Ficción

Madres

Museo Nacional de Prehistoria de Francia, Les Eyzies de Tayac (Dordoña). / Foto: Juan Carlos Pereletegui

Este relato es uno de los dos ganadores ex aequo (junto con «Un edén improbable», de Rebeca García Nieto) del concurso de divulgación Ciencia Jot Down con la temática «homínidos» en la modalidad de narrativa.


 

Pego el rostro a la ventanilla de plexiglás de la avioneta para no perderme detalle del enorme yacimiento de Olduvai. El piloto maniobra para encarar el camino que hace de pista de aterrizaje.

¿Por qué estoy aquí, mamá? ¿Qué es lo que se supone que debo sentir? ¡Sí, estoy preñada! ¿Eso es motivo para subir a un avión y plantarme en Olduvai? ¡Sabes que no puedo tenerlo! ¡No quiero tenerlo! ¿Quién fuiste, mamá? Cuando cumplí doce años, los Owen me dijeron que papá murió antes de que yo naciera, no sabían cómo, y tú poco después, suponían que de pena. Eso fue todo, eso y una caja con cosas tuyas.

Miro de nuevo la foto, el motivo de este viaje sin sentido. Lo único relevante que había en la caja.

La avioneta aterriza. A un lado del camino hay una mujer vieja. Tanto o más que el todoterreno en el que se apoya. Redondos mofletes anglosajones quemados por el sol africano y una penetrante mirada azul, que no es para nada de bienvenida.

Me clava los ojos con hostilidad en cuanto me acerco. Ignora mi mano extendida. El tutor posdoctoral me garantizó la máxima colaboración de la curadora del yacimiento de Olduvai. ¡Imbécil! O mentiroso… O ¡imbécil mentiroso! La mirada desdeñosa de la curadora me aclara que mi tutor se libró de mí de la primera forma que se le ocurrió. Ella me devolvería a la avioneta a patadas, si pudiera. No la culpo. No soy más que una joven arqueóloga prometedora y he pedido, ¡he exigido!, lo que se deniega a profesionales con una larga carrera. ¿Sabes todo lo que he hecho para estar aquí, mamá? ¿Y ahora qué? ¿Buscar mis orígenes? ¿Mis raíces africanas? ¿En serio, en Olduvai? ¿Qué voy a encontrar aquí, mamá? De pronto noto un cambio de actitud en la curadora. Como si algo se hubiera roto dentro de ella. El rictus de los labios se aplana, el brillo asesino desaparece de los ojos azules. Me indica que suba al todoterreno y arranca. «Así que el sitio G, ¿no?».

Recorremos la sabana en silencio. Me invade una inexplicable sensación de familiaridad. He visto montones de fotos de la garganta de Olduvai, nada de esto es nuevo en realidad… y sin embargo… me siento como un bebé, ¡abrázame, mamá!, ¡arrúllame!, ¡sé que estás aquí!

La curadora detiene el vehículo, bajamos y la sigo hasta donde dos peones negros aguardan. Les da algunas órdenes y los hombres levantan la tela protectora que cubre veinte metros lineales de toba volcánica. Dejan al descubierto varias hileras de huellas de pies desnudos. El sitio G de Olduvai. Laetoli. Las icnitas de australopiteco descubiertas por el equipo de Mary Leakey en 1978.

Sí, es igual que tu foto, mamá. No necesito mirarla para saberlo. ¿Por qué tenías una foto de las huellas de Laetoli? ¿Por qué la conservaste hasta el final? ¿Por qué te preocupaste de que me llegara? ¿Qué significaba para ti?

Noto el brazo fuerte de la curadora sujetándome por la cintura. Le hace un gesto a uno de los peones para que traiga agua. ¡Estoy a punto de desmayarme! Culpa del viaje, el embarazo, las emociones… ¿o hay algo más? Me llevan casi en volandas hasta el todoterreno. Cuando me recupero, veo los ojos de la curadora fijos en mí.

—Llevo muchos años en África, señorita Willis. Esta es una tierra extraña, que te cambia. Te hace olvidar nuestro ser racional y te obliga a desarrollar otras formas de comprensión. Aquí, nuestra parte animal recupera poder y la intuición se permite competir con la razón. No sé a qué ha venido, pero mi intuición me dice que hay algo en usted que lucha y grita y patalea por salir a la luz. Algo antiguo, de esta tierra, algo que pertenece a África y que cuando se libere la anclará aquí para siempre.

Me instalan en una tienda de la zona de acampada del yacimiento. La noche en la sabana no es tranquila. Los animales se agitan inquietos entre los arboles y las altas hierbas. Bajo la luna se muere y se mata como todas las noches… pero no es una noche más. Abro los ojos de golpe, espantada. ¡Estaba soñando! ¡No quiero soñar! ¡Ten los ojos abiertos! Escucha los mil ruidos de un campamento en la noche. Un locutor de radio desgrana noticias en francés. Por detrás se oye música clásica… Bach probablemente… sí, seguro que es Bach… la Tocata y Fuga. Trato de seguir la melodía, eso me mantendrá despierta… y me evitará pensar. Poso la mano sobre mi vientre. Has llegado en el peor momento, ¿lo sabes? ¡No me puedo quedar contigo!

El agotamiento te cae encima como una losa y te lanzas de nuevo a la noche de la sabana.

Luz grisácea que entra por la bocacueva ilumina una excitada horda de australopitecos. Sientes un brazo poderoso que te agarra por los hombros. Te aparta del curso errático de dos machos jóvenes que se retan con aullidos y dentelladas al aire. Te vuelves agradecida hacia el alto y fuerte macho de pelo castaño. Sabes que es tu compañero, el padre del cachorro que anida en tu vientre. Sientes tu consciencia mezclada con la de esta pequeña pitecina, eres ella, sin dejar de ser tú. Sientes que perteneces a este lugar… o que quieres pertenecer a él. Oyes una melodía. Hace un momento creías reconocerla y ahora te resulta ajena. Ves al macho castaño dirigir la mirada hacia la bocacueva. La melodía se extingue. También el recuerdo de que existió.

La luz del exterior recorta la figura del chico. Sostiene una rama de la que penden algunas manzanas. Le haces un gesto al compañero para que vaya rápido. Echas una mirada furtiva hacia donde un enorme macho negro azuza a los jóvenes pendencieros. Este aparta la atención de la pelea y se fija en el chico, parado en la entrada, quieto como una estatua. Ve las manzanas. El rugido de su ira hace vibrar el suelo de la caverna. El corazón de la pequeña pitecina, ¡tu propio corazón!, se estremece. Sientes cariño por el chico. Los suyos lo han rechazado. No sabe comportarse, no sabe aprender. No sabe recolectar, no sabe carroñear. Tan pronto se obsesiona con un movimiento y lo repite incesantemente, incapaz de parar, como lo abandona y se queda estático, inmune a todo lo que ocurre a su alrededor. La horda lo habría devorado si tú y tu compañero no lo hubierais adoptado.

El macho negro se planta delante del chico, que lo mira con sus ojos idiotizados y su perenne sonrisa. Te preguntas cómo se le ha ocurrido al pobre desgraciado acercarse siquiera al manzano… El macho negro lo considera de su propiedad. Más desde que es tan difícil encontrar comida por culpa de la lluvia de ceniza. Hace días que no deja de caer.

Le arrebata la rama con violencia. Las manzanas se desprenden y ruedan por el suelo. Alza el brazo para golpearlo, pero tu compañero lo alcanza por detrás y se lo impide. Los dos australopitecos, casi igual de altos y de fornidos, se enfrentan aullando y enseñando los dientes. Nada que ver con el casi juego que practicaban los jóvenes. Al momento la pareja del macho negro se pone a su lado. La parió su compañera anterior. Junto a ella el mayor de sus cachorros, casi tan alto y fuerte como su padre… o abuelo. Contemplas el siniestro trío, que siempre te ha inspirado una repugnancia básica.

Sabías que este día llegaría antes o después. El clan está dividido por dos formas de vida. El macho negro representa el poder de la fuerza, la brutalidad, la supervivencia gracias al sufrimiento de los otros. Tú y tu compañero amparáis a los débiles, creéis que el amor y la compasión, la solidaridad y la cooperación, son más poderosas que la opresión y la violencia. Un día las dos visiones tenían que enfrentarse y ese día ha llegado.

La riña es breve. Mientras su pareja y su hijo hostigan a tu compañero, el macho negro le arroja una enorme roca que le rompe varias costillas. Todo ha sido muy rápido. Ha ocurrido frente a ti. Te reprochas no haber reaccionado a tiempo.

De golpe, sin previo aviso, una tronada rasga la tarde. Por la bocacueva entra una bufada de aire cálido, ácido, amargo, cargado de sulfuros. Todo el clan sale al exterior. Dejas a tu compañero y vas con ellos. Necesitas saber lo que ocurre. A lo lejos, por encima de la blancura lechosa de la nieve, la cumbre de la montaña brilla con un maligno tono anaranjado. Allí se ha instalado el infierno. Cascadas de fuego saltan a los cielos, cuajando de rojo la mismísima luna. Dedos ígneos se abren camino en la nieve. Por debajo de las explosiones llega el rumor del agua hirviente, sordo, preñado de peligros. Las cenizas abrasadoras y las bombas volcánicas caen a vuestro alrededor.

Al instante regresas al interior. Arrastras tras de ti al chico. A cachetadas logras que te ayude a mover a tu compañero hasta un rincón protegido.

El macho negro regresa. Lanza una retahíla de gruñidos que todos entienden: hay que marcharse. Deben huir de la sangre hirviente del planeta que baja por las laderas de la montaña. La lava ya colmata los barrancos; pegajosa y grasienta comienza a invadir la llanura; lanza por delante sus avanzadillas: las cenizas, el lapilli, las bombas volcánicas que tronchan las acacias; los gases… calientes, pestilentes, mortales.

Ves acercarse al macho negro. A gruñidos te ordena que te unas al grupo, que tú y el chico os vais con todos. En la horda no hay sitio para los débiles y tu compañero ya solo es una rémora. En cambio tú eres valiosa para el clan, una hembra preñada… y el chico… ¡comida que anda!

Tú sientes de otra manera. Es en la debilidad y en el dolor cuando hay que entregarse por entero. ¡No lo abandonarás! El macho negro intenta llevarse al chico. Te interpones rugiendo, con los grandes caninos al aire. Tus largos brazos rastrean el suelo hasta encontrar una pesada piedra que enarbolas sin reparos. ¡No lo permitirás! El macho negro gruñe y amenaza, pero se retira. No es momento de exponerse a una pedrada que lo deje impedido para huir.

Toda la noche y todo el día siguiente permanecéis dentro de la cueva, acurrucados de temor por los incesantes estallidos que resuenan en el exterior. Al anochecer te decides a salir. Necesitáis provisiones. Los alrededores están esquilmados. Convertidos de vergel a erial por la ceniza, la horda, en su huida, arrasó con lo que quedaba.

La noche tiene una luminosidad pérfida. La luna intenta abrirse paso entre densas vedijas de humo pestilente. Derrama una luz mugrienta que, al frente, donde debía estar la gran montaña, pierde la batalla y torna a un anaranjado turbio y amenazador. Apartas con torpes manotazos las cenizas que caen sobre tus ojos. Te aterra el ruido de las explosiones, el quejido de las rocas desgarradas. Conoces un barranco donde abundaban los arbustos cargados de bayas. La quebrada es estrecha y profunda y bastante lejana. Quizá las cenizas la hayan perdonado.

Paso a paso, lentamente, asfixiada por el humo, consumida por el pánico, inicias el viaje, pisando sobre las cenizas. Sientes arder las plantas de los pies, que acaban por perder la costra callosa que las protege. Los guijarros del camino te sajan sin misericordia, pero no te importa. Tienes el corazón alegre. Volverás con los largos brazos llenos de vida para tu compañero y para el chico. También para tu hija nonata. Es una hembra lo que crece en tu interior. ¡Lo sabes! ¡Estás segura! Eso sí importa.

Unos días más tarde debéis tomar una decisión. Tras los míseros puñados de frutos que pudiste traer de la lejana quebrada, no has encontrado más alimento. Si esperáis más, moriréis de inanición en esta caverna. Tu compañero se apoya en tu hombro. Con la otra mano se protege las maltrechas costillas. Como puede, trastabilla hasta la bocacueva. El humo espeso y graso apantalla el sol y oculta su fulgor, difuminando una luz mortecina. Os ponéis en marcha. Respiráis con dificultad; los pulmones queman cuando recibís esas dosis de vida y de muerte, a partes iguales. Las cenizas caen sin cesar, una densa capa de polvo gris cubre vuestros cuerpos. El sabor amargo se agarra a la garganta y la inflama, no deja pasar la saliva.

El chico camina con disciplina, repentinamente maduro, con la facilidad de los simples de pasar de la inconsciencia a la más absoluta responsabilidad. Le habéis dicho que os siga y lo hace a conciencia. Con esa forma metódica de obrar que exasperaba al clan. Con todo cuidado, trata de meter sus pies en las grandes huellas de tu compañero. A vuestra espalda, el fragor de la erupción arrecia y la lluvia de cenizas se intensifica. Las piedras y las bombas volcánicas caen con más frecuencia. Camináis con el fatalismo de quien ya ha apostado su vida a la última jugada, incansables. De día sumergidos en la niebla de polvo y de noche alumbrados por el faro naranja que luce a vuestra espalda. Te mueve tu propia supervivencia y la de los que contigo van, pero también, ¡más aún!, la de tu hija.

Al cabo de varios días alcanzáis un arroyo, un arroyo vivo; moribundo de cenizas y lodos volcánicos, pero vivo todavía. Un torrente que lucha y se defiende; trata de mantener su corriente ladera abajo. A pesar de la sed abrasadora, les impides probar el agua tóxica. Los juncales de las orillas están cubiertos de ceniza, pero sus raíces son tiernas y frescas.

Tras vadear el arroyo, la frecuencia de las bombas volcánicas disminuye y el aire se hace más respirable. Al atardecer comienza una llovizna suave que transforma las cenizas del suelo en lodo y limpia el ambiente. Al anochecer encontráis un surgimiento de agua limpia. Junto a él crecen arbustos de los que lográis recuperar algunos frutos. Al límite de la extenuación, los tres caéis derrumbados ahí mismo. Te pones la mano sobre el vientre. Sientes a tu hija, ¡lo has conseguido!, ¡vivirá!

Al mirar hacia atrás por última vez, hacia la montaña naranja, veo nuestras huellas en la ceniza, las huellas de tu foto, mamá. La bruma acuosa en que ha devenido la llovizna las perfila. Por la mañana el sol las secará y se volverán indelebles. Luego, el agotamiento me cierra los ojos.

¡Sueña, hija mía!, sueña sin saber que sueñas, sin saber lo que sueñas; sueña con una mujer blanca de mofletes redondos quemados por el sol: «No sé a qué ha venido, pero mi intuición me dice que hay algo en usted que lucha y grita y patalea por salir a la luz. Algo antiguo, de esta tierra, algo que pertenece a África y que cuando se libere la anclará aquí para siempre».

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