Ficción

Un edén improbable

Costa de Than Bok Khorani en Krabi. / Foto original: Roma Neus — CC BY 3.0 Deed

Este relato es uno de los dos ganadores ex aequo (junto con «Madres», de Juan Carlos Pereletegui) del concurso de divulgación Ciencia Jot Down con la temática «homínidos» en la modalidad de narrativa.


 

No puedo decir que no supiera a qué me enfrentaba. Aunque entonces no era más que una niña, estaba al corriente de lo que le ocurrió en 2018 a aquel norteamericano que quiso enseñarles el Evangelio. Yo también podía acabar desmembrada y nadie podría hacer nada. No era solo que aquel lugar estuviera en los márgenes, en un punto ciego del mundo, por así decir, sino que quedaba literalmente fuera de todas las jurisdicciones conocidas. Si me mataban, ni siquiera se podría recuperar mi cadáver. Mentiría si dijera que no tenía miedo, pero ¿qué otra opción había? Nuestro futuro dependía de ellos.

Cuando pidieron voluntarios no me lo pensé dos veces. Como antropóloga, tenía mucho interés. Además, no tengo hijos, mis padres fallecieron hace años y ya tengo cierta edad. Era la candidata idónea. Luego, el azar quiso que fuera elegida en el sorteo internacional. Algunos me compararon con los liquidadores de antaño. Chernóbil, Fukushima… Por supuesto, exageraban. Sobre el papel, mi misión era sencilla. Solo tendría que llegar a la isla, establecer contacto con los nativos, ofrecerles unos cocos como muestra de buena voluntad y tratar de conseguir como fuera una muestra de su ADN. Saliva, pelos con raíz, sudor… ese tipo de cosas. Los habitantes de la isla Sentinel del Norte se habían mantenido totalmente aislados de la civilización, lo que significaba que su ADN estaba a salvo del nuestro. Precisamente por eso, eran nuestra única esperanza.

Se suponía que los sentineleses hablaban alguna lengua parecida al öñge. Durante el periodo de entrenamiento, me enseñaron todo tipo de frases sencillas para comunicarme con ellos, pero lo cierto es que nada de lo que aprendí entonces (técnicas de supervivencia, primeros auxilios…) me preparó para lo que me iba a encontrar.

El día antes de mi partida me acerqué a la playa de Itzurun en Zumaia para ver el arrecife. Me habían hablado mucho de aquel lugar donde la tierra se mostraba como si se tratara de un libro abierto. Lo más conocido era una especie de renglón, el llamado límite K-Pg, que señala un hito histórico en la historia de nuestro planeta: la extinción de los dinosaurios. Aunque parezca raro, en ese momento sentí una extraña paz. Supongo que me consolaba saber que formamos parte de algo más grande, que no somos más que un renglón en un gigantesco libro que pase lo que pase se seguirá escribiendo.

Lo que ocurrió entre esa playa y la otra, la de mi destino, está muy borroso en mi mente. La densa bruma que había aquel día en Zumaia pasó a formar parte de una niebla aún más espesa. Casi sin darme cuenta habíamos llegado al arrecife que rodea la isla. Nos encontrábamos en el archipiélago de las islas Andamán, en teoría, parte de la India, aunque los sentineleses nunca han reconocido tal vasallaje. Los medios aéreos no eran una opción. Hace mucho tiempo, tras el tsunami de 2004, un helicóptero sobrevoló la isla en busca de supervivientes: lo recibieron a pedradas. Lo mejor era llegar en barco y luego, ya sola, acercarme a la orilla en un pequeño bote. Hace siglos un barco había encallado en ese mismo arrecife donde me despedí de mis compañeros. Cuando los pasajeros se refugiaron en la isla, no fueron recibidos con los brazos abiertos precisamente. Temblé al recordarlo.

Las aguas estaban relativamente en calma y llegué a la orilla sin muchas dificultades. Repasé mentalmente algunas palabras de bienvenida: kwace (hola), kwa natibe (¿cómo te llamas?)… Respecto a la razón de mi visita, me habían prohibido expresamente contarles nada. Además, ¿qué les iba a decir?, ¿que nos habíamos pasado con el corta y pega? Lo que empezó siendo un acierto (la edición genética nos permitió curar múltiples enfermedades y ahorrar mucho sufrimiento) se acabó convirtiendo en nuestra peor pesadilla. Quisimos terminar con el envejecimiento y la naturaleza se tomó su revancha. Siempre lo hace.

No sabía cómo iban a reaccionar a mi presencia. Daba por hecho que habría muchas diferencias físicas entre nosotros. El plástico había pasado a formar parte de nuestro organismo y nuestra piel se había ido transparentando con el tiempo. Hacía décadas que habíamos perdido ese color «carne» que nos caracterizaba. Recuerdo con angustia mis primeras horas en la isla. Miraba en todas las direcciones con miedo a que aparecieran… y también con miedo a que no lo hicieran. Estaba tan exhausta que, en cuanto aseguré el bote, me quedé dormida. Tenía la sensación de que me vigilaban, pero tal vez fuera cosa mía.

A la mañana siguiente, al ver que nadie aparecía, metí un poco de comida en una mochila y me puse en marcha. Me llevó días bordear la isla recorriendo la playa. Vi muchas aves exóticas, pero ni rastro de los sentineleses. Supuse que se habrían escondido en la selva. Si no querían que los viese, jamás los encontraría. Lo curioso es que tampoco vi sus canoas. Tal vez las habían utilizado para huir, como ocurrió siglos atrás cuando un numeroso grupo de convictos, capitaneados por un oficial de la armada británica, ocupó la isla en la época colonial. Desde luego, costaba trabajo creer que yo, una mujer que había llegado con lo puesto, pudiera intimidarlos. Que se hubieran extinguido antes que nosotros tampoco parecía una opción: durante siglos habían mantenido un ecosistema sostenible.

Al volver al punto de inicio, entré en pánico: el bote había desaparecido, y con él el chaleco salvavidas, el botiquín y las provisiones. En la mochila me quedaba comida y agua para un día, dos a lo sumo… Y acabaron por agotarse. Cuando empezaba a ser presa del pánico, sucedió algo extraño. Esa noche alguien dejó algunas frutas y una especie de pan similar a la injera cerca de donde me encontraba. Ocurrió lo mismo durante las siguientes semanas. Por más que lo intenté, nunca logré ver a nadie.

Una mañana, dos ancianos y dos niños aparecieron ante mí. Se mantuvieron a unos metros de distancia. Tenían la nariz y la boca cubiertas con una hoja. En ese momento, lo entendí: tenían miedo de que los contagiara. Tal vez por eso se habían mantenido alejados hasta entonces. Sabíamos que en el pasado la entrada de virus del exterior había diezmado su población. Pese a la hoja, pude ver con claridad que el plástico no había hecho mella en ellos, o no tanta. Su piel parecía, sin duda, más natural que la nuestra.

Ana, dije. Yo perdida. Lo dije así, en español, porque no recordaba cómo se decía en öñge. Correspondieron con algo que no fui capaz de entender. Luego dibujaron en la arena algo parecido a una choza y se pusieron en movimiento. Sin pensarlo demasiado, los seguí. Los niños parecían asustados. Imaginé que les habían contado historias terribles de personas que decían venir en son de paz.

Después de un rato selva a través, llegamos a una especie de poblado. Eran muchos más de los que habíamos pensado, y no me quitaban ojo. Parecían estar más acostumbrados al contacto visual que nosotros. Al pasar delante de mí, decían algo, seguramente sus nombres. Yo solo decía «Ana». Cuando acabaron, dibujé una barca con sus remos. No me hicieron caso, pero, por la forma en que se miraron, me dio la impresión de que me entendieron.

Lo curioso es que en ningún momento tuve miedo. En el pasado los sentineleses habían dado alguna muestra de hospitalidad. Hicieron buenas migas con el antropólogo Triloknath Pandit, por ejemplo. Y gracias a él sabíamos en qué momento debía echarme a temblar: cuando se sienten ofendidos, te dan la espalda y se ponen en cuclillas como si fueran a hacer sus necesidades.

Con todo, conocer a los sentineleses no fue lo más sorprendente que me ocurrió aquel día. Cuando unas cincuenta personas se habían pasado ya a saludar, se acercó una mujer con un bebé que me pareció extraño. Ella debió de notar mi desconcierto, pues enseguida se escabulló y se adentró en la selva. En ese momento debí haberlo reconocido, pero me persuadí de que lo que me había parecido ver era solo producto del cansancio.

Los sentineleses se acostumbraron enseguida a mi presencia y eran muy confiados, así que no tardé en recoger las muestras de ADN que me habían llevado hasta allí. Si hubiera tenido una pizca de sensatez, habría vuelto a preguntarles por el bote y habría intentado marcharme. En vez de eso, hice algo que podía haberlo echado todo a perder: decidí investigar un poco sobre aquel bebé.

La siguiente vez que lo vi estaba en brazos de uno de los hombres. Un niño le hacía carantoñas. Al percatarse de que los estaba mirando, el hombre cogió al bebé y se metió en la selva, como hizo la mujer. Traté de seguirle sin que me viera, pero no tardé en perderle la pista. ¿Y si lo que había visto de ellos hasta entonces era pura fachada y en realidad ocultaban un sucio secreto, algo siniestro? Traté de volver al poblado, pero no era capaz de encontrar el camino. No quise pensar en la interminable lista de animales salvajes que podrían devorarme. Me consolé pensando que la isla es pequeña y antes o después encontraría una salida. Después de dar muchas vueltas, un claro se abrió paso en medio de la frondosidad. En el corazón de las tinieblas había otro asentamiento más pequeño. Desde donde me encontraba pude ver a varios adultos. Enseguida observé en ellos los rasgos que había adivinado en el bebé. Ahí estaban el cráneo alargado, la conocida protuberancia en la parte posterior (el llamado «moño occipital»), el prognatismo medio-facial, el arco superciliar prominente… No cabía la menor duda: eran neandertales.

No hace falta que diga que estaba ante el descubrimiento más importante de mi carrera. ¡El Homo neanderthalensis, que creíamos extinguido desde hacía milenios, seguía todavía entre nosotros! Era increíble. Se sabía que una pequeña parte de los genes de los habitantes de la India procedían de los neandertales y de sus primos los denisovanos. Los europeos también teníamos un porcentaje similar de genes arcaicos, pero en la India no se había encontrado ningún fósil de estos ancestros, ninguna prueba de que hubieran estado allí. Estaba tan absorta que no me di cuenta de que tenía a uno de ellos justo detrás. Cuando lo vi, me quedé muda. Trataba de comunicarse conmigo, pero no entendía qué me decía. Su hioides era muy similar al nuestro y, por la forma de su boca, diría que su lenguaje constaba de vocales y consonantes. Hablaba en voz baja, como si intentara calmarme. Parecía decir lo mismo una y otra vez. Todavía hoy me pregunto si se trataba de una amenaza (no lo parecía) o solo unas palabras de bienvenida. En cualquier caso, fue como volver a escuchar a un familiar lejano que habíamos dado por muerto hacía tiempo.

Al ver que me calmaba, intentó acercarse. Fue entonces cuando empecé a chillar. Mala idea, claro, pues no tardé en estar rodeada de neandertales. Por suerte, el sentinelés que cargaba con el bebé no andaba muy lejos. No sé qué les dijo, pero se trataba de una sola palabra. ¿Era «ama», la única palabra que repetía aquel mono parlante en el cuento de Leopoldo Lugones, o simplemente «Ana»? Acto seguido, me puso al bebé en los brazos. Imagino que querría mostrarles que era inofensiva. El pequeño empezó a llorar. Entonces, con mucha delicadeza, una mujer neandertal lo tomó en brazos. Ni que decir tiene que se calmó al instante. En ese momento sentí algo totalmente inesperado. No, no era instinto maternal (para mí ya era tarde); era vergüenza. Resulta que estaba preparada para que fueran violentos, caníbales, pero no para que, en muchos sentidos, fueran más humanos que nosotros.

Más tarde, al verlos a todos juntos, tuve la certeza de que no se había producido un cruce entre las dos especies de forma sistemática. De haber sido así, a esas alturas los rasgos de los neandertales habrían desaparecido o se habrían atenuado. Ese bebé era la prueba de que no era el caso. Durante mi estancia no vi a ningún bebé híbrido, pero no podemos descartar que en su historia conjunta hubiera habido alguno. Nuestros genes indican que en el pasado tuvimos descendencia con los neandertales, así que eso no debería extrañarnos demasiado. Lo que es seguro es que llevaban conviviendo desde hacía milenios. La sola supervivencia de los neandertales en aquella isla era un motivo para la esperanza. El sanguinario Homo sapiens no había aniquilado por completo a su predecesor. Al menos en esa isla.

Me habría encantado saber si los neandertales tenían algún tipo de creencia. Nunca presencié ningún rito, aunque sí noté que a veces se acercaban a un pequeño montículo y guardaban silencio. ¿Sería allí donde enterraban a los suyos? Sé que los estoy idealizando. También a los sentineleses. La lógica dice que en esa isla no todo había sido coser y cantar. Los sentineleses parecían buenos vecinos que echaban una mano a los neandertales en la crianza, pero tampoco podía descartar que ejercieran sobre ellos algún tipo de poder. Al fin y al cabo, eran más numerosos. Puede que allí pasaran cosas horribles —se creía que los neandertales practicaban el canibalismo—, pero prefería no saberlo. No meter las narices en nada me pareció la única muestra de respeto que podía ofrecerles. Habíamos pecado de arrogantes al plantear nuestra visita a la isla. Dábamos por hecho que se comportarían como animales, que el único instinto que conocían era el de territorialidad. Teníamos que haberles dicho la verdad, que estábamos allí porque los necesitábamos, que nuestra supervivencia dependía de ellos. Lejos de remitir, mi vergüenza se fue agudizando con el paso de los días. Había llegado el momento de dibujar la barca en la arena.

Debieron de notar el malestar en mis ojos, porque esa vez supe que me dejarían marchar. Después de comer, me acompañaron a la parte de la playa donde estaba el bote. Encendieron un par de hogueras y se pusieron a cantar. Supuse que era su forma de decir adiós. Se despidieron de mí diciendo una única palabra: Ana. Esta vez pude entenderlo con claridad. Lamentablemente, yo no me había quedado con el nombre de ninguno.

Recuerdo todo aquello como una traición por mi parte. Al fin y al cabo, conseguí su ADN a cambio de nada. Hay algo, no obstante, en lo que siempre les fui leal. Jamás hablé a nadie de los neandertales. Tampoco mencioné que los sentineleses eran gente amable. Era preferible que fuera de allí siguieran pensando que eran temibles; de lo contrario habrían convertido la isla en uno de esos zoos que había antiguamente. Cuando, después de algunas horas vagando a la deriva, me reuní con mis compañeros, estaba tan conmocionada que pensaron que había vivido cosas terribles en aquella isla. Nunca los saqué de su error.

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