Analógica

Noemi ya no vive aquí

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Bien pensado, es probable que «el error» no exista salvo que nos empeñemos en creer lo contrario. O lo que es lo mismo, en el arte como en la vida seguramente todo esté injertado de error. Pero ojalá semejante arranque no haya sonado a tip motivacional del tipo «caemos para aprender a levantarnos», «los fracasos son la antesala del triunfo» y otras milongas de empleado del mes con sueños de CEO, porque más bien pretendía bajar los humitos humanos. Por si acaso, lo diré una tercera vez: Dudo que las personas estemos en condiciones de discernir con certeza el error del acierto, ¡y eso que son inventos nuestros!

Lo que McEwan me enseñó

A propósito de este asunto, me viene a la cabeza el día que saludé a Ian McEwan en 2005. De gira por España, el escritor firmaba ejemplares de Sábado, una novela en torno al asalto que sufre una familia acomodada, con el 11-M como atmósfera moral de fondo. ¡Qué gran ocasión de deslumbrar a un ídolo cara a cara!, debí de pensar al enterarme, así que para allá fui, impulsado por una mezcla de pretenciosidad y entusiasmo, dispuesto a sobrellevar sin quejas una cola larguísima de lectores, pese a que las detesto y evito siempre, en la frutería o el Vaticano. Pero es que yo necesitaba imperativamente compartir con el autor una Teoría de elaboración propia: lo supiera él o no, su novela constituía un «Estudio Fenomenológico Sobre La Idea de Accidente». ¿Cómo se quedan? En efecto, nada más tenerlo enfrente trasladé a McEwan mi asombroso hallazgo, eso sí, en términos escuetos, «I think that your novel is about the Idea Of Accident» (por suerte, me ahorré lo de «phenomenological»), pues los nervios me impidieron continuar, y en un pésimo inglés.

¿Qué quise decir con aquello? Nada brillante, ni siquiera lo bastante tonto para resultar gracioso. El joven aprendiz de crítico intentó con todas sus fuerzas ser profundo e ingenioso, total para acabar soltando una sentencia tan vaga que podía ser verdad, mentira, genial, idiota, el ser, la nada, un fistro… Después, miré a McEwan como mi perrita cuando pide caricias. El novelista enarcó la ceja un microsegundo, calibrando si burlarse o apiadarse, antes de replicar: «Bueno, yo no creo en Dios, así que toda mi narrativa se podría explicar por la idea de accidente. Supongo». Nadie añadió nada. El señor a mis espaldas carraspeó reclamando su turno, dije «thank you», y partí. Me encantó aquella charla.

Error y accidente no son sinónimos, pero guardan parentesco: pertenecen a la familia de lo imprevisto. Sea como sea, estos días he recordado a McEwan porque pienso de un modo parecido al suyo: estos dos conceptos rigen el vínculo que los seres humanos mantenemos con la realidad, la escala en que la percibimos, los relatos con que la contamos. Estirando la lógica subyacente a aquella respuesta, podríamos decir que Dios goza de una panorámica tan completa y simultánea del tiempo, el espacio y el universo que, desde su perspectiva, los que a nosotros nos parecen «errores» deben revelarse integrantes diminutos de un tejido infinito, idénticos a cualquier otro, igual de eternos, predeterminados, azarosos o cuánticos, ¡qué sé yo! En cambio, nuestra perspectiva sobre lo real es tan limitada, tan precaria, que da un poco de ternura vernos validar la fantasía de una dualidad error/acierto; al menos, si entendemos que «acertar» significa: materializar un proyecto, movimiento o propósito (1) por la exclusiva fuerza de nuestra voluntad, (2) en los términos exactos en que lo habíamos planificado, y (3) teniendo pleno control de los efectos que producirá.

La perfección, oiga, ¡qué risión!

Muy al contrario, todo proceso creativo se aleja de la idea que le dio comienzo, da igual con cuánta fuerza pretendamos evitarlo, por dos razones: las ideas son incapturables, y lo poco que sí capturamos de ellas se ve condicionado por mil factores externos tan pronto como intentamos (re)producirlo: materiales y tiempo disponibles, interlocutores al alcance, contexto, destreza, presupuesto, leyes de la física… Entonces, ¿cuánto tiene que desviarse una obra del plan original para considerarla fallida? ¿No será mejor abrazar los desvíos como propios?

Por eso me parecen un poco obtusos los artistas que miden la perfección de su obra según el grado de fidelidad que el resultado final mantiene respecto del plan que ellos mismos definieron previamente. Sus exégetas suelen llamarlos «perfeccionistas» y equiparan esa ansia detallista a la ambición de actuar como dioses sobre sus creaciones. El problema es que un dios no teme el error ni el desvío, no se irrita con ellos ni los corrige, porque sabe que no existen. Visto así, no cabría mayor equívoco que el perfeccionismo, refugio de quienes no comprenden ni lo humano ni lo divino.

Pensemos en el meticuloso Stanley Kubrick frente al improvisador David Lynch. El primero nunca se permite fallar, y eso asfixia su trabajo, le resta porosidad. El segundo nunca calcula la estructura al milímetro: eso la abre y libera. Por ejemplo, el maligno Bob, eje central de Twin Peaks, nació cuando el reflejo del técnico de luces Frank Silva se coló fortuitamente en un plano durante el rodaje. A Lynch el efecto le resultó perturbador, así que se inventó un demonio a imagen y semejanza de Silva para que él mismo lo interpretase, en contra de lo que hacían recomendable su pelo largo de heaviata rural, su chaqueta vaquera/proleta 0 % fantasmagórica, y el histrionismo de función escolar que se gastaba el amigo. Aquello tuvo que parecerle un disparate a todo el equipo. Acabó siendo un triunfo.

Tatuaje: limpia, fija y da igual el error

Pero ningún gesto desnuda más la naturaleza del error que el tatuaje. Tatuar(se) es una experiencia primitiva que elimina la distancia entre símbolo e individuo. Tiempo, tinta y carne convergen en una apuesta para siempre resuelta en un instante: aquí nos la jugamos sin vuelta atrás. Por eso todo cobra una intensidad difícil de sentir en otros contextos. Las sesiones de tatuaje reviven aquella época inaugural en que cada libro, canción o película se clavaba en el pecho y cada intento de escritura y cada prenda bohemia y cada bar escogido respondían a un compromiso inmaculado con quien querías ser, con la belleza que admirabas, antes de que llegaran los estudios, el cansancio o el desencanto a relativizar las cosas. Antes de la vida (supuestamente) adulta. Tatuarse es un rito que nos recuerda por qué amamos y necesitamos los lenguajes simbólicos. El tatuaje limpia de rutina nuestro estar en el mundo para que volvamos a ser niños, o adolescentes. Y a los niños y adolescentes nos gusta el riesgo.

Piénsenlo: dibujar con agujas eléctricas bajo una piel viva supone una tarea arriesgada, sobre todo, por la instantaneidad con que la tinta se vuelve irreversible. Tatuador y cliente se desempeñan segundo tras segundo a un milímetro del error, con escaso margen para corregirlo si se produce, y no nos engañemos: aunque los errores de bulto escaseen entre artistas serios y los menores pasen desapercibidos a la mayoría de miradas, es inevitable cometer un buen número de ambos a lo largo de una carrera profesional, especialmente al principio. ¿Cómo aprender el oficio sin desgraciar la piel de un puñado de amigos y de víctimas atraídas por las tarifas baratas del principiante? Y más adelante, ¿el pulso jamás temblará, la mezcla de colores nunca quedará mal, siempre acudirá la inspiración…? En cuanto a las personas tatuadas, ¿no nos arrepentiremos de determinadas piezas con el tiempo? ¿Qué deberíamos hacer cuando la impericia o un malentendido estropean nuestros planes? Etcétera.

Afrontamos una cuestión de perspectiva. Es casi imposible que un tatuaje coincida punto por punto con el diseño que traslada a la piel, o que las visiones del tatuador y el tatuado converjan al milímetro; en cambio, es probable que durante la sesión se tengan que improvisar un montón de minúsculas soluciones espontáneas. ¿De ahí derivarán errores, o tesoros imprevistos? ¿No corre a nuestro cargo decidir la respuesta? Y si una pieza que nos encantaba hace una década ahora se nos hace extraña porque habla de quien ya no somos, ¿no consiste en eso estar vivo? ¿Por qué repudiarla, pudiendo releerla? Abierto a estos horizontes, el tatuaje se enriquece porque no está escrito en piedra, ninguna forma ni interpretación fueron jamás las únicas admisibles. Volvemos al principio: en el tatuaje tampoco existe el error. Dicho de otro modo, el único error consiste en creer que los errores sí existen, esto es, que no podemos transformarlos en otra cosa e integrarlos. Que no nos pertenecen íntimamente.

Al mismo tiempo, la tinta protege nuestra memoria frente al olvido o la falsificación del pasado, al fijar un signo que retendrá hasta que muramos la historia de su nacimiento, del deseo al que respondió. Resguardarla dependerá del portador, sin que haya contradicción entre preservar el origen y abrazar las alteraciones. En el arte como en la vida, incorporar lo imprevisto no es traicionar ninguna pureza sino ponerla a conversar con lo tangible, dejar que crezca, aceptar su independencia. Igual que una hija, me doy cuenta ahora.

Y ahora, una confesión. Aunque lleve dos mil palabras negando la existencia del error, reconozco que en parte es una forma de hablar. No es que me desdiga de todo lo anterior, porque mientras lo escribí era verdad y al revisarlo vuelve a serlo. Pero tampoco quiero mentir: luego, en el día a día, humano como soy, topo a cada rato con incontables acciones propias o ajenas que solo puedo juzgar como ERRORES con todas las letras, ¡y algunos, épicos! Publico demasiados artículos, leo demasiadas novelas y paso demasiado tiempo en Instagram para seguir mi consejo de jubilar el calificativo. Dios sabrá, estoy seguro, por qué ese vestido de tu cuñada o aquellos versos de Aitana no son errores; yo, francamente, soy incapaz de tanta lucidez. Sin embargo, a veces descubro pruebas maravillosas que confirman la tesis de este artículo. Pienso en el tipo que detestaba su viejo tatuaje tribal y optó por aclarar debajo: «En los 90, esto molaba». O en aquel otro que lucía el nombre de su amada NOEMI en el pecho y, al separarse, añadió dos palabras: «ya NOEMI novia». A semejanza de estos héroes, como último recurso siempre podemos reírnos de nuestros errores. Esa risa jamás se equivoca.

 


Nadal Suau es doctor en Literatura Contemporánea, crítico literario, editor del sello H&O y autor de varios libros, entre otros Temporada alta (2019), El matrimonio anarquista —coescrito con Begoña Méndez— (2022) y Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje (Premio Anagrama de Ensayo 2023).

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