Horas críticas

Libros de la semana #160

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

El día de la liberación, de George Saunders (Seix Barral)

«Todo hombre (Susurro) nace con ciertas reservas de deseo. Es un tesoro que le ha sido legado y que debe gastar con sabiduría a lo largo de su vida. Y se dedica a buscar por el mundo objetos en los que invertirlo. Bienaventurado el que encuentra un objeto digno de tal inversión —moldeado por Dios y concedido de forma fortuita—, que le suscita un anhelo tan fuerte que todo lo demás se retira brevemente y convierte a ese hombre en deseo puro». Este extracto del relato que da título a esta colección da una medida del estado de forma —¿estado formal?— en que regresa al género uno de sus representantes más insignes de la literatura contemporánea, George Saunders (Texas, 1958). El día de la liberación nos devuelve en su mejor versión al autor de libros de cuentos imprescindibles como Pastoralia (2000) y Diez de diciembre (2013): un narrador excelente capaz de diseccionar en breves piezas de enorme imaginación los temas con aristas que dividen a la humanidad y, en gran medida, la (auto)someten a poderes absurdos e implacables. Lo hace, como de costumbre, con un humor esquinado y una siempre sana capacidad de provocación; y, por encima de todo, con un estilo arriesgado y pleno de hallazgos que aquí vierte al castellano la espléndida traducción —también como de costumbre— de Javier Calvo: «En fin, la gente a la que querías era lo único que importaba en el mundo. O al menos eso pensaba ella. Había quien no lo pillaba. Aunque, eso sí, ¡no le iría mal un poco menos de tontuna!». Nueve cuentos (como aquellos de Salinger), algunos de los cuales aparecieron entre 2016 y 2021 en The New Yorker (la valiosa prensa cultural, queridos lectores), que muestran la versatilidad de Saunders y su inagotable inventiva, heredera de la mejor tradición relatora anglosajona, de Vonnegut a Dahl. La solidez y los matices infinitos que encierran estas tragicómicas historias, tan incómodas de leer como reveladoras desde un prisma existencial, hacen de El día de la liberación una obra maestra que nos interpela desde todos los flancos: «¿Qué está bien y qué está mal en esta situación? ¡Qué pregunta tan pequeña! ¿Qué es maravilloso?, es lo que mi corazón anhela preguntar. ¿Qué es exuberante? ¿Qué es atrevido?, ¿qué es valiente?». ¿Y tú nos lo preguntas, George Saunders?


El libro del escultor, de Ahmad Abdulatif (Libros de las Malas Compañías)

«Siento en mis manos las estatuillas de barro que aún no se han secado, las miro con dulzura y pienso que son diminutas imágenes de los difuntos que vivieron en mi mundo anterior, que desaparecieron en la oscuridad de la noche o con la primera luz de la mañana. […] Me pregunto, mientras paseo entre las esculturas, cómo es posible ver la perfección en algo que antes era imperfecto, cómo los ausentes pueden imponerse con esa fuerza feroz, que no poseían mientras estaban vivos. […] Observo mis estatuillas de barro y me pregunto cómo podrán ser inmortales si no van acompañadas de sus historias. […] Es por eso por lo que ahora escribo mi diario en la Isla y perfilo las historias de mis figuras». Son frases diseminadas en el primer capítulo de El libro del escultor, innovadora novela de aliento poético y político, amarga distopía que surge de la resaca de las primaveras árabes a través de un concepto literario inédito respecto de este ámbito temático. Ahmad Abdulatif (El Cairo, 1978) desmadeja en esta obra una narración fascinante en torno al misterio de la existencia y la no existencia —la muerte—, que es el de la memoria (vinculada a «la santidad de la palabra»); al misterio de la creación —con mayúsculas y con minúsculas—, que es el del arte (que «no viene de la nada sino de la combustión y la fricción del espíritu consigo mismo»); al misterio de la libertad —también interior—, que es el de la verdad o la realidad (aunque «¿qué es la realidad en verdad?»). Representante emblemático de la llamada nueva novela egipcia, además de traductor al árabe de los universos fantásticos, oníricos o simbólicos de autores como Borges, Cortázar o Saramago, su fábula íntima y épica se cimenta en una escritura precisa y febril, milimétrica y desatada, cuya capacidad para la evocación de potentes imágenes es proporcional a la conmoción intelectual y espiritual con que sacude al lector, en una suerte de arrebato místico. Hay que agradecer también el modo en que vierten su palabra al castellano Rafael Ortega Rodrigo y Laura Salguero Esteban, contribuyendo a expandir los efectos de esta ficción cautivadora y enigmática que responde al propósito de su autor, según lo expone en una nota previa: no tanto ofrecer un mensaje o una guía de interpretación de su (cosmo)visión, sino lanzar «un sortilegio que fluya por las venas hasta las mentes indolentes». La novela de Abdulatif, además, encierra una pertinente reflexión sobre el sueño de la revolución y sus monstruos, los del fanatismo y el fundamentalismo religioso. «No estoy contra los dioses de los hombres», se cita a Sócrates al inicio; «estoy en contra de la idea que tiene la gente sobre los dioses». Las malas ideas.


El cuento animado, de VV. AA. y Purificació Mascarell [ed.] (Nórdica)

En su prólogo a este volumen del que es editora, la escritora, filóloga y teórica de la literatura Purificació Mascarell (Xàtiva, 1985) nos recuerda la frecuencia con que en nuestras primeras lecturas suelen aparecer animales, desde las narraciones de los Grimm o Andersen a las fábulas de Esopo, y cita a John Berger cuando argumenta que «no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal». Esta antología de relatos con animal es una selección personal, pero transferible, de narraciones breves donde los animales adquieren significados complejos y diversos, nos sirven de espejo o portal y nos reencarnan, conectando con un presente donde han adquirido la condición de potente «recurso literario que contrapone la vida humana actual, oprimida por lo artificial, a nuestra parte olvidada de buen salvaje», en palabras de Mascarell. Dieciséis cuentos publicados entre 1878 (el inicial de Flaubert) hasta 1961 (el último, de Ignacio Aldecoa), y que entre medias recogen la mirada a nuestros compañeros de fatiga existencial de autores fundamentales del género, y de la historia de la literatura universal (de Pardo Bazán a Chéjov, pasando por Woolf, Kafka, Cortázar o Matheson); pero también de otros no tan reivindicados ni leídos, especialmente los representantes patrios (Blasco Ibáñez, Miró, Rodoreda) e hispanoamericanos (Lugones, Quiroga). El cuento animado contiene, entre otros raros y valiosos ejemplares —literarios—: un loro en el que se depositan los afectos retenidos, el célebre perrito del maestro ruso que dispara la amenaza de finitud, un burro como habitual diana de la brutalidad del ser humano, simios que encarnan otra clase de metamorfosis kafkiana o la involución de la especie, una serpiente de la Albufera valenciana que simboliza la raigambre territorial, un fascinante ajolote que parece «abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente», o unas aves que penden inertes tras la matanza a manos de una carnicera: «Mentira parece que se pueda ser tan bestia. […] Colgar a esos pobres animalitos. […] Así son más sabrosas. Toda la sangre queda dentro». Relatos de terror, dramáticos, existenciales, metafísicos, melancólicos o fatalistas, aunque también cotidianos, que tal comparten el gusto por el misterio de aires góticos de la editora, quien emparenta la observación y el (des)cuidado de los animales con la conciencia de muerte; como muchos niños que un día han de enterrar un gato, un pájaro o una luciérnaga. O puede que sea al revés y que, como sugería Nietzsche, sean los animales quienes nos observen y vean en nosotros una especie de bicho raro que ríe y que llora, «un animal infeliz».


Soñar como sueñan los árboles, de Brenda Lozano (Alfaguara)

«Quizá quedase olvidado allí un verano, / cuando el mundo estaba blanco como una fiesta / y antes de que yo comprendiese que un soñador / tiene que soñar como sueñan los árboles / con frutas finalmente». Esta cita de un poema de la escritora danesa Inger Christensen da título a esta novela que, ya desde su primer capítulo (titulado «Se cuenta que esto pasó»), eleva el poder sugerente de la pura narración, de la pura ficción, aun cuando se (re)construye en términos más o menos realistas; aun cuando coquetea con las formas documentales o testimoniales. Considerada como una de las escritoras más relevantes del panorama literario latinoamericano actual, Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981) cuenta en Soñar como sueñan los árboles el secuestro de una menor en el México de 1946, plagado de casos de niños robados. Lo hace, por un lado, con una voz narradora que se hace explícita, que se presenta para no esconder el simulacro relator: «No soy una voz en tercera persona sabihonda, un narrador que controla la historia, una voz de hombre blanco que le dice esto es así y esto es asá, estos personajes dicen blablá o blablablá cuando yo quiero porque aquí mis chicharrones truenan y ahora todos cierran el pico. No es así. Tampoco soy una voz en abstracto, tengo un cuerpo, soy mujer y también soy tercera persona». Junto a esa ruptura de la cuarta pared, el estilo es el de una crónica de sucesos o un thriller histórico-político, con un ritmo descarnado y trepidante, que al mismo tiempo plantea una serie de cuestiones acerca de temas que conciernen especialmente a las mujeres: el mandato biológico y patriarcal, las relaciones tóxicas, el deseo, el deseo de maternidad; cuestiones literales, a veces: «¿Por qué para tantas mujeres resultaba tan fácil quedar embarazadas, incluso de embarazos no deseados, mientras que para ella era imposible? ¿Era una mujer defectuosa por no poder embarazarse? ¿A su cuerpo algo le faltaba? […] ¿Qué es tan diferente de ser padre o ser madre al momento de la crianza? ¿Los roles impuestos?». Quizá sea esa una de las singularidades de este falso policiaco que, más que resoluciones, rebosa preguntas. Una (auto)conciencia con enfoque de género —y hasta desenfoque, debido a la angustia de las mujeres retratadas— que, más allá del artefacto literario evocador del morbo y el amarillismo de la prensa, supone una reivindicación de la memoria como vía de entender el presente o de reconstruirlo a partir de sus piezas olvidadas. Se impone la voluntad de estilo y el compromiso con sus personajes de Lozano, o sea: la verdad de lo narrado.

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