Crónicas Crónicas desorbitadas

Grafitis para curar el mundo

Grafiti anónimo del movimiento Black Lives Matter en EE.UU, «Di sus nombres», en referencia a los asesinados por la policía en ese país por causa de su raza. Foto: Rick Obst (CC).

La idea de pintar una pared no es nueva. Antes que existieran pinturas en aerosol los que sabían escribir se valían de sus dagas para tallar sus nombres en los monumentos inmortales. Porque de eso se trata, de unir la fama de uno mismo a la perdurabilidad de la piedra. Difícil imaginar a mayor pedazo de burro que Halvdan, vikingo de la Guardia Varega al servicio de los emperadores bizantinos. Al que no se le ocurrió otra cosa, ante la majestuosidad de Santa Sofía, que grabar en runas su nombre sobre el mármol de la balaustrada de las emperatrices. No mucho mejor fue el comportamiento de Lord Byron, convertido en un turista desaprensivo cualquiera, grabando su apellido en una de las columnas del templo de Poseidon, el que domina el cabo Sunion.

Llevadme ante la escarpadura de Sunion,

donde nadie sino yo mismo y las olas

podamos oír nuestros mutuos murmullos,

y allí dejadme, como al cisne, cantar y morir.

Don Juan, Canto III, LXXXVI.

Quizá por sus versos podamos perdonárselo, pero no olvidemos que está rodeado de otros cientos de animales como él, cuyo mayor impulso ante la Antigüedad fue guarrearla. Hoy, claro, son vestigios arqueológicos con su importancia histórica e icónica, pero en origen no eran mejores que las pintadas guarras que embadurnan sin arte tantos muros en cualquier ciudad del mundo. Una suciedad visual que es, según sociólogos y psicólogos, a la vez manifestación de la marginalidad en los barrios degradados, y motor de la misma. Sus habitantes, por un impulso natural y común a todos los humanos, tienden a percibir como más amenazante su entorno si éste se encuentra sucio, con elementos del mobiliario urbano ausentes o rotos, y paredes con pintadas. Les desmotiva para esforzarse en mejorarlo, y para sentirse identificados con el lugar que habitan. Estos impulsos, tan involuntarios como colectivos, ayudan a que todo se degrade más y más.

El proceso puede también invertirse. Según las teorías surgidas en la última década, un entorno con grafitis estéticamente atractivos creará en los pobladores las reacciones psicológicas contrarias. En ese caso, la tendencia colectiva será cuidar el entorno y mantener el orden de un vecindario que percibes como tuyo. La pintada urbana se reconvierte así, de expresión individual y anónima, ilegal por cuanto usa soportes no autorizados para ello, a manifestación de un artista para el disfrute colectivo. Ha habido casos comprobados en se ha producido en efecto beneficioso doble, mejorando la salud mental y ayudando a superar traumas colectivos. Incluso si ese trauma es vivir en un entorno de delincuencia y amenaza continua.

Uno de estos casos, el más extremo, ocurrió después del terremoto de Nepal en 2015. A la destrucción y muertes que trajo consigo siguió una reacción cultural en el valle de Katmandú durante los meses y años posteriores, manifestada en murales urbanos, y recitales de poesía y danza, todo ello en las calles en ruinas. Eso produjo resiliencia en la población, y ánimo en su deseo de reconstruir. Los artistas eran locales, por lo que conectaban a la perfección con la cultura del territorio. Uno de los mensajes creados allí se repitió como lema por todo el mundo, y fue usado por los movimientos que buscaban ayuda internacional, «We will rise», Nos levantaremos.

Pero este buenismo, por sí solo, no vale más que para dar ánimos. Seis años después el valle aún está en reconstrucción, y tanto autoridades como asociaciones tratan de proporcionar techo a quienes perdieron su casa. No olvidemos que es un país muy pobre. Esto parece dar la razón a los críticos con esta vertiente aplicada del arte urbano. No puede tomarse un vecindario marginal, añadirle unos cuantos murales, y pacificar a los locales. Tampoco, con meras pintadas, conseguir una gentrificación que atraiga habitantes de mayor renta, con sus tiendas y negocios. ¿O sí se puede?

La respuesta está en el análisis de las dos regiones del planeta en que se ha aplicado el grafiti para mejorar entornos urbanos, en ambas desde ONGs y administraciones públicas. Latinoamérica y Europa tienen los casos más significativos, y no pueden ser más opuestos.

En las favelas de Río de Janeiro el programa Soldados Nunca Más llenó de murales los campos de fútbol habilitados en estos barrios pobres. Pero eso solo era una parte de la actuación, el programa completo proporcionaba posibilidades de educación, trabajo y práctica deportiva a niños que habían sido captados por las bandas de narcotraficantes, para darles una alternativa de futuro.

En México fue una asociación de artistas urbanos, Germen Nuevo, quien comandó una iniciativa de este tipo, transformando la colina gris de Las Palmitas en un vecindario multicolor. En todas sus actuaciones implican a los locales, haciéndoles trabajar como voluntarios, para que adquieran orgullo por lo realizado y lo identifiquen como propio, no solo como obra ajena de un grafitero. Enrique Gómez, uno de los fundadores del colectivo, conoce bien el problema, él mismo procede de un barrio peligroso, y a menudo explica que optó por los sprays en lugar de la delincuencia.

Muralización de la colina de Las Palmitas, México, hecha por Germen Nuevo. Foto: Jimena Carraza (CC).

Desde hace tres años, e inspirada por este colectivo, la alcaldía de Iztapalapa, una de las demarcaciones de Ciudad de México, trata de hacer lo mismo. Hablamos de la zona con mayor número de crímenes del país, y eso es decir mucho en un país tan violento. Las agresiones a mujeres en las calles son frecuentes y diarias, así como las áreas controladas absolutamente por el narcotráfico. El programa ha tenido tres vertientes, un teleférico para trasladar de forma rápida y eficiente a los habitantes del barrio a sus trabajos fuera, la incorporación de farolas a áreas antes sin iluminación nocturna, y los murales. Ciento cuarenta artistas han realizado ya casi siete mil piezas por toda la demarcación, que son especialmente visibles desde el teleférico. No se han producido milagros, ni un descenso de los crímenes. Y aunque los artistas participantes reconocen que los vecinos se sienten más apegados a su vecindario, manifiestan también que la pintura no es capaz de cambiar otras actitudes. Si antes no te preocupaba antes ver dar una paliza a una mujer en plena calle, no va a molestarte ahora que la calle está más hermosa.

En Europa es completamente distinto. Los niveles de pobreza y marginalidad no son, en general, equiparables a los de Latinoamérica. Pero es que además el grafiti urbano se está empleando sobre todo para atraer turismo, haciendo más estéticos barrios y ciudades que antes no eran atractivos. Con esta intención lo han abordado en Belgrado, Kaunas, Dansk, Antwerp, Ostend, Bristol, Malmo, Reykjavik, Budapest, Waterford o Sevilla. Y cuando se visitan las páginas de esos ayuntamientos, el mensaje sobre la iniciativa siempre es el mismo: ven a visitar esto tan bonito.

En España estas iniciativas se están replicando también de manera local, como una salida más a la búsqueda de los ansiados ingresos turísticos. La localidad de Molinicos, en Albacete, ha creado su Museo a Cielo Abierto, una serie de murales urbanos que descubrir callejeando. Lo mismo en Alfamén, Zaragoza. O en Fanzara, Castellón. Pueblos que no eran hasta ahora parada obligatoria de áreas turísticas más o menos promocionadas, en este caso la Sierra del Segura, la ruta del vino de Cariñena y la comarca del Alto Mijares. Confían en que los viajeros los incluyan en sus rutas, para ver los grafitis.

Pero ¿son grafitis? ¿Queda algo de la esencia del arte urbano que nació como protesta y reivindicación, y no como mera manifestación de belleza artística? La frase más repetida y compartida en Latinoamérica, un meme, un clásico, nació de una pintada en Alcalá de Guadaíra. Expresando la decepción de un grupo de ocupas que nunca fueron realojados, como les prometieron. EMOSIDO ENGAÑADO. No lo pintó un artista, ni siquiera alguien con un mínimo conocimiento de la ortografía. O a lo mejor sí, tal vez saltarse las normas de la RAE fuera otro modo de protesta.

Pintada original del Emosio Engañado en Alcalá de Guadaíra, hoy desaparecida.

Los promovidos en las ciudades son grafitis, o murales urbanos, pero despojados de su inicial sentido, dar voz a la marginalidad, que no encontraba otro medio de expresión para manifestar su descontento en público. No hay mejor ejemplo de esta transformación que en el reciente premio al mejor mural del mundo, otorgado al Julio César pintado pintado por Diego As en la una medianería de la Ronda da Muralla, en Lugo. El premio es resultado de la votación por parte de los usuarios de la mayor comunidad de aficionados al arte urbano, reunidos en una app, Street Art Cities. Y el César aparece tan augusto como bien pintado, pero no tiene más mensaje que ese.

La intención turística se comprende mejor si consideramos que este Julio César de Diego As está frente a la muralla romana de Lugo. Fue construida en tiempo de su sucesor, Octavio Augusto. Foto: Ignacio Ferre Pérez (CC).

La belleza, como rasgo más apreciado de nuestro tiempo, dice mucho de nuestro hedonismo. Incluso de nuestra ingenuidad a la hora de abordar los problemas. Y nos aleja además del primer gran muralista, el macarra que tuvo la desfachatez de llenar la Capilla Sixtina de desnudos. Miguel Ángel Buonarrotti. Pocos suelen caer en la cuenta de que cuando los cardenales se reunían allí para elegir papa quedaban encerrados, comían, defecaban y dormían viendo desnudos de mujeres y hombres, todo el tiempo. A veces semanas, y a veces meses. Imágenes tan tentadores y desafiantes para hombres sujetos al voto de castidad, en un entorno de encierro en que ni siquiera podían saltárselo, aunque quisieran. Fue el verdadero motivo por el que un papa acabó ordenando cubrirlas con telas, como hoy las vemos, eliminando su provocación original. El pintor renacentista no consiguió transformar su sociedad, pero sí dejó un mensaje para quien lo quiera entender. Ni la mejor de las pinturas puede cambiar el mundo, pero sí hace que apreciemos más el lugar en que está hecha, sea la Sixtina, o esa calle fea por la que pasamos a diario.

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