística en torno al modelo estándar de las partículas elementales (años antes del bosón de Higgs). El profe me lo devolvió con tantas anotaciones en rojo que quise llorar, no podía estar tan mal y, de hecho, lo que contaba no estaba mal; el problema era que nadie lo iba a leer jamás porque aquello era un tostón. En ese máster perdí la inocencia y la soberbia, me enfadé muchísimo con mis mejores profesores y acabé dándoles la razón en casi todo. Entendí que había estudiado cinco años de una carrera de ciencias muy difícil (enhorabuena, palmadita en la espalda), que había hecho mis pinitos en divulgación sin tener ni idea, que no me había salido mal porque me acompañaba cierto talento, pero que no sabía nada de cómo contarle la actualidad en ciencia a la gente y que eso es un oficio que se aprende: el oficio de periodista.

Hoy, más de 20 años después de haber aprobado «Fenómenos colectivos», aquella última asignatura con la que acabé la carrera, creo que todo lo importante que sé sobre la ciencia lo he aprendido dedicándome al periodismo. Por ejemplo:

¿A la gente le interesa toda la ciencia, siempre y porque sí? Tenemos datos gracias a la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología y el estudio de sus resultados, que realiza FECYT cada dos años desde 2002 con una muestra de más de seis mil personas de todo el territorio nacional. Por la encuesta sabemos que, cuando se les pregunta por una serie de temas, el 47,2% de las personas declara estar interesada en ciencia y tecnología. Además, entre los temas que más interesan, hay otros que también están relacionados con la ciencia, como alimentación y consumo (62,6%), medicina y salud (57,2%) o medio ambiente y ecología (49,4%). Parece mucho, pero no nos flipemos.

Este es el interés sugerido. Si hablamos del espontáneo, las cifras caen. Cuando la gente menciona espontáneamente los tres temas que más le interesan, el 12,3% señala la ciencia y la tecnología, una proporción similar a quienes muestran interés por el medio ambiente y la educación, y por detrás del turismo y la cultura. Ahora parece poco, pero de nuevo, no nos pongamos nerviosos. ¿Usted incluiría la ciencia en la terna de sus temas preferidos? Yo misma no sé si lo haría. Miento: creo que no lo haría, hay muchas cosas que ocupan mis pensamientos ahora mismo de manera más urgente, como por ejemplo la gobernabilidad de mi país, la defensa de la educación y la sanidad públicas, cómo comprar aguacates sin cargarme Doñana, la polarización, cómo relacionarme con esos seres queridos que aceptarían pactos políticos con negacionistas del cambio climático y la violencia de género…

En cualquier caso, reprochar a la ciudadanía que no esté lo bastante interesada por la ciencia no parece un buen plan. A la gente le preocupan muchas cosas y no conseguimos nada lamentándonos como plañideras porque la ciencia no les brote entre sus tres opciones favoritas. Nunca me olvidaré de una frase que me dijo Tim Radford, maestro de periodistas científicos, cuando era jefe de Ciencia en el diario británico The Guardian: «Vivimos en una democracia y la gente tiene derecho a no interesarse por la ciencia, eres tú como periodista quien debes conseguir que les interese». Efectivamente, aunque nos gustaría ponerle al lector una pistola en la sien y obligarle a leerse eso tan interesante que hemos escrito, no podemos hacerlo porque sería ilegal. Dejemos de regañar a nuestro público potencial si lo que prefiere es ver Sálvame. Ellos tienen derecho a pasar de la ciencia, tú no tienes derecho a ahuyentarlos.

¿Qué le interesa a la gente sobre la ciencia? Por mi experiencia, creo que hay dos grandes campos de acción: el de la fascinación y el de la cercanía. Por un lado, la ciencia tiene el magnífico poder de cautivarnos con aquello que no entendemos. Los periodistas de ciencia sabemos que, si ponemos en portada una novedad de la cosmología, la paleontología, la arqueología o la astrofísica, tendremos los clics asegurados, por las mismas razones que a los niños les enamoran los dinosaurios y el antiguo Egipto. Porque nos toca la fibra de la curiosidad, de las grandes preguntas humanas; ese placer intelectual de asomarnos a lo misterioso, lo insondable. Por otro lado, la ciencia que funciona en los medios es aquella que sirve para darnos explicaciones sobre las cosas que nos tocan directamente en nuestras vidas. Por eso también sabemos que las noticias sobre salud, sexo, economía o cambio climático lo van a petar en visitas mucho más que un nuevo método para el aprovechamiento de los residuos del alpechín.

¿Qué sabe la gente de ciencia y qué debería saber? Esta pregunta es interesante, nos asalta cada dos por tres y no tiene una respuesta monolítica: la gente, por lo general, sabe lo que recuerda de su vida académica y después, lo que ha aprendido por sus propios medios, bien por pura curiosidad o bien por necesidad. Y esta necesidad se ha hecho fuerte en la pandemia. Antes de 2020 no se nos ocurría escribir «antígeno» en un titular; en la Navidad de 2021, cada día se publicaban decenas de noticias sobre los test de antígenos para las cenas familiares. Aprendemos de aquello que nos interesa, por eso no creo que tenga tanta importancia que la gente sepa de ciencia como que sepan dónde informarse cuando la ciencia atraviesa nuestras vidas.

¿Qué esfuerzo está la gente dispuesta a hacer para informarse de ciencia? Seamos sinceros, nos gustan más los memes que leer reportajes. Esta es una verdad que sirve para ciencia, economía, política, crónica rosa y cualquier otra sección de un medio de comunicación. Cuando usted va en el metro mirando noticias en su móvil, está mirando titulares. Haga la prueba: ¿cuántas noticias abre y lee hasta la mitad? Ya le digo yo que pocas. En muchos casos esa lectura rápida de titulares le habrá servido para hacerse una idea de lo que está pasando hoy en el mundo. El problema con los contenidos de ciencia es que, para enterarse de las cosas, normalmente hay que hacer un esfuerzo de atención y comprensión. Esto nos frustra muchísimo a los de mi gremio, pero es lo que hay.

¿La gente entiende qué es la ciencia? Esta es mi pregunta del millón. Creo que muchas personas miran a la ciencia de abajo arriba, como si fuese un saber generador de verdades inamovibles, en lugar de lo que realmente es: una actividad cultural humana que se autocorrige y que no busca verdades, sino descripciones de la realidad que nos sean útiles para entenderla. A veces ni eso; a veces simplemente busca el deleite de conocer y explorar. Las expectativas hacia la ciencia derivadas de esa imagen mitificada, lejana y monolítica generan frustración y dejan un hueco enorme a la desinformación.

 


Pampa G. Molina es periodista científica y directora del Science Media Centre España. De 2011 a 2022 fue coordinadora y redactora jefa de la agencia pública de noticias sobre ciencia SINC. Ha sido editora de ciencia y tecnología en SM, y colaboradora en diversos medios de radio y prensa como eldiario.es, donde sigue haciendo divulgación de forma habitual.

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