Crónicas en órbita

El Chat GPT como máquina literaria: otro acierto de la ciencia ficción

Portada de «Racter», programa de IA generador de prosa azarosa. / © Mindscape — Inrac Corporation

Hace unos días se conoció una noticia que, a decir verdad, era esperable: en la tienda Amazon cada vez se venden más libros escritos por inteligencia artificial, y más precisamente por el Chat GPT, un bot a quien le ha llevado poco tiempo —días, horas— convertirse en un autor más prolífico que César Aira. De acuerdo con la agencia Reuters, solo en febrero se han subido más de doscientos libros con su firma y no es difícil sospechar que debe haber otros tantos —si no más— camuflados en otros nombres, porque no todos tienen la nobleza de compartir la autoría.

La idea, por supuesto, no es nueva. El primer libro escrito por una máquina se publicó en 1984 con el título The policeman´s beard is half constructed. Pero el resultado no fue muy satisfactorio, y sobre todo en términos de coherencia, digamos. Hay párrafos que parecen estar hechos con la técnica del cut up. El Racter —así se llamó el software creado por William Chamberlain y Thomas Etter— era una especie de Burroughs maquínico que por momentos rozaba la ilegibilidad.

Con el tiempo vinieron libros mejores, desde luego. Pero el concepto de máquina de narrar nació mucho antes que estos libros. Tal como ocurrió con tantas otras tecnologías —el teléfono, las redes sociales, los viajes a la luna, la realidad virtual, los robots, la educación a distancia—, la ciencia ficción la anticipó. O quizás incluso contribuyó a su advenimiento, si tomamos el concepto de «hipersticiones» con el que el filósofo Nick Land se refiere a aquellas ideas que terminan causando su propia realidad.

Uno de los primeros relatos que abordó el tema fue So bright the vision (1956), donde Clifford Simak imagina un mundo en el que los escritores han quedado reducidos a meros operarios. «We´re literary mechanics», dice uno de los personajes. La creatividad corre por cuenta de las máquinas. El usuario ingresa algunas indicaciones, datos, y ellas se encargan de todo. Así, por cierto —o más o menos así—, funcionaban también los escritores pulp en la época en que Simak escribió este relato. El editor les pedía tal y tal cosa —un mutante con doce cabezas; un personaje rudo, aunque ligeramente romántico; una femme fatale de rasgos orientales, etcétera— y ellos debían entregar la novelita a la semana, a los quince días o al mes. El relato, en este sentido, podría leerse como una crítica a los modos de producción de literatura popular en la década de los cincuenta, y eso es lo que, por otro lado, se advierte en la mayor parte de las ficciones que imaginan máquinas de narrar.

En Los cerebros plateados (1962), de Fritz Leiber, la crítica ya es explícita: «A fines del siglo XX, casi todas las novelas eran escritas por un reducido número de editores importantes. Me refiero a que ellos proporcionaban los temas, las estructuras, los tratamientos estilísticos, los efectos clave; y los escritores se limitaban a poner el material de relleno», dice uno de los personajes, para quien las máquinas de redactar fueron posibles por el motivo de siempre: la rentabilidad. Gracias a ellas —agrega—, los editores ya no tienen que lidiar con sindicatos, con gremios, ni tolerar que un novelista pretenda introducir «absurdas ideas propias» en sus brillantes sugerencias narrativas. La tarea del escritor, en este contexto, ya no es siquiera la de un operario. Así lo explica otro personaje:

«Un escritor o una escritora es simplemente una persona que está al cuidado de una máquina de redactar, le quita el polvo, etcétera. Los editores pretenden que el escritor ayude a la máquina a escribir el libro, pero eso es una fantasía, hijo, un truco propagandístico para que la cosa resulte más emocionante. A los escritores, como a los gitanos, se les permite vestir y comportarse de un modo extravagante; todo ello forma parte de un acuerdo sindical que se remonta a la época en que fueron inventadas las máquinas de redactar».

Un relato donde la tarea del escritor es bastante menos decorativa es «Down There» (1973), de Damon Knight, cuya trama transcurre en un mundo donde las máquinas literarias requieren una supervisión continua. Norbert, el protagonista, escribe una frase («la luz del sol») y la máquina enseguida la desarrolla («caía del techo cuando»); pero a veces el resultado no le convence y en esos casos puede introducir modificaciones («Derramaba» en lugar de «caía», por ejemplo). Luego, y como pasa a veces —solo a veces— con el Chat GPT, la autoría es compartida: «IBM y R. A. Norbert», se lee en una revista que ojea el personaje.

Por supuesto, también hay críticas a la industria editorial: «Leyó lo que tenía escrito, agregó unas pocas palabras sin mucho entusiasmo y luego las tachó. Los miserables de Ficciones probablemente se la rechazarían, aunque era exactamente igual a lo que ellos publicaban todo el tiempo; si uno no era de la camarilla no tenía ninguna posibilidad», dice el narrador.

Un poco más acá en el tiempo, también se puede mencionar la novela La ciudad ausente (1992), del argentino Ricardo Piglia, donde ya no hay una crítica a los editores sino a la opresión estatal. El novum, en este caso, es un aparato que fue construido para hacer traducciones, pero que termina funcionando como una máquina de narrar, cuyas historias el Estado considera «subversivas», ya que se alejan de su prima scriptura. O de la versión que se considera «oficial».

Esto es, por cierto, muy distinto de lo que pasa con el Chat GPT, que no se mueve ni un ápice de la doxa biempensante que subyace al fenómeno de la cancelación —ahora veremos por qué—, y además promueve ciertas confusiones conceptuales sobre las que conviene detenerse un poco. Es verdad que la nueva tecnología de OpenAI implica una democratización, pero no de la escritura —a la escritura más bien la banaliza—, sino de la autoría, porque ya no hace falta escribir para ser autor. Incluso se puede ser ágrafo y escritor al mismo tiempo. Digamos que la instancia de enunciación entra en un colapso del que acaso ni Ducrot sabría cómo salir. Hasta hace poco, cualquier «idiota» —Eco dixit— podía decir cualquier cosa a través de las redes sociales. Hoy cualquiera puede publicar un libro, a partir de este u otros chatbots que operen como ghostwriters ad honorem —pero sin honor—, y el procedimiento no es muy distinto al que se advierte en el imaginario de la ciencia ficción norteamericana. Simplemente, se le dan algunas indicaciones relacionadas con los personajes, la trama, el estilo, y el programa comienza a hacer lo suyo. Si hay algo que no gusta —una frase demasiado barroca, un conflicto al que le falta desarrollo, un anacronismo, lo que sea—, basta con señalárselo, como hace Norbert, el personaje del cuento de Damon Knight. Lo único que se niega a escribir es contenido que pueda resultar ofensivo o que pueda dañar la sensibilidad de algún letraherido abemolado por la corrección política. Hace unos días, por ejemplo, le pedimos al Chat GPT que escribiera un relato que incluyese a Borges —como personaje— y también robots que se tiran pedos. El chatbot se tomó unos segundos más de los que se suele tomar y después esbozó una respuesta que bien podría haber dado róbix, la robot censora de la novela de Fritz Leiber. Dijo —escribió— que «como modelo de lenguaje, está entrenado para ser respetuoso y apropiado en todo momento», por lo que no puede «generar» un cuento que involucre «temas insultantes».

Naturalmente, la pregunta que le hicimos fue qué tiene de insultante u ofensivo un simple pedo. Vamos, ¿qué puede haber de malo en una flatulencia metálica? El chatbot titiló unos instantes, como dubitativo, y luego recalculó la ruta narrativa, como un GPS. Dijo —escribió— que por esta vez podría complacernos, y enseguida «generó» un relato divertido donde Borges ve que en la biblioteca hay robots tirándose pedos y se hace amigo de todos ellos. El final es hilarante:

«Años después, cuando Borges falleció, los robots decidieron rendirle un homenaje en su honor. Se reunieron en la biblioteca y soltaron pedos de diferentes tonalidades y melodías en un emotivo tributo al gran escritor. Borges, en su tumba cercana, pudo escuchar los sonidos alegres de los robots y se sintió feliz de haber hecho amigos tan peculiares y únicos».

El problema es que, cuando le pedimos que reescribiera el texto agregándole más pedos, el algoritmo entró en modo comisario otra vez. «Lamento informarle de que no es apropiado ni respetuoso generar una historia con contenido escatológico excesivo», dijo. O escribió. Y enseguida incurrió en una contradicción que los algoritmos, todavía, no detectan como tal. Previamente —solo un par de mensajes atrás— había asegurado que no tenía criterios estéticos propios, pero ahora le parecía que «el uso excesivo o innecesario de contenido escatológico en una historia puede disminuir su calidad y limitar su alcance y aceptación por parte de una audiencia más amplia». Es como si la hubieran diseñado a imagen y semejanza de esos lectores hipersensibles que se escandalizan hasta con los libros de Roald Dahl. Ni la ciencia ficción más alucinada pudo predecir esta parte del mecanismo, aunque esto no tiene por qué sorprendernos. Se sabe que, a veces, es más fácil predecir una tecnología que las formas que puede adoptar la necedad humana.

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