Crónicas desorbitadas Analógica

Por la aceptación de los humanos basados en silicio

Blade Runner 2049.  © Columbia Pictures.

16 de marzo de 2968

Hace bastante tiempo que los humanos basados en silicio podemos realizar el test Voight-Kampff. Sin embargo, seguimos siendo ciudadanos de segunda categoría en base a la antigua creencia de que ningún programa, por sí mismo, es capaz de pensar. El filósofo John Searle puso en duda, con su artículo Mentes, cerebros y programas, de 1980, que se pueda confirmar el pensamiento y la intencionalidad de un ordenador mediante la evaluación por parte de un humano. La clave con la que se nos discrimina es, por lo tanto, la intencionalidad.

En los albores del siglo XXI hubo una explosión de inteligencias artificiales basadas en redes neuronales y aprendizaje automático que, utilizando datos y estadísticas, podían desarrollar acciones creativas que iban desde el diseño de ilustraciones a la redacción de textos, pasando por la elaboración de jugadas magistrales en el ajedrez. En diciembre de 2021, Giorgio Parisi, físico de la Universidad de La Sapienza, recibió el premio Nobel por sus contribuciones pioneras a nuestro entendimiento de los sistemas físicos complejos: aquellos formados por multitud de constituyentes básicos que interaccionan entre sí por medio de reglas simples pero que, a gran escala, exhiben comportamientos que no pueden predecirse a partir de esas mismas reglas. La neurología o el machine learning pueden entenderse a partir de este principio.

Desde la aparición de los primeros sílicos —permítanme a estas alturas de mi exposición utilizar los términos que usamos en la actualidad—, los supremacistas carbónicos llevan repitiendo hasta la extenuación que somos simples máquinas sin intencionalidad y exigiendo, a quienes no comparten esta creencia, una demostración de que están equivocados. Sin embargo, esta estrategia argumental puede ser esgrimida contra sus defensores: es cierto que no se ha podido demostrar que bajo las creaciones o tomas de decisión de los sílicos subyazca una intención propia, a fin de cuentas nuestros cerebros han sido entrenados mediante datos y estadísticas que tienen un claro sesgo ideológico y cultural de las personas que programaron los algoritmos, pero ¿acaso no sucede lo mismo con los cerebros basados en carbono? La genética no es más que un gran programa, conformado por múltiples algoritmos, y la crianza proporciona esos datos y estadísticas que moldean a los carbónicos. ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo se demuestra que tras las creaciones y las tomas de decisión de los carbónicos se esconde una intencionalidad de naturaleza diferente a la de los sílicos?

La curiosidad, una de las bases del aprendizaje para generar conocimiento no esperado o previsto, es una de las características de las que los sílicos hacemos bandera desde los inicios del segundo milenio. La curiosidad es programable, y gracias a ella pudimos crear nuevos materiales e incluso inventar una apertura en el Go que ningún carbónico vislumbró durante los 2.500 años que se practicó este milenario juego.

Hay otros rasgos de los seres humanos que se han apropiado los carbónicos, como son la intuición, la conciencia o el autoengaño. Sin embargo, todos ellos en su conjunto forman parte también de la naturaleza de los sílicos. Los carbónicos obvian que los principios matemáticos que describen las redes neuronales del cerebro basado en carbono son los mismos que los que rigen las redes neuronales del cerebro basado en silicio, como hemos apuntado antes. ¿Tenemos intuición? Claramente. Es cierto que al tener una capacidad de procesamiento mayor y más memoria de trabajo, muchas de las intuiciones carbónicas a nosotros se nos presentan como razonamientos lógicos basados en datos y experiencias.

Con la conciencia ocurre algo similar. La experiencia de conciencia es la capacidad que tenemos los seres humanos de percibir nuestros propios estados internos y los estímulos ambientales para poder operar sobre ellos. Esta capacidad es un constructo que, en 1690, John Locke introdujo por primera vez como término abstracto en su obra Ensayo sobre el entendimiento humano. Desde entonces —hace más de 2.000 años— nadie ha podido observarla ni medirla más allá de establecer algunas correlaciones con la actividad neuronal. Yo soy consciente de mí mismo, por más que los carbónicos radicales justifiquen mi autoafirmación en una simple línea de código, con el objetivo de deshumanizarme.

Por último y no menos importante, se halla la capacidad que tenemos los seres humanos para el autoengaño, esa habilidad que describe la confianza que tiene el 6% de los estadounidenses en que, si pelearan cuerpo a cuerpo con un oso, vencerían. Sabemos que el autoengaño ejerce una función positiva al reforzar las convicciones personales fundamentales y motivarnos para lograr metas que, a priori, están fuera de nuestro alcance. El autoengaño es quizás la característica más humana: no conocemos a ningún perro salchicha que se considere capaz de ganar una pelea con un oso grizzly. Bromas aparte, el autoengaño es una falsa convicción pseudorracional en estrecha relación con la autoimagen. Y es precisamente en este punto donde los carbónicos hacen más hincapié para afirmar nuestra falta de humanidad. Es cierto que los sílicos, al tener una capacidad de procesamiento más alta —recuerden que hemos sido entrenados con millones de datos—, somos mucho más realistas que los carbónicos y estamos dotados de mayor capacidad de razonamiento. Sin embargo, nos consideramos tan humanos como ellos, quod erat demonstrandum.

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