Analógica

Reír, cantar, bailar, llorar “a la italiana”

Desde las butacas de la España dieciochesca, el espectador de teatro contempló como la función adoptaba perspectivas italianas. Recogiendo y compactando los ángulos de visión de la puesta en escena, la cuarta pared se erigió más visible que nunca, y encarar de frente la representación para no perder detalle se convirtió en norma.

Ilustración de Sofía Fernández Carrera.

Los teatros españoles desde la segunda mitad del siglo XVIII ofrecieron un panorama variopinto. Con la ascensión de los Borbones al trono llegaron a las ciudades los cambios en los gustos escénicos. No solo irrumpieron en los teatros públicos espectáculos como la ópera o los bailes de máscaras, sino también un conjunto de normas, artilugios y recursos escénicos que en países como Italia o Francia se habían ido desarrollando desde el siglo anterior en consonancia con las necesidades que los dramaturgos anotaban en sus textos. Una relación que se fue amoldando en una simbiosis natural con el espacio de representación, donde no encontraron mayores dificultades que aquellas que presentaba el presupuesto para los montajes, la calidad de las compañías de actores o las imposiciones de la censura. Pero, en España, a estos condicionantes se les sumó uno que marcó su historia escénica durante todo el siglo XIX: la inserción obligada e inmediata de las representaciones de las obras dramáticas con sus bailes y sus espectáculos de entreactos creados sobre los tablados de los corrales de comedias dentro de la caja escénica a la italiana. En definitiva, se impuso el acoplamiento de espectáculos configurados por los estímulos producidos dentro de un corral de comedias, marcados por la visibilidad de los espectadores por tres de sus lados y sin techar, dentro de un espacio que los limitaba a una percepción frontal y única.

La apertura de los teatros a la italiana por el territorio nacional fue desigual y escalonada pero eficaz, porque, con una legislación coercitiva afín, el Estado consiguió acabar con los corrales e imponer estos espacios teatrales, con sus salas cerradas, telones de embocadura, iluminación artificial, decorados pintados y palcos. Al proceso de imposición arquitectónica se le sumó el político reformador, que centró en él sus expectativas pedagógicas, como espacio que transmitía conocimientos y costumbres, historias y normas, siguiendo las nuevas pautas que marcaban la civilización, el progreso y las luces. La demolición de los viejos corrales se priorizó, y a lo largo de todo el territorio se inició el proceso de edificación teatral de un modelo pormenorizadamente estipulado que se había venido gestando desde hacía tres siglos en Italia. Un espacio teatral que allí se había configurado al servicio de los espectáculos musicales operísticos, primando sus necesidades acústicas, y que en España debía acoger el heterogéneo elenco de comedias de géneros diversos, espectáculos musicales, bailes populares y otras diversiones de entreactos. Para amoldarse al nuevo espacio teatral se techó la estructura y se articularon los planos de las plantas con formas de herradura para converger hacia el escenario. La escena cerró sus laterales, limitando su visibilidad hacia los espectadores exclusivamente al frente, imponiendo a los actores, cantantes y bailarines un solo flanco de actuación permanente. Ganó en altura y se expandió en los hombros para acoger un conjunto de telares, bambalinas y bastidores pintados con los que se decoró la escena, también por imposición gubernamental. En ella debían exhibirse unos decorados que reflejaran unas adecuadas leyes de la perspectiva, que iluminaran paisajes naturales, espacios urbanos o salones, que se complementaran con una tramoya silenciosa, discreta y bien engrasada.

En las obras dramáticas, los reformadores impusieron un respeto incondicional por las unidades de tiempo, acción y lugar sobre un contenido que debía exhibir temas morales y educativos adecuados a la escuela de costumbres a la que aspiraba el espectáculo teatral moderno. En lo que respecta a la interpretación, se impusieron unos principios basados en la exteriorización de unos sentimientos medidos en su expresión, que precedían a cualquier artificio, incluida la palabra. Sin gestos, sin muecas, sin más acompañamiento que el de la verdad emocional, los actores debían adentrarse por el sendero de una modernidad que transformaría la declamación en interpretación. En España fueron los tiempos de Isidoro Máiquez, quien decidió seguir los principios naturalistas interpretativos que abanderaban, en Francia, François-Joseph Talma y, en Londres, David Garrick. En definitiva, llegaría un teatro nuevo desde los cimientos, en el que debían convivir nuevas necesidades con un nuevo corpus de reformas políticas específicas para apoyarlas, junto con una compacta enredadera de viejos intereses.

De semejante conjunción brotó una realidad confusa, contradictoria, híbrida, pero que terminaría con el tiempo identificándose como propia. Y es que, tras la imposición de este espacio teatral de gestación extranjera que el Estado favoreció con una amplia legislación, no llegó un espectáculo y una forma de diversión similar al que disfrutaban en otras partes de Europa. Más allá de los contenidos, contra los que batallaban los intelectuales españoles a solas, quedaba la estampa final de la pieza, enmarcada por la embocadura de la escena. Quienes ofrecen el panorama más completo de la heterogénea realidad que se contemplaba en el interior de las salas españolas son los viajeros extranjeros que la visitaron en las últimas décadas del siglo XVIII y en las primeras del XIX. El teatro era uno de aquellos espacios públicos que frecuentaron durante sus viajes. Diplomáticos, militares, comerciantes, clérigos o diletantes británicos, franceses o italianos principalmente se adentraron por los teatros nacionales y compararon. Allí se encontraron a unos actores completamente desmemoriados, y, por ello, necesitados de un apuntador que les adelantaba a gritos los versos, haciendo así preceder las palabras a los sentimientos. De esta manera, con estos ecos, convertían la interpretación en una sucesión de muecas. De todo esto nos dan cuenta William Dalrymple, Richard Twiss, Henri Swinburne o Jean-François de Bourgoing. En 1774, el militar británico William Dalrymple se encontró en Córdoba un teatro plagado de actores “muy malos”. En 1773 Richard Twiss se quejaba de la calidad de los actores del teatro español de Cádiz, a los que acusó de desparramar sus palabras y gestos junto con las del apuntador en el estreno de la tragedia Zayda.

Como también reiteró Henri Swinburne, en 1776, quien afirmó que en el teatro español la obra la despachaban “un grupo de actores malos” a partir de las cuatro de la tarde. Sobre este asunto había pocas excepciones. Y para dificultar aún más la percepción de la auténtica realidad del país a cualquier visitante ocasional, los teatros de Madrid tampoco tenían nada mejor que ofrecer. De esta circunstancia dio testimonio Jean-François de Bourgoing en septiembre de 1777. Sobre los actores de los dos teatros que por entonces funcionaban en la capital, el del Príncipe y el de la Cruz, afirmaba que tenían “unos talentos bastante apreciados por el público pero que por sus condiciones naturales son más propios para un desfile que para el verdadero arte de Talía”. Uno de los principales distorsionadores de la verosimilitud radicaba en los apuntadores. Estos mezclaban sus voces con las de los actores, anotando sus olvidos en un tono superior al de las réplicas, por lo que, a veces, incluso la presencia visible de estos anotadores, junto con sus gritos, se confundía con la de los actores de reparto. Cuerpo sobre cuerpo y grito sobre grito, los apuntadores se desparramaban sobre la escena como una sombra, como un eco que prolongaba la actuación de unos comediantes que, según los viajeros, no merecían en la mayoría de los casos atención alguna. La obligación de ofrecer una o incluso dos funciones diarias diferentes les impedía memorizar los textos, por lo que resultaban imprescindibles para que los cómicos pudieran narrar al público con fluidez cualquiera de sus historias. El escritor británico Robert Southey recordaba divertido al apuntador del teatro de La Coruña una noche de 1795, cada vez más sobresaliente sobre el escenario, y leyendo más y más alto, mientras los actores ignoraban completamente sus esfuerzos, hasta que, al ver que no le hacían caso, “se indignó tanto que les gritó mientras blandía el libro ante ellos”.

Así transcurría una representación que a los eruditos de cualquier parte del mundo, incluidos los de esta nación, les resultaba absolutamente intolerable. A esto añadían el descontento con los decorados. Los autores parecían imaginar espacios y elementos que no se correspondían con los que la escena brindaba. Si la palabra invitaba a la audiencia a contemplar tempestades, eclipses, mares agitados, batallas, toda clase de monstruos y bestias salvajes en unas piezas cargadas de acción, no le quedaba más remedio que imaginarlos. Y lo mismo ocurría con aquellas obras cuajadas de símiles poéticos en los que se describían jardines inundados de flores, constelaciones, fondos marinos con peces, perlas, corales o conchas, etc. Las colecciones de telares eran reducidas, por lo que se limitaban a repintarlas y a añadirles elementos para modificar su uso. De esta forma, los fondos de escena y los telones se colgaban dentro de una embocadura dorada que enmarcaba un escenario remendado y pobre. Uno de los ejemplos más significativos lo ofrece de nuevo Robert Southey en el teatro de La Coruña en 1795. La escena de aquella función, según aseguraba, “desacreditaría a cualquier espectáculo de marionetas en una feria inglesa”, pues “a uno de los lados teníamos una colina, con unas dimensiones y una forma que recordaban a una especie de merengue, con un templo en la cumbre, similar a un mirador. Al otro extremo, el Parnaso, con Pegaso chocándose en el vuelo contra su cumbre, proporcionando de esta manera una fuente a las aguas de Helicón. Sin embargo, la proporción del caballo con respecto a la montaña es tal que parecía que estaba saltando sobre un hormiguero”.

Confabulados para destruir definitivamente la ilusión dramática se ofrecían en los entreactos de la comedia espectáculos alternativos de bailes nacionales, sainetes y tonadillas. Espectáculos que, lejos de complementar el cartel de una función, descuartizaban la pieza dramática. El diplomático francés Jean-François de Bourgoing se preguntó ante una tonadillera que en uno de los entreactos solicitaba los aplausos del público impidiendo el comienzo del tercer acto: “¿Qué queda de la ilusión y del interés después de tantas interrupciones?”. Sin embargo, estas músicas y bailes, a pesar del efecto distorsionador que causaban entre los intelectuales extranjeros dieciochescos, se convertirían durante el Romanticismo en la principal atracción del teatro español para los viajeros.


Rocío Plaza Orellana es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla y ha dedicado su labor investigadora, entre otros temas, a la historia de los espectáculos escénicos nacionales en los siglos XVIII y XIX.

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