Horas críticas

Carmen Verde: la infelicidad como lugar

Esta semana leí El cuaderno prohibido, de Alba de Céspedes, escribí un texto en el que hablaba de unas fotografías de mi infancia y encontré, rebuscando entre unos libros, mi viejo ejemplar de Romeo y Julieta: una edición de Cátedra, de portada blanca, que me compré un sábado en que decidí no ir a la discoteca light (el dinero no daba para todo y tenía que elegir). Al abrirlo, vi en la hoja de guarda mi caligrafía quinceañera: no estaba escrito ni el lugar ni la fecha, sólo mi nombre, pero con dos enes, lo que por entonces me debía de parecer el colmo de la sofisticación.

Después de todo eso, me hice con un ejemplar de Una mínima infelicidad, la novela de debut de la italiana Carmen Verde (Caserta, 1968), finalista del premio Strega, que acaba de publicar Tránsito. Y me encontré con un libro que describía fotografías, en el que se mencionaba un cuaderno de tapas negras como el que colocó a Valeria Cossati al borde del abismo y con una protagonista llamada Anna. Traté en vano de encontrar la cámara oculta. No buscaba identificación en la lectura —ya estoy bastante harta de mí— y, sin embargo, ahí estaba. Basta con no pretender algo para encontrarlo. Y al revés. En fin, la vida.

Leí el libro, literalmente, de una sentada, mientras viajaba en un tren que me llevaba a la literaria estación de Guiomar («Tú asomada, Guiomar, a un finisterre / miras hacia otra mar»). En el asiento de al lado, un señor roncaba de manera intermitente.

En la novela, Anna —Annetta— da cuenta de la infelicidad de las mujeres de su estirpe: la de su abuela Adelina, la loca; y la de su madre, Sofia, que adora a sus amantes, el alcohol y los objetos inútiles y caros. También relata la llegada de Clara Bigi a la casa familiar, decidida a tomar las riendas a golpe de tiranía y perfidia. Y la ruina de la saga de los Baldini, envuelta en rollos de seda y organza como los que se apilan en su tienda de tejidos.

Verde escribe como una cirujana: cortante y precisa. Su narradora, más que explicar, desliza, dejándonos la incógnita de los orígenes de la desdicha: cuál fue la indecencia pública que llevó a internar a Adelina estando en sus cabales; por qué Sofia es infeliz con Antonio, el padre de Annetta, ese hombre que no sale en las fotografías pero que, tras el objetivo, decide el encuadre. Podemos intuir las causas de las desgracias, pero en realidad no las sabemos. Quizás porque no siempre se nos han enseñado las cosas importantes: «La vida no es menos importante que la literatura. Debería estudiarse en el colegio la infelicidad de nuestras madres».

Con sus huesos de pajarillo, Annetta busca la atención y el cariño de su madre. Juzga con indulgencia a esa mujer que «creía en el amor como otros creen en Dios, pero el amor no creyó nunca en ella». La que miraba las ventanas de los vecinos «preguntándose por qué a ella se le negaba eso que sin embargo parecían tener los hombres y las mujeres que vivían detrás de aquellos visillos, dentro de aquellos rectángulos de luz». Y que quizás no se plantease, como sí hace su hija, que «en las ventanas de los demás, la vida parece más hermosa».

«East Side Interior», de Andrés Gallego Bellido, ganadora del IX Concurso de Fotografía del Museo de León

Llegado cierto punto de la novela, la narradora parece caer en un remolino. La cadencia de los años se vuelve frenesí —como en todas las vidas, por otro lado— y los acontecimientos se precipitan: los vivos están muertos, las puertas se cierran para conservar la memoria, otros vienen a ocupar los espacios vacíos, después se marchan, al final sólo queda el núcleo.

Me imagino a Annetta escribiendo en su diario de niña con letra diminuta, casi garrapateada. Condensando acontecimientos y recurriendo a la elipsis para resumir en un puñado de páginas el devenir de varias vidas, la «pena ancestral» que se transmite generación tras generación, inoculada como un virus, agazapada en ocasiones, pero siempre a la espera de asomarse. Hasta que quizás algo cambia. Hasta que cambia todo:

«¿Se puede cambiar de un día para otro? Tal vez no. Pero sucede que el nuevo yo te anida dentro durante años, pacientemente, sin hacer ruido, sin que tú adviertas su presencia; de suerte que, cuando de buenas a primeras se manifiesta, sus efectos ya han sedimentado en tu ánimo, indisolubles de ti. Ese “otro” ha comido y bebido a tu lado, se ha sentado contigo en el filo de la cama en tus noches insomnes, mientras el mundo se olvidaba de ti y las flores nacían y se marchitaban […]. De golpe, desaparece lo que siempre has sido, lo que creías ser desde siempre. De golpe, el límite entre el antes y el después se borra definitivamente».

 


UNA MÍNIMA INFELICIDAD
Carmen Verde
Traducción de Regina López Muñoz
TRÁNSITO
(Madrid, 2024)
168 páginas
17,90 €

Un comentario

  1. Muy bonita la foto, entre Vermeer y Hopper 😉

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