Todo empezó una aburrida tarde de abril. Apestosos, moribundos de una de esas resacas que te hacen recordar que ya no eres joven, M y yo vemos vídeos que conocemos de memoria en YouTube mientras inspeccionamos tiendas online de dudosa calidad en busca de peinetas, pezoneras y otros artilugios completamente innecesarios que ansío tener en mi vida. Por la pantalla pasan Cher, Rocío Jurado y otras folclóricas de mi vida y mi corazón hasta llegar a Charo.
Ella no necesita presentación. La reina del cuchi-cuchi, del Dance A Little Bit Closer, la primera murciana en actuar en Vacaciones en el mar y alcanzar el sueño americano al salir en Los Simpson tocando las maracas. Charo es el hedonismo. Y como buena hedonista, nos ofrece la gloria en pequeñas dosis de confeti y purpurina. Cuando menos lo esperamos, nos hace toparnos con algo que nunca imaginamos que existía. En 1979, enfundada en un bodi de lentejuelas rojo, Charo se mueve con estilo animal, como un mono desenfrenado cantando Love Is in the Air con un toquecillo de quejío flamenco y un inconfundible acento murciano. Charo, querida, ¡qué grandes momentos nos has dado!
La actuación tiene lugar en uno de esos homenajes a las tropas de Bob Hope, sobre una nave militar. Charo saluda con picardía a un público formado por marines y otros miembros del ejército. En un instante de frenesí, le arrebata la gorra a un soldado para tirarla por el aire a modo de birrete y después procede a sentarse sobre un hombre trajeado y con gafas, que la mira con una mezcla de vergüenza y lascivia. La escena dura solo unos segundos, Charo le da un besito en la mejilla al hombre, este sonríe y le hace un gesto de barbilla como diciendo «sigue tu camino, chatunga», a lo que Charo responde marchando alegremente a perrear con unos simpáticos uniformados que la seguirán hasta el escenario en una conga fabulosa.
M mira la pantalla con los ojos vidriosos. «Ese tipo era Henry Kissinger», afirma con un hilo de voz. Rebobinamos. Ahí está, en primera fila con Charo sobre su regazo. Tiene las mismas gafas, el mismo puente de la nariz, pero parece feliz. No digamos eufórico, pero ciertamente agitado, tal vez enternecido. ¿Es un señor como Kissinger capaz de expresar tal paleta de emociones en dos segundos? «No estoy segura», le digo.
Lo dejamos pasar y seguimos adelante. De la lista de sugerencias de YouTube, M escoge Soldados del amor, interpretado por Marta Sánchez para las tropas españolas justo antes del inicio de la Guerra del Golfo —a lo cual solo puede seguir la actuación de Nacho Cano en el homenaje a Miguel Ángel Blanco—. Yo sé que esto no está bien. Procedo a llenar el vacío de esta existencia despreciable con unas bragas con la cara de Lenin que he encontrado en AliExpress y me llegarán de China dentro de un mes.
Y sin embargo, algo se mueve dentro de mí. «¿Por qué me hago esto?», me pregunto mientras introduzco los números de mi tarjeta de crédito para completar el pago que aparecerá en el extracto de mi cuenta bancaria como «HOT COMMUNIST UNDERWEAR». ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Qué me aporta consumir contenido de esta forma vomitiva, frenética y hueca? ¿Y qué demonios hacía Kissinger en los brazos de Charo al final de aquella década oscura y bizarra que fueron los 70?
En el fondo, no sé por qué me sorprendo. Charo es un ser de luz, un icono queer, un ángel vestido de fiesta enviado para hacerte bailar claqué sobre una mesa al grito de olé o para que tu abuela se saque un pecho en la boda de tu prima. Y sin embargo, ¿quién es ella para rechazar cualquier propuesta que la lleve de camino al banco? No es purpurina todo lo que reluce, pero 1979 fue un año de relativa paz. El reinado del terror de Nixon había terminado en el 74, en el 75 las tropas norteamericanas se retiraban con el rabo entre las piernas de Vietnam y Laos. En Camboya comenzaba el genocidio de los jemeres rojos y las dictaduras establecidas por la Operación Cóndor en América Latina marchaban viento en popa bajo la mirada distante pero atenta del gobierno estadounidense. Muy pronto llegarían las invasiones de Granada y Pánama, la intervención en el Líbano, el bombardeo de Libia y las sucesivas guerras del Golfo. Somalia, Kosovo, Afganistán, Yemen, Libia, Siria, Níger, salpicando con más o menos furia la indigna ilusión de la paz occidental en una guerra interminable y de todo menos fría.
Ahora cuando miro a Charo sentada sobre el regazo del que tal vez sea el Premio Nobel de la Paz más cuestionable de la historia, me da por pensar en el intervencionismo, en el no intervencionismo y en monos que chocan platillos en mi cabeza. Pienso en los dioses del amor y de la guerra como bebés caprichosos del odio que controlan nuestras miserables vidas. Pienso y no sé lo que pienso. Miro a los soldados-profesionales de la bachata sensual que bailan con Charo en el escenario y la imagen se me antoja una ilusión de confeti, una marranada utópica, la falaz promesa del fin de las guerras. Y tal vez sea ese momento, bizarro y oscuro (minuto 2:30 del vídeo «Charro [sic] sings Love Is in the Air»), el punto exacto en el que historia e intrahistoria se entrecruzan de forma infame. Tal vez sea esta la imagen que confirma que ese siniestro instante de paz —relativa, confusa y frágil—, ese segundo al límite de la no violencia, pase lo que pase, siempre está a punto de terminar. Imagino a Charo con las bragas por fuera del traje de noche al estilo Supermán salvando al mundo del odio, la desertización, los residuos nucleares y la inmundicia. A estas alturas tal vez sea tediosamente anti-pop decir que el amor no está en el aire.