Analógica

Los cuerpos que habitamos

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Como España, otros países han aprobado leyes pro derechos trans. Por ejemplo, en 2012 Argentina logró que el Estado reconociera la autoidentificación y el cambio de nombre para personas trans. Las polémicas en España son parte de un patrón de resistencia global en al menos tres áreas: desconocimiento sobre lo que propone la ley y los derechos trans; un pánico moral sobre cómo se está, supuestamente, borrando a las mujeres al insertar discusiones, leyes y derechos para gente trans; y una necesidad de mantener la regulación histórica de los cuerpos, en función del desarrollo propio de la niñez. Me enfoco en tales áreas porque estos temas —que a menudo quiebran movimientos sociales de la izquierda— requieren reflexiones sobre el tipo de canon bajo el que solemos operar (canon por lo incuestionables que a veces son esos entendidos sobre una agenda común). La transformación social en muchas ocasiones requiere interrogar la base de por qué somos un grupo que lucha por un mismo objetivo, cuando podríamos establecer luchas en coalición por unos derechos, seamos o no miembros del grupo directamente impactado. Las leyes no deben ser el único objetivo, ya que pueden ser revertidas, por lo que transformar movimientos ayuda a expandir una agenda de cambio social. El resistir ideas de normatividad sobre el cuerpo, su manejo y las lecturas que le damos para moldearlo, definirlo y mantenerlo innato (a veces en discusiones trans opera también un miedo a alterar el cuerpo, porque se imagina ese acto como una traición a una identidad o comunidad, o como autoodio), también es texto que nos permite entender el contexto sociocultural en el que vivimos. La derecha religiosa sigue mutando. Nosotras y nosotros podríamos operar de forma multiplicativa, forjándonos para reinventar un mundo más complejo y equitativo.

No es lo mismo el acceso médico para niñas y niños trans que para las y los intersex; la intersexualidad se relaciona con los temas trans, pero es distinta. Un recién nacido intersex —con lo que la medicina llama genitalia ambigua— sufre intervenciones por presión de los doctores. La ley reconoce que se necesita capacidad de decisión para determinar qué procesos quirúrgicos u hormonales considera un niño o una niña intersex que responden a su identidad, y establece hacerlo a los 12 años como mínimo. Por otro lado, desde una niñez trans se sufren sanciones por no evidenciar expresiones de género normadas, impuestas a través de múltiples sistemas e instituciones sociales (niños afeminados y niñas masculinas también sufren estas regulaciones). Que sea en la pubertad que la ley permita a niñas y niños trans comenzar a determinar cómo identificarse y cómo manejar la corporalidad desde ese eje, es muy acertado, como veremos luego.

El acceso al cambio de nombre, a un proceso bloqueador de hormonas, ofrecer hormonas correctivas y la posibilidad de tramitación de transición corporal es muy amenazante para distintos frentes que influyen en espacios políticos, el sistema legal y la función del Estado. La legislación contra la supuesta «ideología de género», que atenta contra los derechos sexuales y reproductivos, la educación sexual incluyente y la legislación antitrans (fortalecida por influencia del Vaticano pero esparciéndose a circuitos evangélicos en Latinoamérica), es una de las manifestaciones de ese miedo. Durante varias décadas se ha forjado una coalición accidental entre activistas de la derecha religiosa católica y evangélica, congresistas y políticos conservadores, y movimientos de izquierda que defienden la categoría «mujer» con base biológica. No es que trabajen en conjunto, pero sus acciones terminan coincidiendo en un resultado común. El concepto se conoce como «strange bedfellows» en inglés («extraños compañeros de cama», en castellano). Sean amigos o enemigos, el resultado sostiene un orden social donde se intenta controlar cuerpos e identidades disidentes —así se mantiene una inequidad que solo beneficia al patriarcado—, y se extiende una patologización, ya no solamente desde el púlpito sino desde el gobierno, donde la idea de género se reduce a un modelo binario —al menos para religiosos y conservadores— en el que las mujeres están obligadas a gestar y parir, la gente trans recibe mayor abuso por parte de la derecha religiosa y las personas LGTBI continúan luchando contra programas de terapias de conversión (que aún existen en muchos países).

Sí, mantener la categoría «mujer» en base al sexo asignado al nacer, entrelazado a la reproducción y conectado con el abuso sistémico que viven mujeres en todo el mundo, ha tenido sentido. La teorización sobre una posición social y cultural de «segundo sexo» —recordando a Monique Wittig— evidencia una jerarquía de abuso, misoginia y sexismo estructural contra las mujeres. Sin embargo, una estudiosa del impacto de la derecha religiosa como Sonia Correa (desde el Observatorio de Sexualidad y Política en Brasil) insiste en que la categoría «mujer» reduce la política a un proyecto con «puntos ciegos», como también «confusión en otros terrenos». Los usos de la categoría evolucionan: mujeres cis de la derecha atacan los derechos sexuales y reproductivos desde esa corporalidad. Esa misma política identitaria conservadora activa un pánico moral recurrente: el del hombre [violador] que se cambia a mujer para seguir siéndolo. En la política, es útil pensar en las emociones y cómo ciertos miedos se activan a través de esencialismos desde donde cada cual se asume como la autoridad para hablar de un tema. La ley trans permite a algunas y algunos fusionar el pánico moral del cambio de sexo del violador en serie con la noción de que solo las mujeres cis saben lo que es ser mujer; imponer esa autoridad corporal a la categoría apoya sistemas de poder tradicionales.

Ese pánico moral se plasma en la noción de inocencia de la niñez y adolescencia. Desde hace mucho, la experiencia de tener sexo entre hombres —adultos, que consienten— ha sido reducida al estereotipo del abusador sexual predatorio y pedófilo. Ahora, la abogacía de servicios para jóvenes trans quiere ser vista por la derecha como un intento de la comunidad LGTBI para corromper a niñas y niños. La idea de que este acceso deba ser regulado es la que me parece clave resaltar (se establezca o no el acceso hormonal y las cirugías a menores). Los cuerpos son modificados constantemente. La relación estética-médica-quirúrgica se extiende, desde el acceso a alisarse el cabello, bótox, tatuajes, liposucción, implantes, cortes en la piel o reconstrucciones de partes accidentadas, hasta intervenciones estéticas de senos, vagina, pene, hasta del escroto. Pero la industria de la cirugía, de repente, no está saturada por «millones de operaciones de cambio de sexo» —como a veces la derecha quiere hacernos creer—. Es el terror a que se tenga el manejo sobre sus cuerpos, más allá de lo que es socialmente permisible, lo que motiva esta forma de control —desde la derecha o la izquierda, ya sea esta última de forma condescendiente—.

Activistas argentinas trans/travestis como Lohana Berkins abogaban por una coalición con una intención opuesta a la de strange bedfellows, pero con resultados similares: como travestis, el derecho a su corporalidad (aunque sea considerada estereotípicamente femenina) las alineaba políticamente con el derecho al aborto —y lucharon en ambos frentes—. No nos tiene que gustar la decisión sobre el cuerpo de otra persona; debemos entender que existen mecanismos (servicios sociales, formas de apoyo, orientaciones y acceso a comunidades) que sí permiten su autonomía, y les acompañan en esos procesos. Los sistemas de control son igualmente restrictivos sobre cuerpos gestantes, sobre cuerpos trans, tanto como sobre la no-heterosexualidad.

Que la edad para transición sea reducida a 16, y no 18, no debe sorprendernos: la juventud actual explora su identidad cada vez más joven. Hasta hace un par de décadas, cuando la gente LGTBI salía del armario eran adultos; eso no implica que su identidad no les fuera clara antes. En la adolescencia pueden tomarse decisiones que luego sean repensadas, pero esto no merece que impongamos regulación sobre todas y todos. Preferiría que un chico trans no cometa suicidio por mensajes de odio o acoso, o por no sentirse bien en su asignación de género y experiencia corporal cotidiana. Si respetar la autonomía de la juventud que busca entender su identidad y corporalidad no es meta de la izquierda, entonces corremos el riesgo de evitar prolongar la vida. ¿Suena familiar? ¿Alguien alguna vez nos ha comentado que en su entorno le han dicho: prefiero un hijo muerto a maricón, o una hija muerta a bollera/bucha/lesbiana?

Es necesario escuchar las voces de activistas, académicas y académicos trans, respetando las experiencias de un grupo de por sí heterogéneo. En A la conquista del cuerpo equivocado (2018), Miquel Missé no augura la llegada a un «cuerpo cierto»; sí explora la idea de reconocerse, muy a pesar de que el Estado regule el acceso a su cuerpo, como el de otras y otros muchos españoles trans. Más que todo, dice, debemos entender nuestros cuerpos dentro de una lectura cultural que nos aprisiona. Estos temas no minimizan la importancia de reconocer los cuerpos de mujeres cis —y las circunstancias sociopolíticas a través de las cuales sus cuerpos son violentados y regulados—. La cultura y las normas sociales no las cambiamos los individuos a través de la regulación de los cuerpos, sino de estrategias creativas, temporales o permanentes para existir en nuestros cuerpos, los adaptemos o no a nuevas formas de vernos.

Tener esas conversaciones, facilitar esos diálogos, nos permite dejar atrás la idea de mejores formas de vida dentro del cuerpo dado y pensar, como nos invita a hacer Missé, que la duda sobre si hacer una transición, o el cambiar de idea y detransicionar, no deben ser vistos como una sentencia a un cuerpo fijo, ni el resultado a un cuerpo fallido por una decisión impulsiva o irracional —como a veces alegan tanto mujeres cis como conservadores de la derecha—, solo porque desde afuera podamos percibirlo como una mala decisión, o porque no lo entendamos. Por eso los debates en torno a la ley andan de mano con los debates socioculturales, porque, aunque no queramos, qué es la ley sino la regulación constante de la experiencia del otro; y, en este tema de cómo se vive, maneja o altera el cuerpo no deberíamos tener el derecho de regular la experiencia del otro.


Salvador Vidal-Ortiz es profesor de sociología en la American University de Washington D.C., ensayista e investigador sobre migraciones y género, sexualidad, identidades, minorías, activismo y temáticas trans, raciales y étnicas en Latinoamérica y Estados Unidos.

Un comentario

  1. Dahiana Laverde

    Libertad de nuestros cuerpos e identidades.

    Seguimos siendo apresadas y apresades de miles de formas de intimidación por la religiosidad y el conservadurismo.

    Además el patriarca y Macho, hegemónicsmente quieren seguir violentando la fragilidades de CUERPAS y sexos féminas. Cómo lo han hecho sistémicamte con la hembra, y en una misoginia sin fronteras.

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