Adelanto editorial

Katharine Hepburn y Spencer Tracy, a la misma altura

«Amores cinéfagos», de Jordi Bernal (Jot Down Books)

Spencer Tracy y Katharine Hepburn en «La mujer del año» (1942), de George Stevens. / © MGM

K. Hepburn. —Me temo que tal vez sea demasiado alta para usted, señor Tracy.
J. Mankiewicz. —No te preocupes, Kate. Te pondrá a su altura.

El comentario que le hizo Spencer Tracy al director Joseph Mankiewicz después del primer encuentro fue que ella tenía las uñas sucias. Tampoco le convencía la idea de compartir protagonismo en una comedia de lucha de sexos con una mujer con fama de sexualmente ambigua. Para añadir reparos, el actor recelaba de un proyecto promovido por la actriz ya que temía que acabara en vehículo de lucimiento exclusivo para ella. De hecho, Katharine Hepburn le había vendido la idea a Louis B. Mayer, mandamás de la Metro, y había asegurado la financiación antes incluso de tener el libreto escrito. Hepburn además, había declarado su interés en que su pareja en el film fuera Spencer Tracy. Era un actor al que admiraba desde que lo viera en Broadway cuando él estaba actuando en The Last Mile. Por su parte, Tracy no había visto ninguna de las películas de Hepburn, pese a que, por aquel entonces, ya era una de las actrices más célebres y bien pagadas de Hollywood.

En cualquier caso, el actor se sumó al elenco. Un poco a regañadientes. En un principio se había pensado en George Cukor para dirigir la película. Pese a ser uno de los mejores amigos de la actriz, esta prefirió un director más rudo y que conociera los entresijos del béisbol, dado que este deporte jugaba un papel nada desdeñable en la historia. Así fue como George Stevens, también amigo de Hepburn, se puso tras la cámara para rodar La mujer del año (1942). Según sostiene el periodista William J. Mann en Kate. El lado oscuro de Katharine Hepburn, la actriz buscaba con esta nueva película humanizar su imagen, hacerla más sensual y próxima, pues hasta entonces adolecía de cierto estiramiento glacial, puritanismo hervido y escasa carga erótica. Para ello, nada mejor que valerse de un coprotagonista masculino que representara todos los estereotipos vinculados a la virilidad más primaria. Y ahí estaba el bueno de Spencer. Pronto todos los presentes en el plató se percataron de la química existente entre ambos. Para decirlo con los cronistas rosas, que tantas líneas cardiacas han dedicado a loar el amor de la pareja, en el set de rodaje saltaron chispas. Pero parece ser que la cosa no acabó ahí. A Katharine y Spencer les dio por enamorarse. «Nuestros personajes cinematográficos se enamoraron. No sé qué fue primero, el que ellos se enamoraran o que lo hiciéramos nosotros. Creo que fuimos nosotros primero, pero nuestros personajes cinematográficos lo supieron primero». Con esta mezcolanza entre realidad y ficción —muy consciente en la construcción de la propia leyenda por parte de la actriz—, Hepburn confesaba a una de sus últimas biógrafas, Charlotte Chandler, el inicio de una de las relaciones más duraderas y admiradas del cine. Sin embargo, como siempre pasa en Hollywood y en la vida misma, no siempre es oro todo lo que reluce. Más bien todo lo contrario.

Con Tracy, Hepburn reincidía en el cuelgue por un patrón de hombre ciertamente conflictivo. Tipos atormentados, tormentosos, alcohólicos y, por si fuera poco, casados. El primero de la lista fue el poeta H. Phelps Putman cuando Hepburn no era más que una bachiller. Ya como actriz consolidada, y antes de emprender la relación con Tracy, vivió unos meses de «arrebato» con John Ford. Si tenemos en cuenta la narración antes citada de Mann; debemos ser en extremo cuidadosos a la hora de escoger le mot juste o apelar al entrecomillado cuando de calificar estas relaciones se trata, pues entre los conflictos y demonios personales de estos hombres la sexualidad y/o su orientación ocupan un lugar nada desdeñable. Es cierto que el periodista Mann tiende a etiquetar alegremente las tendencias sexuales de los compañeros de la actriz (tanto es así, que el lector puede sospechar que el autor de Behind the Screen: How Gays and Lesbians Shaped Hollywood está barriendo para casa), pero no es menos verídico que, atendiendo a testimonios y datos biográficos, el hecho tenía una importancia considerable. Más allá de los comentarios de una resentida Maureen O’Hara en sus Memorias con relación a la presunta homosexualidad de Ford, es cierto que el director de La diligencia se debatía entre la realidad de una sensibilidad extrema, compleja, finísima, y el deseo de una masculinidad granítica y sin fisuras. Parte del conflicto lo exorcizó con su genial filmografía, pero el resto lo intentó ahogar en alcohol. Tal vez sin una visión tan restrictiva de la virilidad y mediante la aceptación, o siquiera conllevancia, de todas sus contradicciones y pulsiones, podría haber sido un tipo menos angustiado. Y si Ford no parecía un hombre demasiado interesado en la carne y sus placeres, en cambio Tracy cultivó fama de depredador alfa. Aunque, como recordaba Irene Selznick, «no puedes beber tanto como Spence y mantener una relación basada en el sexo». En cualquier caso, todo apunta a que eran sus furores indiscriminados lo que torturaba a Tracy. Si tomamos por ciertos los comentarios de George Cukor o el testimonio del conseguidor Scotty Bowers en Servicio completo, el actor practicaba la bisexualidad sin cuartel, pero de manera vergonzante. Como acendrado católico, estaba convencido de que su conducta le acarrearía una estancia perenne en el averno.

Los publicistas de la MGM intentaron construir un relato menos solazoso para vender al público el desgarro emocional que vivía Tracy. Como sus borracheras eran bien conocidas y no pocas veces acababan en peleas y destrozos de locales de dudosa reputación, cuando no en breves estancias adornadas con ataques de delirium tremens en pabellones psiquiátricos, los sibilinos plumillas del estudio urdieron un melodrama en el cual la sordera del hijo del actor era la principal causa del sufrimiento paterno.

Sea como fuere, a Hepburn le ponía la imagen de rudeza y honestidad que proyectaban esos hombres. Su carencia de petulancia amanerada. Escribe Mann: «Con una actitud similar a la de Jack Ford, Spencer hacía su trabajo como un experto artesano. “Solo tienes que aprenderte las frases y no tropezar con los muebles”, era su legendario consejo sobre cómo actuar. Era precisamente por su varonil desprecio hacia las pretensiones por lo que Kate lo amaba».

Así pues, la independiente e indómita Kate se embarcó en una historia que tenía mucho de dependencia emocional y sumisión voluntaria al hombre. Algo que, dicho sea de paso, no le sucedía con sus ambiguas amistades femeninas: «La relación estaba basada en unos cimientos muy sólidos e ideales. Kate lo mimaba y Spencer sencillamente lo aceptaba… Desde el principio ella entendió que dedicar su vida a él era el único camino que podía hacer que fuese un arreglo duradero», comentaba el amigo de la pareja y director Jean Negulesco.

Por otra parte, y en un plano más psicológico, los exégetas han señalado el suicidio del hermano mayor de Hepburn como el hecho que marcaría su posterior actitud para con los hombres de su vida. Otra vez Mann especula con las tendencias sexuales mal procesadas: «Siempre había un lugar en su vida para una serie de Toms, hombres que no podían aceptar lo que la vida les traía, hombres que traían problemas, que bebían, que sufrían, que lloraban y que parecían haber vivido con la misma culpa y confusión sexual que acosaron a ese chico Hepburn de ojos brillantes que no vivió para cumplir los dieciséis».

«Él estaba allí y yo era suya. Yo deseaba que fuera feliz, que estuviera bien y a su gusto. Me encantaba vivir pendiente de él. Me gustaba escucharle, alimentarle, hablarle, hacer todo lo que hubiera que hacer por él. E intentaba no molestarle, no irritarle, no ponerle nervioso, no incordiarle ni fastidiarle». Así recordaba Katharine Hepburn sus mejores momentos con Tracy. De 1945 a 1949 fueron los años de mayor intensidad de la pareja. Pese a que el actor nunca se divorció de su esposa, Louise Tracy, durante aquel periodo vivieron como un matrimonio convencional. En casa de Cukor, junto a Ruth Gordon y Garson Canin, pasaban largas veladas de charla e ideando nuevas películas. La célebre frase que Tracy pronuncia en La impetuosa (1952), de George Cukor, —«No tiene mucha carne, pero la que tiene es de primera»— remite al apelativo «mi saco de huesos» con que el actor se refería a Hepburn. De alguna manera, trasladaban a la pantalla sus distintos roles en la realidad. El sentido común y la integridad (cuando no bebía) de Tracy y la extravagancia, humor y entrega de Hepburn, quien acababa por ser una fierecilla domada.

La mordacidad y el latigazo verbal de Tracy encontraban en Hepburn su objetivo predilecto. «Si alguien no le gustaba, Tracy optaba por ignorarlo. Pero si le gustaba, lo incordiaba. Era el modo que tenía de mostrar cariño», explicaba Mankiewicz. Y añadía: «No creo que nunca le hiciera un cumplido a Kate. Decía cosas maravillosas de ella, pero nunca se las decía a ella». Por su parte, la actriz vivía su particular ilusión de ama de casa, cuidadora y confidente. Aunque había estado casada en su juventud, podría decirse que hasta entonces no había ejercido de esposa a la manera tradicional. Tal y como le gustaba, aunque ofreciera en público una imagen de independencia y autosuficiencia.

De alguna manera, remembraba la relación de sus padres, basada en una entrega absoluta de la madre al padre aun siendo esta una ferviente progresista que había liderado campañas en pro del voto femenino y el control de la natalidad. En El aviador (2004), centrado en la figura de Howard Hughes, otro de los hombres atormentados de Kate, Martin Scorsese refleja con brío el ambiente de bullicio intelectual en casa de los Hepburn. Ni Hughes ni Ford ni Tracy soportaban toda aquella cháchara pedante y escorada a la izquierda. Básicamente porque la consideraban hipócrita.

Tabaco, montones de novelas policiacas y música clásica. Tracy distraía la abstinencia y el insomnio pertinaz. Sesenta y siete años y el cuerpo jodidísimo por tanto alcohol. Ya era uno de los más grandes actores de cine pero todavía conservaba la inseguridad del principiante. Ese quebradizo ego que Hepburn se encargaba diariamente de enderezar. Juntos habían hecho nueve películas. Adivina quién viene a cenar esta noche (1967) fue la última, y, a pesar de que el actor ya estaba gravemente enfermo, aguantó todo el rodaje. La noche del 10 de junio, Hepburn estaba en el bungalow de Tracy. Sobre las tres de la madrugada ella oyó un ruido. Se levantó y fue a investigar. Él estaba en el suelo. Un infarto fulminante.

En el recuerdo de Hepburn quedaron veintisiete años de amor compartido. Tal vez ella misma, en entrevistas, biografías y memorias, se ocupó de idealizar una relación que, la mayor parte del tiempo, se circunscribió a una amistad especial. Sin embargo, dejando a un lado la leyenda, no cabe duda de que los unió un amor particularmente intenso. Mann lo resume con claridad y perspicacia: «A la gente le resultaba difícil entender —entonces como ahora— que una relación podía ser intensa y apasionada e importante sin ser sexual. La historia de amor de Tracy y Hepburn no debería ser minimizada solamente porque el sexo (al menos durante gran parte de su duración) no fuese una característica definitoria. Durante casi una década, durmiesen juntos o no, Kate y Spencer se habían amado y considerado ellos mismos una pareja».

Años más tarde, Katharine Hepburn reconocería: «Habría hecho cualquier cosa por Spencer. ¿Por qué? Era un misterio para mí». Un misterio sencillo de resolver. Se llama entrega.

 


Este capítulo forma parte del libro Amores cinéfagos, de Jordi Bernal, publicado por Jot Down Books.

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