Cronicón 4.0

De cleptomanía y otros humores

Un recorrido por el noble delito de mangar libros, junto con un decálogo para poner en práctica este tipo de hurtos que incluso los bibliófilos y los lectores más formales están destinados a perpetrar en algún momento

Un fotograma de «La ladrona de libros» (2013), de Brian Percival.

Rarezas

Hoy Le Coq Espagnol, para espantar su melancolía, quiere hablarte, paciente lector, de algunos de esos aspectos raros, casi insospechados, del mundo de los libros. Por ejemplo, de los objetos inusuales encontrados dentro de los libros viejos. Cuenta Baroja en sus Intermedios (Espasa-Calpe, 1931) que en un volumen que vio en una feria de libros se encontró un trozo de trapo rojo envuelto en un papel que decía: “sangre del obispo Izquierdo, muerto por el cura Galeote, en la iglesia de San Isidro de Madrid”. El poeta Manuel García escribió en un poema de La sexta cuerda (Hiperión, 2014) el catálogo de los distintos objetos que se encontró, a lo largo de su vida, dentro de los libros viejos:

“…servilletas
de algún lejano bar, pétalos negros
de amapola, de rosa o margarita,
carnets, facturas, sellos ya matados
o por matar, entradas de teatro,
toros, cine, autobús, metro, tranvía;
cartas de amor de un fuego ya prendido
o que nunca prendió, recortes mudos
de alguna rara esquela con apodo
sacados de un diario de provincias;
postales de una mili ya lejana,
estampitas de algún casto varón
o alguna santa mártir, envoltorios
de frutas escarchadas, caramelos,
cuchillas de afeitar o pegatinas;
billetes olvidados que no tienen
ya nada que comprar, las etiquetas
de ropa o de bebidas, cromos que no
sabemos de qué liga son, tarjetas
con direcciones que ya no se encuentran
y números que ya no comunican;
hojas de calendario, recortables
huérfanos sin su niño o sin su niña;
fotos en blanco y negro y a color
de novios y de novias que tuvieron
la luz en la mirada; mil recetas
arrancadas de libros de cocina.
Entre las hojas de los libros viejos,
entre cosas caducas qué pequeña
parece nuestra vida”.

Y algunos libros antiguos tienen esos extraños agujeros, que pudieron haber sido hechos con la punta de una espada o con el impacto de una bala.

Otro caso singular es el de los libros encuadernados con piel humana: la encuadernación antropodérmica. Baroja dice en sus Intermedios haber visto en París un libro encuadernado con la piel de Pranzini, un famoso aventurero. Y en la Revolución Francesa mandaban usar, como ejemplo didáctico para las siguientes generaciones, la piel de los nobles guillotinados para encuadernar ejemplares de la nueva constitución francesa. La piel humana, parecida a la del cerdo por sus excesivos poros, no es precisamente la que mejor se curte para la encuadernación, ni la más delicada para ese fin.

Y, como algo excepcional, están los bibliófilos asesinos, como el caso del famoso Vicente, aquel cura librero de Barcelona, que murió justamente agarrotado. Entre 1830 y 1835 aparecieron nueve compradores de libros muertos en distintos lugares de Barcelona: el exfraile Vicente, que puso una librería, vendía un libro a un alto precio y luego lo recuperaba siguiendo al cliente y matándolo a navajazos. El asesino confesó en el juicio que, debido a su condición religiosa, a algunas de sus víctimas, antes de morir, les dio él mismo la absolución in extremis.

Al librero Agustín Patxot lo mató en su librería para robarle un incunable impreso en París por Lambert Palmar, pensando que era ejemplar único. Lo estranguló con una cuerda y un bastón, le robó el libro y se fue prendiéndole fuego a su librería. Y le dolió más en el juicio enterarse de que había otro ejemplar del incunable en la Biblioteca de París que enterarse de su condena a garrote vil. Miquel i Planas en 1928 (La llegenda del llibreter assassí de Barcelona, editado por Miquel Rius) descubrió que esta historia que Baroja creyó cierta fue un invento que publicó de forma anónima el bibliófilo parisino Carlos Nodier.

Los bibliopiratas

Pero a Le coq, por sus inclinaciones personales, lo que de verdad le divierte es el caso de los ladrones de libros: los bibliopiratas. Porque, querido lector, hasta los bibliófilos o incluso los lectores más serios y formales son capaces de robar un libro. En las bibliotecas antiguas se ataban los mejores libros a un banco con una cadena y se advertía que “robar libros acarreaba pena de excomunión reservada al Papa”.

El gran bibliófilo y erudito romántico Bartolomé José Gallardo estaba considerado el José María el Tempranillo de las bibliotecas. Entre muchas, se cuentan de él dos anécdotas: que tiraba por una ventana de la Biblioteca Nacional, junto a su mesa de trabajo, libros a un patio interior para que los recogiera un criado suyo. Y que tenía un abrigo enorme que le había encargado a un sastre con bolsillos interiores preparados para libros de distinto tamaño.

El erudito sevillano Pascual de Gayangos robaba libros en la Biblioteca del Museo Británico llevándose su sello personal en el bolsillo y poniéndoselo a algunos libros que le interesaban de allí. Después le decía al bibliotecario que había estado comparando algunos ejemplares suyos con los de la biblioteca y el bibliotecario mandaba llevar los libros con el sello a su hotel. No tenía ni que molestarse en llevarlos él. También Cánovas del Castillo robaba lo suyo, y qué decir de los Estébanez Calderón, Menéndez Pelayo, Rodríguez Marín… y otros tantos eruditos y enfermos de los libros (letraheridos los llaman algunos).

«Hasta los bibliófilos o incluso los lectores más serios y formales son capaces de robar un libro»

Sin duda, debemos sentirnos orgullosos de que nuestro suelo patrio haya dado a la historia de la cultura seres tan provechosos para el bien común, sobre todo si los comparamos con los bibliopiratas del extranjero como Elois Pichler, condenado en 1871 a Siberia por robar más de 4.000 libros en la Biblioteca Pública Imperial de Rusia; o el conde de Libri (Guglielmo Libri Carucci), que aprovechó su cargo de secretario de la Comisión del Catálogo General de los Manuscritos de las bibliotecas francesas para robar a manos llenas y que intentó huir a Inglaterra con 30.000 libros y manuscritos robados; o el librero norteamericano Charles Romm, que lideró en 1930 una banda de ladrones de libros que obligó a todas las bibliotecas públicas a tomar especiales medidas contra el robo; o William Jacques, que robó en Reino Unido más de un millón de libros y que, cuando salió de la cárcel, cambió de identidad para seguir robando y estafando a las casas de subastas; o David Slade, J. Ch. Gilkey, Jay Michael Linford, Stanislass Gosse y otros tantos golfos de nivel alfa…

«Elois Pichler fue condenado en 1871 a Siberia por robar más de 4.000 libros en la Biblioteca Pública Imperial de Rusia»

En la literatura española es famoso el robo de la biblioteca de Juan Ramón Jiménez, perpetrado en junio de 1939 por parte de Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís, y los desesperados intentos de Juan Ramón Jiménez para recuperar, desde el exilio, no solo sus libros, sino sus objetos personales como el gramófono, los discos, su máquina de escribir, innumerables cartas y manuscritos, etc. Esos “jóvenes maleantes”, como los llama Juan Ramón en sus cartas, fueron a su casa de Madrid vestidos de militares y engañaron a su “pobre y honradísima” criada Luisa, diciéndole que se llevaban los libros y el innumerable material manuscrito para protegerlo del desorden de la guerra. Y Juan Ramón tardó varios años en recuperar parte del material de este “inesperado” pillaje (pueden rastrearse los documentos de este hurto en Guerra en España, Juan Ramón Jiménez, Point de Lunettes, 2009).

Pero este Coq Espagnol no se contenta solo con dar cuenta a sus lectores de tanto extraviador de libros ajenos, sino que quiere ser útil y dar consejos sanos a sus lectores. Por eso a continuación se hace una catalogación de los distintos tipos de robos de libros, al uso del siglo XXI que corre.

Robo en grandes almacenes
Es propio de estudiantes y jóvenes, y es enteramente disculpable si el robo lo motiva una situación económica precaria y una verdadera necesidad intelectual. La premeditación (estudio de las medidas de seguridad, cámaras, etc.) no debe quitar espontaneidad y frescura a este hurto.

Robo en librerías de nuevo
Como el anterior, es robo de poco mérito. Dada la baja calidad de los productos que suele haber en semejantes establecimientos, es propio de estudiantes y otros parias del mundo de la cultura. Con quitar discretamente la pegatina del código de barras para que no pite en la puerta, ya está el asunto resuelto. Este robo es especialmente recomendable para empleados malpagados de librerías que tienen que trabajar durante diez horas diarias, seis días a la semana.

Robo en librerías de viejo
Este robo es solo para verdaderos expertos, pues los libreros de viejo son individuos resabiados y de cierta mala vida. Hay varios métodos: el de la gabardina, mochila o maletín, o sea, se enseña un libro al librero y luego se guardan dos. Para bajar el precio de un libro lo común es arrancarle una hoja y denunciar la falta de dicha hoja al librero, que se extrañará y dejará el precio del libro en una verdadera ganga. Y luego está la posibilidad de encartar un libro pequeño, disgregado en cuadernillos, en otro grande: si el librero no lo abre, nos lo podemos llevar sin problema. Así logró un amigo mío sacar de una librería de Barcelona, dentro de una edición de Meléndez Valdés de finales del XVIII, el librito que le faltaba de la colección Mignon: nada menos que la primera edición de Jardín umbrío, de Valle-Inclán.

«Este robo es para expertos, pues los libreros de viejo son individuos resabiados» (Ilustración: James Yamasaki).

Robo en mercadillos
También es un robo solo reservado a verdaderos expertos. En este caso hay que utilizar la técnica del descuido: se coge el libro, se deja, se coge, se vuelve a dejar. Como si uno se lo estuviera pensando. Y si la persona del puesto no nos pregunta, en cuanto esté ocupado en alguna operación importante nos lo llevamos con discreción. Este robo tiene el riesgo de que en el puesto puede haber más de uno controlando que sea amigo del dueño. Y si te cogen, te obligan a pagarlo.

Robo en instituciones públicas
En las instituciones públicas de este país cualquier objeto, un cuadro, una botella, un jarrón con flores, un mueble apolillado, tiene más importancia que un libro. Nadie se fija en ellos, así que llevárselos es fácil. En departamentos de universidades, en institutos de bachillerato antiguos, en bibliotecas y despachos olvidados donde un día se leyó, allí puede haber restos de antiguas glorias bibliográficas fáciles de distraer. En bancos, fundaciones modernas o consejerías de cualquier comunidad autónoma no suele haber libros jamás. Es robo de poco mérito.

Robo en conventos y sacristías
Para acceder a los libros de ciertas sacristías hay que familiarizarse primero con el cura párroco para poder entrar y salir con confianza. Eso exige unos sacrificios personales, pues los curas párrocos son seres de natural desconfiado y su amistad requiere esfuerzos como tomar muchos vinos con ellos o asistir a varios actos religiosos. En la casa de un cura párroco de un pueblo de la sierra de Huelva, entre vino y vino, recuerdo haber estado manejando un libro de actas de bautismo del siglo XVI con la letra (clarísima, legible) y la firma de un tal Benito Arias Montano, y pude incluso llevarme el libro, encuadernado en pergamino, a mi casa. En alguna iglesia de la infancia, sobre todo en pueblos pequeños, puede haber todavía algún buen libro olvidado.

Robo en casa de amigos
El robo más habitual es el que se hace en casa de amigos de verdadera confianza. En las casas donde uno es recibido con cariño, si uno es invitado a dormir en una habitación llena de libros, si uno tiene que esperar en un salón o pasar por un pasillo con estanterías repletas, allí nadie sospechará del amigo fiel. Solo los verdaderos bibliófilos son incapaces de dejar solo entre sus libros a un verdadero amigo. Ahora bien, de este procedimiento de hurto no es de bien nacidos abusar, sino que conviene hacer un uso limitado de él. El mejor procedimiento es el recurso del préstamo. Se le pide un libro a un amigo y se le dice “ya te lo devolveré”, con la intención expresa de no devolverlo jamás. Otro procedimiento, y este solo sirve si eres encuadernador, es no devolver jamás un libro que te ha dado un amigo para que se lo encuadernes. Con el paso de los años las cosas se olvidan y… Con un amigo bibliófilo me aposté cierta vez que le robaría, si me invitaba a cenar y sin que se diera cuenta, un libro de su casa. Me invitó a cenar a mí y a dos amigos más para que me vigilaran hasta cuando fuera al cuarto de baño. Y durante la cena le devolví un libro que le había distraído dos semanas antes, como si lo acabara de robar esa misma noche… El buen amigo es el que te agradece la visita cuando te estás llevando un libro de su casa. Los verdaderos amigos son los que consideran que nuestra casa es la prolongación de su biblioteca.

En fin, querido lector, para que veas que Le Coq Espagnol te cuida, no solo te ha explicado cómo se roban libros, sino que a continuación te va a dar una serie de consuelos morales para que, si lo haces, quedes libre de culpa.

Decálogo moral para el verdadero robador de libros:

1. Debe robarse un libro solo cuando su dueño no lo valore.
2. Puede robarse un libro cuando nadie lo utilice ni su ausencia cause daño moral a alguien.
3. Está bien robar un libro cuando esté sufriendo daños (insectos, humedades…) por su mala conservación.
4. Es conveniente robar un libro cuando se tenga extrema necesidad de él (por ejemplo, cuando sirva para completar una colección).
5. Y, sobre todo, debe robarse un libro cuando haya la oportunidad franca de hacerlo, sin riesgo posible de ser sorprendidos.

Si se cumplen estas circunstancias, nuestra conciencia sufrirá lo justo para seguir tirando. Y, sin duda, muchos libros mejorarán el lugar de su ubicación.

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