Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) se formó en filosofía y estética, es editor, traductor, escritor —autor de cuatro novelas—, gran intérprete y pensador de la literatura, de sus entresijos y mecanismos. Su último libro, La cancelación y sus enemigos (Nuevos cuadernos Anagrama, 2022), ha sido concebido como un «ensayo discutido» al que incorpora a Clara Montsalvatges, un personaje de sus ficciones, y donde el aire de conversación podría considerarse una novelería, pero no lo es; o tal vez sí. La gran virtud de este ensayo epistolar o (meta)ficción intelectual es su modestia reflexiva y su apertura a la discusión, más que la exposición de dictámenes severos. «¿Quién tiene últimas palabras sobre nada?», se pregunta en estas páginas.
El tema, muy dado hasta ahora al griterío, merecía una contextualización que lo pusiera en su sitio y su relativa relevancia. «Vivimos la edad de oro de la libertad creativa», asegura Torné, quien ve en la difusa noción de cancelación una excusa para el fracaso o para la crítica que dispensan las nuevas «audiencias emancipadas». Pero lo que como escritor parece interpelarle de este asunto son los peligros de la «cancelación interior» y cómo lograr una representación adecuada sin caer en aquella. Este «librito» —como a él se refiere— parte de un artículo suyo anterior, de insospechado impacto, para erigirise en lúcida defensa de la imaginación libre y responsable, de los tonos medios frente a las posturas extremas, las verdades como puños, o como panes (duros).
La cancelación y sus enemigos nace de un texto que en tus propias palabras tuvo una difusión «un tanto excesiva», ¿cómo surge la idea de extender ese debate y con qué fin?
El artículo (incluido en el libro) surgió con la voluntad expresa de discutir la tendencia de cineastas, cómicos, presentadores de televisión y escribidores de acusar de «cancelación» cualquier crítica en su contra, y también para tratar de distinguir la crítica de la censura, que en puridad solo pueden ejercer los estados. La propuesta de editarlo y convertirlo en libro fue de mis editoras. La recibí con mucho interés, pero no tenía ni idea de por dónde tirar, hasta que se me ocurrió vincularlo con los problemas de la representación artística y lo que llamo de manera muy tentativa «cancelación positiva» y «cancelación interior».
Has optado por dialogar con el personaje de Clara Montsalvatges, ¿ha sido como excusa formal o también te interesaba añadir algunos de sus rasgos a la narración?
¡Como defensa propia! Yo no soy ensayista, soy incapaz, como hacen mis amigos Pau Luque, Santiago Gerchunoff o Elisabeth Duval, de perseguir un tema de manera ordenada hasta una conclusión. Como novelista tengo demasiado presente que las ideas dependen muchas veces del ánimo, de tus propósitos cambiantes, de a quiénes te diriges y qué quieres hacer con ellos (seducirles, fastidiarles, confundirles…). Cada vez que me ponía aseverativo escuchaba risas de fondo. Estar de acuerdo conmigo mismo no es lo mío. Necesito la polémica, el aire de la discusión. Así que recurrí a una de mis colaboradoras más queridas, que además es un personaje recurrente de mis novelas, para darme la réplica.
El libro se puede entender como rectificación de aquel artículo previo, y no sé si como reflexión en torno a las palabras, o las ideas, usadas a la ligera, algo tan de nuestra era.
¿Me dejas responderte con un rodeo? Creo que tenemos que superar la oposición, jugosísisma, entre apocalípticos e integrados; la red está tan metida en nuestras vidas que es infantil estar a favor o en contra. Yo estoy en contra de la propagación de trolas y a favor de que un aspirante a escritor de provincia pueda tejer sus relaciones y complicidades sin tener que migrar. Estoy de acuerdo con mi artículo en todo lo que hace referencia al fenómeno por el que artistas con visibilidad acusan a sus críticos de cancelarlos, pero cuando salimos del espacio que ocupa esta pobre gente también reconozco que la demanda puede ser perjudicial. Creo que no hay tanto una rectificación como una adaptación al campo de batalla. Lo que vale en un contexto no vale en otro.
Quizá uno de los primeros problemas de la cancelación es definirla, dada su polisemia: intolerancia, censura, ostracismo, puritanismo, dogmatismo, fascismo (de izquierdas)…
Sí, desde luego. Es una palabra con un campo semántico muy extenso y quizás también contradictorio. En primera instancia la definiría como una excusa: en un momento donde la censura de estado está desactivada y la presión de las academias y escuelas literarias es mínima, cuando el puritanismo legal que convirtió en una carrera de obstáculos la publicación de Madame Bovary, Lolita o el Ulises de Joyce se ha desvanecido, y nunca ha sido tan sencillo publicar en libertad lo que a uno le daba la real gana (no hay apenas restricciones en la representación de la violencia y la sexualidad)… se acogen al fantasma de la cancelación para justificar sus fracasos artísticos o la disidencia del público.
En un plano más serio e interesante, creo que con «cancelación» nos referimos de manera un tanto tentativa a una serie de criterios nuevos de evaluación exigidos por lo que llamo «audiencias emancipadas» (la cantidad de gente que tiene ahora acceso a la lectura y espacios para emitir sus juicios, discutirlos y combinarlos con otros). De la misma manera que no admitimos que un escritor diga idioteces sobre los celos o la venganza, tampoco se admite que sus representaciones sobre los judíos sean personajes con la nariz muy grande y avaros.
Por centrar el foco: ¿la cancelación es el fantasma de la pérdida de privilegios? ¿Cuál dirías que es el perfil de sus enemigos?
El título es un poco ambiguo. Los enemigos de la cancelación podrían ser sus mejores amigos. Intelectuales que se apuntan a una causa a coste y esfuerzo cero, a favor de amigos y poderosos. Es una de las estaciones del triste vía crucis del opinador de derechas sin sesera: woke, cancelación, izquierda brilli-brilli, posmodernidad… y vuelta a empezar. Pasarse la vida señalando este carrusel es el peligro inverso.
Dices que a menudo los afectados perciben las críticas como un «boicot de atención», ¿podría haber ahí una estrategia de personal branding de autores venidos a menos y con tendencia a señalarse?
Sí, desde luego, podría haber algún caso. La condición de víctima es perversa en tanto que beneficia al que se lo hace tanto como perjudica a quien de verdad lo es. Pero son movimientos muy burdos, ¿no? Si alguien con una columna en un periódico nacional se siente víctima de los chistes de varios usuarios de Twitter… en fin, pues lo consolarán sus familiares y cuatro amigos que le sigan la corriente.
No paran de salir casos a los que se aplica la etiqueta de cancelación. El del pódcast Estirando el chicle nos sitúa ante uno de los campos que pisa tu análisis, el humor. En el libro pones el ejemplo de dos insignes cuñados de nuestra escena, pero aquí hablamos de mujeres jóvenes.
Quiero aclarar que yo no soy un especialista, no sigo los casos dudosos de cancelación ni tengo una clave para interpretarlos. Lo que planteo en mi librito son una serie de herramientas para que cada uno haga su bricolaje intelectual en casa. No conozco al dedillo el caso de Estirando el chicle, pero si siguen con el programa es absurdo hablar de cancelación. En cuanto a la edad o al género… me temo que no es garantía de más comprensión o receptividad.
En el caso de Hombres G y la letra de «Sufre mamón», se ha puesto en juego algo que preocupa mucho a los enemigos de la cancelación, la revisión histórica, que según denuncian ya se ha aplicado a otros grupos de la Movida (tan blanditos, por otro lado) como Mecano.
De nuevo no estoy muy al corriente. Sobre la revisión histórica sí puedo decirte que la hacemos todo el tiempo. Es imposible ver las cosas igual que una persona del XVIII, y de la misma manera que nos parecen de mal gusto las hombreras de los ochenta (me lo invento), a alguien le pueden parecer horteras o cursis algunos tics artísticos de la época. No sé, yo no soporto el abuso del zoom. Y que me digan que en la época se rodaba así, pues bueno, vale, pero me va a seguir sin gustar. El caso es desarrollar juicios lo bastante elásticos y flexibles para integrar las cosas que chirrían a nuestro gusto o a nuestra moral con otros aspectos que sí nos gustan de la canción o de la película. No hay ninguna necesidad de denostar una obra por completo ni de defender su perfección. Son extremos un poco infantiles.
En Madrid sigue coleando el caso del dramaturgo Paco Bezerra, cuya particularidad es que la cancelación vendría de la derecha y la queja, de sus opuestos ideológicos.
Que venga de la derecha o de la izquierda me parece irrelevante. No conozco el caso, pero que el poder rescinda el contrato de un artista por discrepancia con las ideas expuestas se acerca bastante a una cancelación. Aunque lo cierto es que en muchas ocasiones ese cribado se hace previamente.
A raíz del estreno de la película El crítico (que remite a otro de los apartados de tu libro), ha reemergido el affaire Boyero. ¿Es un tema espinoso el de la crítica a la que no se puede criticar?
Más que espinoso es un terreno de juego que ha cambiado. Antes el único que disponía de espacio para responder al crítico era el autor (o el editor o el productor), lo que siempre se ha considerado de mal gusto, en tanto que parte interesada que, por lo general, dispone de altavoces más potentes que el crítico. Y estoy de acuerdo: es de mal gusto. Pero al multiplicarse las ventanas desde las que emitir los juicios, el crítico y sus estrategias son más vulnerables al elogio o a la crítica públicos, ya no del autor y los suyos, sino de otros espectadores y críticos. Si las conversaciones se han vuelto más amplias, ¿por qué deberíamos reprimirnos de considerar y valorar distintas perspectivas críticas? Querer blindar eso es tan ridículo como pretender que todo el mundo use gramófono.
Creo que la propia crítica se está contaminando de los debates de las «audiencias emancipadas», lo que ha dado lugar a encendidos debates sobre películas como Blonde o Girasoles silvestres.
En el caso de Blonde lo que yo he visto es a mucha gente discutiendo, a favor y en contra, por diversos aspectos y con distintos argumentos. Solo un crítico profesional que se considere el usufructuario de la autoridad puede quejarse de esta vitalidad. He visto a alguno berrear que se dejen ya de asuntos morales y sociales, y les dejen disfrutar de la fotografía y los aspectos técnicos, pero eso equivale a encerrar el comentario sobre el arte en una suerte de península alelada. Y dejar el campo abierto para que la película disemine sus ideas políticas (que las tendrá, vamos si las tendrá, aunque sea como reflejo condicionado de la industria que le paga) sin oposición. El riesgo contrario también existe, cae del lado de lo que Clara llama «discriminación positiva», pero se combate atenuando los elogios a estos aspectos morales o identitarios, o combinándolos con aspectos técnicos (aunque son complicados de deslindar), no mandando callar al personal por vagancia. El crítico debe despertar de la ficción de que él domina los criterios por los que se juzga una obra. Ya no es el custodio de la libertad, sino un estratega en el combate del espíritu.
Emancipadas o no, lo que parece claro es que estas audiencias online tienden a convertirse en turba enfurecida. En la cita inicial del libro se hace referencia a este concepto.
La cita es casi un private joke, creo que tiene diversas lecturas y es mejor que su interpretación quede así, al gusto del lector. Sobre las turbas enfurecidas… Este mes concurren cinco o seis libros hablando de lo enfurecidas que están las masas y lo tontos que son los jóvenes, en las entrevistas todos dicen lo mismo y ponen la misma cara de restriñimiento anímico. Como comportamiento gregario es de lo más notable. Por otro lado, a quien suelo ver enfurecido es al gremio de columnistas. Pero todo eso lo ha explicado de manera impecable Lucía Lijtmaer en Ofendiditos.
Parece más arduo hacer ese ejercicio de visión poliédrica que propones en autores que siguen en activo; es decir, parece fácil perdonar a Tolstói o Lovecraft pero no tanto a Polanski (aunque jueguen en ligas muy distintas y sus faltas sean muy diversas).
En esto yo creo que hay que seguir el dictado de la propia intuición, o «lo que te pida el cuerpo». Lo que hace que pasemos por alto los conflictos políticos que abordan Tolstói o Balzac es que no nos conciernen. Pero si el libro habla de cosas cercanas y que te afectan, ¿cómo vas a pasarlo por alto si el autor lo ha puesto allí? No sé muy bien cómo te vas a fijar solo en la prosa cuando el libro es una vida de santos de un político en activo, por decir algo. Es como si me pides que valore la caligrafía de una carta donde me desahucias. Que la valore tu tía. Otro grado es saber cosas de la vida del autor, que no están en la obra directamente… aquí, no sé, cada uno lo gestiona como puede. A mí me gustan las novelas de Cela, sé las cosas que hizo y la clase de personaje que era, y respeto a quien lo vivió de cerca y no puede con él. También me parece legítimo tratar de convencer al otro de mis manías o de mis prejuicios, pero hasta cierto punto.
También me parece un problema el que, una vez conocida la moral defectuosa de un autor (pongamos por caso a Woody Allen), la veamos impregnada en su obra… dan ganas de cancelar como un poseso.
Sí, supongo. Suelo leer y ver películas como si los autores estuvieran muertos o fuesen espectros. Nunca me ha interesado nada su vida ni quiénes eran. Soy cero fetichista. Si ahora mismo se descubriese que Shakespeare era un genocida caníbal me daría completamente igual. Él está muerto y sus obras son más mías que suyas. Pero entiendo que se establezcan relaciones personales-morales distintas con los autores. No le veo el drama a que alguien que no soy yo se canse de un director, de un escritor o de un músico por los motivos que sean.
En la idea de «cancelación positiva» veo implícita la amenaza de un lavado de cara por parte de la industria cultural, como los clichés de género y étnicos que podemos ver en el reparto de una peli de Star Wars contemporánea. ¿Crees que la presión puede venir más de ese contexto comercial o de una «cancelación interior» (siguiendo el concepto de Montsalvatges)?
Ambos peligros están ahí. En cualquier caso, no me parece mal que las corporaciones traten de resolver sus déficits de representación de género y étnicos. Está bien reconocerlo, no impide para nada que juzguemos la película según nos parezca en otros órdenes. De hecho, es facilísimo. En cuanto al riesgo de supeditar los esfuerzos creativos para ofrecer lo que el público o el mercado quieren, sí que veo un enorme riesgo. Un buenismo creciente, que a menudo se queda en un mero gesto muy aplaudido por la crítica más perezosa. En el librito Clara desarrolla este asunto, pero estoy del todo de acuerdo con ella, el riesgo está muy vivo.
Creo que también la industria editorial puede contribuir a esa tendencia a la cancelación positiva. Ariana Harwicz se ha quejado de que el nuevo boom de literatura latinoamericana en España solo se interesa por ciertos tópicos asociados al continente.
A Harwicz le pasan cosas rarísimas todo el tiempo, tiene muy mala suerte. Tampoco sabía que había un nuevo boom de la literatura latinoamericana, las docenas de escritores que me interesan no están en esas pautas pero… por centrar la respuesta: el problema de cumplir las expectativas de la representación correcta está ahí, sí. Aunque por fortuna es sencillo de desactivar, basta con señalarlo en la obra concreta cuando aparece.
¿Te interesaba hablar en estas páginas, también, sobre el poder (liberador) de la ficción?
Me interesa (o mejor dicho me ocupa y lucho con él a diario) el problema de la representación. Los personajes pertenecen a «identidades» y al mismo tiempo esas identidades no les llenan, están en conflicto o por lo menos en tensión con lo que se supone que el personaje debería sentir o hacer por ser mujer, heterosexual, creyente o millonario. Me interesaba reflexionar sobre cómo atender a una exigencia de la representación que considero justa y beneficiosa desde una perspectiva artística (¿quién quiere leer un libro o ver una película donde los homosexuales se comporten como en los chistes de Arévalo?) sin ceder a las exigencias de buenismo, que son otro riesgo para la ficción que aspira a replicar la complejidad de estar vivo en este mundo.
Un tuit reciente de Luis Magrinyà decía: «Ya sé que es complicado —y por eso hay que trabajarlo— pero creo que el arte también es evasión». ¿Cómo sacudirse esa cierta responsabilidad moral y social?
Luis es muy inteligente y lo que dice suele tener varias capas. Otra frase suya es que la literatura puede escribirse de espaldas a la política, pero quien está de espaldas no es ajeno, sigue al lado; igual está escuchando, igual se da una pausa para concentrarse mejor, para explicarlo distinto, no sé. Hay una forma de evasión que es un paréntesis, un espacio que nos damos para suspender prejuicios, cargar fuerzas y reflexionar sobre el mundo dando un rodeo ficticio. Esta manera de escribir y leer es mucho más efectiva y divertida que el abordaje directo, que el decir las cosas claras, que se entiendan a la primera, con verdades como panes o puños, nunca sé cómo es la expresión…
No hay en tu obra deseo de conclusión, sino todo lo contrario, «una incitación a seguir hablando». ¿Es posible la apertura de miras y oídos en los canales habituales de hoy?
Un ensayo es una tentativa, a diferencia de la teoría o del tratado, y una caja de herramientas para que otros sigan pensando. Los problemas interesantes son los que se renuevan a cada caso. Tratar de concluirlos es… ni siquiera es soberbia, es casi como pedirle clemencia al lector: «¡Hacedme caso, pensar es muy cansado, quiero tener razón!». Sobre lo que preguntas, a mí me parece más abierto de miras discutir por la red que con un señor promedio que lleva veinte años explicando lo mismo subido a una tarima. Ya no digamos recibiendo en silencio lo que el columnista tiene que decir. Las redes están llenas de gente interesante, gran parte de mis mejores amigos los he conocido allí, y sigue llegando gente interesantísima.
A través de ellas has contado que estás preparando una «novela dialogada», ¿tiene algo que ver con esto de lo que hemos estado hablando, o más bien nada en absoluto?
¡No lo sé! No tengo todavía el dibujo claro. Creo que el librito tiene que ver más con mis ideas como novelista de siempre: dar voz a distintos puntos de vista, situar las ideas en un carácter y en unos propósitos… Lo del diálogo en este caso me temo que es literal. La novela tendrá como trescientas cincuenta páginas de diálogos. Ni siquiera tengo la coartada de las cartas esta vez. Un personaje habla y otro responde. Está saliendo así.
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